Hester levantó a Adeline en brazos. No fue difícil. La niña ya tenía catorce años pero estaba en los huesos. Sacaba toda su fuerza de su voluntad, y cuando esta desapareció, se volvió inconsistente. La bajaron por la escalera con la misma facilidad que una almohada de plumas sacada a ventilar.
Conducía John. En silencio. De acuerdo o en desacuerdo, poco importaba. Hester tomaba las decisiones.
Le dijeron a Adeline que la llevaban a ver a Emmeline, una mentira que hubieran podido ahorrarse, pues Adeline no habría opuesto resistencia, independientemente de a dónde se la hubiesen llevado. Se sentía perdida, ausente de sí misma. Sin su hermana, no era nada y no era nadie. Lo que trasladaron a la casa del médico no era más que el caparazón de una persona. Y allí lo dejaron.
De nuevo en casa, sacaron a Emmeline de la cama de Hester y la devolvieron a su cama sin despertarla. Durmió otra hora y cuando al fin abrió los ojos, se sorprendió ligeramente al ver que su hermana no estaba. A lo largo de la mañana su sorpresa fue en aumento y por la tarde se transformó en ansiedad. Rastreó la casa, y también los jardines. Se internó en el bosque, se adentró en el pueblo, tanto como se lo permitió su coraje.
A la hora de la merienda Hester la encontró en el borde de la carretera, mirando en la dirección que la habría llevado, de haberla seguido, hasta la puerta de la casa del médico. No se había atrevido. Hester le posó una mano en el hombro y la atrajo hacia sí, luego la condujo de nuevo a la casa. De vez en cuando Emmeline se detenía y titubeaba, deseando volver, pero Hester la cogía de la mano y tiraba firmemente de ella. Emmeline la seguía con pasos obedientes pero perplejos. Después de la merienda se quedó mirando por la ventana. A medida que la luz decaía el miedo se fue apoderando de ella, pero la angustia no la asaltó hasta que Hester hubo cerrado las puertas con llave y comenzó la rutina de acostarla.
Lloró toda la noche. Sollozos solitarios que parecían no tener fin. Lo que en Adeline había estallado en un instante tardó veinticuatro angustiosas horas en prorrumpir en Emmeline, pero cuando llegó el alba estaba tranquila. Había llorado y temblado hasta perder la conciencia.
La separación de hermanos gemelos no es una separación cualquiera. Imagínate que sobrevives a un terremoto y al recuperar el conocimiento te encuentras ante un mundo irreconocible. El horizonte ha cambiado de lugar. El sol tiene otro color. Nada queda del terreno que conocías. Tú estás viva; pero estar viva no es lo mismo que vivir. No es extraño que los supervivientes de semejantes catástrofes suelan desear haber perecido con el resto de la gente.
La señorita Winter tenía la mirada perdida. Su célebre tinte cobrizo se había diluido en un tono asalmonado. Ya no utilizaba laca y los compactos rizos habían dado paso a una maraña suave e informe, pero tenía el semblante severo y el porte rígido, como si se estuviera preparando para un viento afilado que solo ella podía notar.
Lentamente, se volvió hacia mí.
– ¿Se encuentra bien? -preguntó-. Judith dice que no come mucho.
– Nunca he comido mucho.
– Está pálida.
– Será que estoy un poco cansada.
Terminamos pronto. Creo que ninguna de las dos se sentía con ánimo de continuar.
Fantasmas
Cuando volví a verla, la señorita Winter estaba diferente. Cerró los ojos con cansancio y tardó más de lo acostumbrado en evocar el pasado y comenzar a hablar. Mientras juntaba los hilos la observé y advertí que no se había puesto las pestañas postizas. Conservaba la sombra de ojos violeta y la arrolladora raya negra, pero sin las pestañas de araña parecía una niña que ha estado jugando con el estuche de pinturas de su madre.
Las cosas no salieron como Hester y el médico esperaban. Se habían preparado para una Adeline que despotricara, bramara, pataleara y batallara. En cuanto a Emmeline, contaban con que su cariño por Hester la ayudara a aceptar la repentina ausencia de su gemela. Esperaban, en resumidas cuentas, las mismas niñas de siempre, solo que separadas en lugar de juntas. De ahí que al principio les sorprendiera que las gemelas se convirtieran en dos muñecas de trapo inertes.
