– Sea como fuere, en cuanto llegué aquí lo supe. «Esta es mi casa», me dije. «Procedo de este lugar.» Estaba seguro. Lo sabía.
Con sus últimas palabras Aurelius había dejado que la levedad se esfumara, había permitido que lo embargara el fervor. Se aclaró la garganta.
– Naturalmente, no espero que nadie me crea. No tengo pruebas. Solo unas fechas que coinciden y el vago recuerdo de la señora Love del olor a humo. Y mi certeza.
– Te creo -dije.
Aurelius se mordió el labio y me lanzó una mirada recelosa.
Sus confidencias y aquella neblina nos habían conducido inesperadamente a una isla de intimidad y advertí que me disponía a contar lo que nunca le había contado a nadie. Las palabras entraron en mi cabeza ya compuestas y se organizaron enseguida en frases, en largas secuencias de oraciones que hervían de impaciencia por salir de mi boca, como si llevaran años planeando ese momento.
– Te creo -repetí con la lengua repleta de todas esas palabras-. Yo también he tenido esa sensación. La sensación de saber cosas que no puedes saber. Hechos que sucedieron antes de lo que podemos recordar.
¡Ahí estaba otra vez! Un movimiento repentino en el rabillo de mi ojo, visto y no visto en el mismo instante.
– ¿Has visto eso, Aurelius?
Siguió mi mirada hasta más allá de las pirámides.
– ¿Qué? No, no he visto nada.
Ya no estaba. O quizá nunca había estado.
Me volví de nuevo hacia Aurelius, pero había perdido el valor. El momento para las confidencias se había esfumado.
– ¿Tienes una fecha de cumpleaños? -preguntó Aurelius.
– Sí, tengo una fecha de cumpleaños.
Todas mis palabras no pronunciadas regresaron al lugar donde habían estado encerradas esos años.
– La anotaré -dijo animadamente-. Así podré enviarte una tarjeta.
Fingí una sonrisa.
– Ya falta muy poco.
Aurelius abrió una libretita azul dividida en meses.
– El día diecinueve -le dije, y lo anotó con un lápiz tan pequeño que en su enorme mano semejaba un palillo de dientes.
El calcetín gris de la señora Love
Cuando empezó a llover nos subimos la capucha y corrimos a refugiarnos en la iglesia. En el porche bailamos una pequeña giga para sacudirnos las gotas del abrigo y entramos.
Nos sentamos en un banco cercano al altar, alcé la vista hasta el blanco techo abovedado y me quedé mirándolo hasta marearme.
– Háblame de cuando te encontraron -dije-. ¿Qué sabes al respecto?
– Sé lo que la señora Love me contó -respondió Aurelius-. Puedo contarte eso. Y no hay que olvidar lo de mi herencia.
– ¿Tienes una herencia?
– Sí. No es mucho. No es lo que la gente suele considerar una herencia, pero así y todo… Ahora que lo pienso, puedo enseñártela más tarde.
– Me encantaría.
– Sí… Porque estaba pensando que a las nueve apenas se tiene hambre, pues se acaba de desayunar, ¿no crees? -Lo dijo con una mueca de pesar que se tornó en sonrisa con sus siguientes palabras-. Así que me dije, invita a Margaret al tentempié de las once. Bizcocho y café, ¿qué te parece? No te iría mal engordar un poco. Y entonces podría enseñarte mi herencia. Bueno, lo poco que hay que ver.
Acepté su invitación.
Aurelius se sacó las gafas del bolsillo y procedió a limpiarlas distraídamente con un pañuelo.
– Y ahora…
Lentamente, hizo una profunda inspiración; luego espiró despacio.
– Tal como me la contaron. La señora Love y su historia.
Su rostro adoptó una expresión neutra, señal de que, como hacen los cuentacuentos, estaba desapareciendo para dejar paso a la voz de la historia misma. Entonces comenzó a hablar, y desde sus primeras palabras pude oír, en las profundidades de su voz, la voz de la señora Love arrancada de la tumba por la evocación de su historia.
De su historia y la historia de Aurelius, y quizá la historia de Emmeline.
Esa noche el cielo estaba negro como boca de lobo y se avecinaba tormenta. El viento silbaba entre las copas de los árboles y la lluvia azotaba las ventanas. Yo estaba tejiendo en esta butaca, junto al fuego, un calcetín gris, el segundo, y ya iba por la curva del talón. De repente un escalofrío me recorrió el cuerpo. No porque tuviera frío, ni mucho menos. En el cesto había una buena brazada de leña que había traído del cobertizo esa misma tarde y acababa de echar otro leño al fuego. De modo que no tenía frío, nada de frío, pero es cierto que pensé: «Menuda nochecita, me alegro de no ser un pobre desgraciado atrapado en la intemperie lejos de su casa», y fue pensar en ese pobre desgraciado y sentir el escalofrío.
Dentro de casa reinaba el silencio, solo se oía el crepitar del fuego, el clic clic de la agujas de tejer y mis suspiros. ¿Mis suspiros, te preguntas? Pues sí, mis suspiros. Porque no era feliz. Me había dado por rememorar, y eso es un mal hábito para una cincuentona. Tenía un fuego que me daba calor, un techo sobre mi cabeza y una cena caliente en el estómago, pero ¿era feliz? No. Así que ahí estaba, suspirando sobre mi calcetín gris mientras la lluvia seguía cayendo. Al rato me levanté para ir a buscar a la despensa un trozo de pastel de ciruelas sabroso y esponjoso, bañado con coñac. No imaginas cómo me levantó el ánimo. Pero cuando regresé y recogí las agujas, el corazón me dio un vuelco. ¿Y sabes por qué? ¡Porque había tejido dos talones!
Eso me inquietó. Me inquietó mucho, porque yo soy cuidadosa cuando hago calceta, no una chapucera como mi hermana Kitty, y tampoco estaba medio ciega como mi pobre y anciana madre al final de sus días. Solo había cometido ese error dos veces en mi vida.
La primera vez que hice un talón de más yo era aún una muchachita. Era una tarde soleada y estaba sentada junto a una ventana abierta, aspirando los aromas de todo lo que estaba floreciendo en el jardín. En esa ocasión era un calcetín azul. Para… bueno, para un joven mozo. Mi prometido. No te diré su nombre, no es necesario. El caso es que estaba soñando despierta. Menuda boba. Soñaba con vestidos blancos y tartas blancas y todas esas tonterías. Entonces bajé la vista y vi que había tejido el talón dos veces. Ahí estaba, claro como el día. Una caña en canalé, un talón, más canalé para el pie y luego… otro talón. Me eché a reír. No importaba. Solo tenía que deshacerlo.
Acababa de sacar las agujas cuando vi que Kitty subía corriendo por el sendero del jardín. «¿Qué demonios le pasa -pensé- con todas esas prisas?» Tenía la cara blanca y en cuanto me vio por la ventana se detuvo en seco. Entonces supe que el problema no era suyo, sino mío. Abrió la boca, pero no pudo ni pronunciar mi nombre. Estaba llorando, y de repente lo soltó.
Había habido un accidente. Mi prometido había salido con su hermano para perseguir a un urogallo en un coto privado. Alguien los vio y se asustaron; echaron a correr. Daniel, su otro hermano, llegó primero a los escalones de la cerca y saltó. Mi prometido se precipitó. La escopeta se le quedó atascada en la verja. Hubiera debido tranquilizarse, tomarse su tiempo. Oyó unos pasos a su espalda y le entró el pánico. Tiró de la escopeta. El resto no hace falta que te lo cuente, ¿verdad? Puedes imaginarlo.
Deshice el punto. Todos esos nudos diminutos que haces uno detrás de otro, fila a fila, para tejer un calcetín, los deshice todos. Es fácil: sacas las agujas, das un pequeño tirón y se deshacen solos. Uno a uno, fila a fila. Deshice el talón de más y continué. El pie, el primer talón, el canalé de la caña. Todos esos puntos deshaciéndose mientras tiras de la lana. Finalmente no quedó nada por deshacer, solo una pila de lana azul arrugada en mi regazo.
Se tarda poco en tejer un calcetín y mucho menos en deshacerlo.
Supongo que hice un ovillo con la lana para poder tejer otra cosa, pero no lo recuerdo.