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La ventana era una vasta extensión de cristal oscuro y en el centro mi fantasma, con su oscura transparencia, me estaba mirando. Su mundo no se diferenciaba del mío -el contorno claro de un escritorio al otro lado del cristal y, detrás, un mullido sillón con botones incrustados, colocado en el círculo de luz que proyectaba una lámpara de pie-, pero mi silla era roja y la suya era gris; mi silla descansaba sobre una alfombra india, rodeada de paredes de luz dorada, la suya flotaba espectralmente en un plano oscuro, indefinido e interminable, donde formas vagas, como olas, parecían moverse y respirar.

Juntas emprendimos el pequeño ritual de preparar nuestros escritorios. Dividimos los pliegos de papel en montones más pequeños y pasamos las hojas para airearlas y separarlas. Uno a uno, sacamos punta a nuestros lápices, girando la manivela y observando las largas virutas rizarse y prolongarse hasta caer en la papelera que tenían justo debajo. Después de sacar una punta afilada al último lápiz, en lugar de colocarlo junto a los demás lo retuvimos en la mano.

– Bien -le dije-. Listas para trabajar.

Ella abría la boca, parecía estar hablándome. Yo no podía oír lo que decía.

Como no sé taquigrafía, confiaba en que transcribiendo las palabras clave que había ido anotando durante nuestra entrevista nada más terminarla bastaría para refrescarme la memoria. Y así fue desde ese primer encuentro. Consultando de vez en cuando mi libreta y evocando su imagen, su voz y sus gestos, escribí, dejando amplios márgenes, unos cuantos folios en los que transcribía las mismas palabras de la señorita Winter. Al cabo de un rato prácticamente me olvidé de la libreta y era ella quien, desde mi cabeza, me las dictaba.

En el margen de la izquierda anotaba los gestos, las expresiones y los ademanes que parecían añadir algo a lo que la señorita Winter quería decir. Dejaba el margen derecho en blanco para poder anotar ahí, después de releer lo escrito, mis propias ideas, comentarios y preguntas.

Tenía la sensación de que había trabajado durante horas. Salí del estudio para prepararme una taza de chocolate, pero el tiempo parecía detenerse sin alterar en absoluto el curso de mi recreación; volví a mi trabajo y retomé el hilo como si no hubiera habido interrupción.

«Nos acostumbramos tanto a nuestros propios horrores que olvidamos el efecto que pueden tener en otras personas», escribí finalmente en centro del folio, y en el margen izquierdo añadí una nota que describía la forma en que la señorita Winter había colocado los dedos de la mano sana sobre el puño encogido de la mano herida.

Tracé una doble línea debajo de la última frase y me desperecé.

En la ventana, mi otro yo también se desperezó. Cogió los lápices cuya punta había gastado y se puso a afilarlos.

Estaba a mitad de un bostezo cuando algo empezó a sucederle en la cara. Primero fue una deformación repentina en medio de la frente, como una ampolla. Le apareció otra marca en la mejilla, luego otra debajo de un ojo, otra en la nariz y otra en los labios. Cada mancha nueva iba acompañada de un ruido sordo, una percusión cada vez más rápida. A los pocos segundos parecía que todo el rostro se le hubiera descompuesto.

Mas no era obra de la muerte. Tan solo era lluvia, la tan esperada lluvia.

Abrí la ventana, dejé que se me empapara la mano y me pasé el agua por la cara y los ojos. Tuve un escalofrío; era hora de acostarse.

Dejé la ventana entornada para poder oír la lluvia, que seguía cayendo con una suavidad uniforme y sorda. Continué oyéndola mientras me desvestía, mientras leía y mientras dormía. Acompañó mis sueños como una radio mal sintonizada que dejan encendida toda la noche, emitiendo un confuso ruido blanco debajo del cual, apenas audibles, se suceden susurros de otros idiomas y fragmentos de melodías desconocidas.

Y por fin empezamos…

A las nueve en punto del día siguiente la señorita Winter mandó que me llamaran y fui a reunirme con ella en la biblioteca.

De día la estancia era muy diferente. Con los postigos retirados, los altos ventanales dejaban entrar a raudales la luz de un cielo claro. El jardín, todavía empapado por el aguacero de la noche, resplandecía con el sol de la mañana. Las exóticas plantas que descansaban junto a los poyos laterales de las ventanas parecían tocar con sus hojas a sus primas más resistentes, más húmedas, del otro lado del cristal, y los delicados marcos que sujetaban los cristales no parecían más sólidos que las hebras fulgurantes de una tela de araña desplegada entre dos ramas sobre la senda del jardín. La biblioteca propiamente dicha, de aspecto más liviano, más reducida que la noche anterior, semejaba un espejismo en forma de libros surgido del húmedo jardín invernal.

En contraste con el azul claro del cielo y el sol blanquecino, la señorita Winter era toda fuego y calor, una exótica flor de estufa en un invernadero del norte. Esa mañana no llevaba puestas las gafas de sol, pero se había pintado los párpados de color violeta y se los había perfilado con una raya de kohl a lo Cleopatra, ribeteados con las mismas pestañas negras y pobladas del día anterior. A la luz del día advertí un detalle que se me había pasado por alto por la noche: a lo largo de la rectísima línea que dividía en dos los rizos cobrizos de la señorita Winter transcurría una raya muy blanca.

– ¿Recuerda nuestro trato? -comenzó mientras me sentaba en la butaca, al otro lado de la chimenea-. Introducción, nudo y desenlace, todo en el orden correcto. Nada de trampas. Nada de adelantarse. Nada de preguntas.

Me sentía cansada. Una cama extraña en una casa extraña; además, me había despertado con una melodía monótona y atonal resonando en mi cabeza.

– Empiece por donde quiera -dije.

– Empezaré por la introducción. Aunque, naturalmente, la introducción nunca está donde uno cree. Le damos tanta importancia a nuestra propia vida que tendemos a creer que su historia comienza con nuestro nacimiento. Primero no había nada, entonces nací yo… Pero no es así. Las vidas humanas no son pedazos de cuerda que podemos separar del nudo que forman con otros pedazos de cuerda para enderezarnos. Las familias son tejidos. Resulta imposible tocar una parte sin hacer vibrar el resto. Resulta imposible comprender una parte sin poseer una visión del conjunto.

»Mi historia no es solo mía, es la historia de Angelfield. El pueblo de Angelfield. La casa de Angelfield. Y la propia familia Angelfield. George y Mathilde; sus hijos, Charlie e Isabelle; las hijas de Isabelle, Emmeline y Adeline. Su casa, sus vicisitudes, sus miedos, y su fantasma. Siempre deberíamos prestar atención a los fantasmas, ¿no cree, señorita Lea?

Me lanzó una mirada afilada, pero fingí no verla y continuó:

– Un nacimiento no es, en realidad, una introducción. Nuestra vida, cuando empieza, no es realmente nuestra, sino la continuación de la historia de otro. Pongamos, por ejemplo, mi caso. Viéndome ahora, seguro que piensa que mi nacimiento fue especial, ¿verdad? Acompañado de extraños presagios y atendido por brujas y hadas madrinas. Pues no, ni mucho menos. De hecho, cuando nací no era más que un argumento secundario.

»Pero cómo puede conocer esta historia que precede a mi nacimiento, advierto que se está preguntando. ¿Cuáles son mis fuentes? ¿De dónde proviene la información? Bien, ¿de dónde proviene la información en una casa como Angelfield? De los sirvientes, naturalmente, en especial del ama. No quiero decir que fue ella quien me lo contó todo, si bien es cierto que a veces rememoraba el pasado cuando se sentaba a limpiar la plata y parecía olvidarse de mi presencia mientras hablaba. Fruncía el entrecejo al recordar rumores y chismes que corrían por el pueblo. Sucesos, conversaciones y episodios salían de sus labios y parecían representarse de nuevo sobre la mesa de la cocina. Sin embargo, tarde o temprano, el hilo de la historia la conducía a episodios no aptos para una niña -sobre todo no aptos para mí- y de repente recordaba que yo estaba allí, suspendía su relato en mitad de una frase y se ponía a frotar con energía la cubertería, como si así pudiera borrar todo el pasado, pero en una casa donde hay niños no puede haber secretos. Así pues, reconstruí la historia de otra manera. Cuando el ama conversaba con el jardinero frente al té de la mañana, yo aprendía a interpretar los silencios repentinos que interrumpían conversaciones aparentemente inocentes. Fingiendo no notar nada, reparaba en las palabras concretas que les hacían mirarse en silencio. Y cuando creían que estaban solos y podían hablar con libertad… en realidad no estaban solos. De esa forma fui comprendiendo la historia de mis orígenes, i más tarde, cuando el ama envejeció y se le soltó la lengua, sus divagaciones confirmaron la historia que yo había estado años tratando de adivinar. Es esta historia -la que me llegó en forma de insinuaciones, miradas y silencios- la que voy a vestir de palabras para usted.

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