Bueno, no del todo inertes. La sangre seguía circulando perezosamente por sus venas. Tragaban las cucharadas de sopa que les metían en la boca, el ama en una casa, la esposa del médico en la otra. Pero tragar es un acto reflejo, y las gemelas no tenían hambre. Sus ojos, abiertos durante el día, no veían, y por la noche, aunque los cerraban, no gozaban de la tranquilidad del sueño. Estaban separadas, estaban solas, estaban en una suerte de limbo. Eran dos seres mutilados, mas no les faltaba un miembro, sino el alma.
¿Dudaron los supuestos científicos de sí mismos? ¿Se detuvieron a pensar si estaban haciendo lo correcto? ¿Proyectaron las figuras inconscientes y desmañadas de las gemelas una sombra sobre su bello proyecto? En realidad no eran deliberadamente crueles. Solo insensatos. Mal orientados por sus conocimientos, por su ambición por su propia ceguera.
El médico realizaba pruebas. Hester observaba. Y cada día se reunían para comparar notas, para comentar lo que al principio, con optimismo, llamaban progreso. Ante el escritorio del médico o en la biblioteca de Angelfield, se sentaban juntos con las cabezas inclinadas sobre papeles donde estaban anotados todos los pormenores sobre la vida de las niñas. Conducta, dieta, sueño. Cavilaban sobre la falta de apetito, sobre la propensión a dormir todo el tiempo, ese dormir que no era dormir. Proponían teorías que explicaran los cambios generados en las gemelas. El experimento no estaba yendo todo lo bien que esperaban, de hecho había comenzado de manera desastrosa, pero ambos científicos eludían la posibilidad de que estuvieran perjudicándolas y preferían alimentar la creencia de que juntos podían obrar un milagro.
Al médico le proporcionaba una enorme satisfacción trabajar por primera vez desde hacía décadas con una mente científica tan lúcida. Le maravillaba la capacidad de su protegida para captar un principio y, al minuto siguiente, aplicarlo con originalidad y perspicacia profesionales. No tardó en reconocer para sus adentros que la institutriz era más una colega que una protegida. Y Hester estaba encantada de ver que por fin su mente estaba siendo debidamente alimentada y desafiada. Salía de sus reuniones diarias rezumando entusiasmo y satisfacción. Así se explica fácilmente la ceguera de ambos. ¿Cómo podía esperarse de la institutriz y el médico que comprendieran que lo que a ellos les estaba haciendo tanto bien podía estar causando un enorme daño en las niñas que tenían a su cargo? A menos que por las noches sentados a solas transcribiendo sus observaciones del día, levantaran la vista hacia la niña de mirada inerte que permanecía inmóvil en la silla del rincón y sintieran que una duda cruzaba por sus mentes. Pero de ser así, no lo anotaban en sus observaciones, ni siquiera lo mencionaban.
Tan dependiente se volvió la pareja de su empresa conjunta que no se dio cuenta de que el gran proyecto no estaba avanzando en lo más mínimo. El estado de Emmeline y Adeline era casi catatónico y la niña en la neblina no aparecía por ningún lado. Impertérritos ante la falta de conclusiones, los científicos proseguían con su trabajo: elaboraban tablas y gráficos, proponían teorías y desarrollaban intrincados experimentos que poner en práctica. Con cada fracaso se decían que habían acotado algo del campo de la investigación y pasaban a la siguiente gran idea.
La esposa del médico y el ama participaban en el proyecto, pero a distancia. Se ocupaban del cuidado físico de las niñas. Metían cucharadas de sopa en sus dóciles bocas tres veces al día. Las vestían, las bañaban, les lavaban la ropa y les cepillaban el pelo. Ambas mujeres tenían sus razones para desaprobar el proyecto; ambas tenían sus razones para guardarse sus opiniones. John-the-dig, por su parte, había quedado totalmente excluido. Nadie le preguntaba su parecer, pero eso no le impedía formular su dictamen diario ante al ama en la cocina: