Pero en ese momento yo no soy consciente de nada, pues la luz de mi hermana me abraza, se apodera de mí, me libera de la conciencia.
Al fin.
Todo el mundo tiene una historia
La angustia, afilada como las miradas verdes de la señorita Winter, me despierta bruscamente. ¿Qué nombre habré estado pronunciando en sueños? ¿Quién me desvistió y me metió en la cama? ¿Qué leyó en la marca de mi piel? ¿Qué ha sido de Aurelius? ¿Y qué le he hecho a Emmeline? Cuando mi conciencia emerge lentamente del sueño, lo que más me atormenta es su rostro consternado.
Cuando despierto no sé qué día ni qué hora es. Judith está a mi lado; nota que me muevo y me sostiene un vaso en los labios. Bebo.
Antes de poder hablar, me vence nuevamente el sueño.
La segunda vez que desperté, la señorita Winter se hallaba junto a mi cama con un libro en las manos. Su silla estaba forrada de cojines de terciopelo, como siempre, pero con los mechones de pelo blanco enmarcándole el rostro desnudo parecía una niña traviesa que ha trepado al trono de la reina para gastarle una broma.
Al oír movimiento, levantó la cabeza de su lectura.
– El doctor Clifton ha estado aquí. Tenía mucha fiebre.
No dije nada.
– No sabíamos que era su cumpleaños -prosiguió-. No pudimos encontrar una tarjeta. En esta casa no somos muy dados a celebrar los cumpleaños, pero le trajimos unas flores de torvisco del jardín.
En el jarrón había una ramas oscuras, sin hojas pero recubiertas de delicadas flores moradas que llenaban el aire con su perfume dulce y embriagador.
– ¿Cómo supo que era mi cumpleaños?
– Usted nos lo dijo mientras dormía. ¿Cuándo piensa contarme su historia, Margaret?
– ¿Yo? Yo no tengo historia -dije.
– Por supuesto que sí. Todo el mundo tiene una historia.
– Yo no. -Negué con la cabeza.
En mi cabeza podía escuchar el eco vago de palabras que quizá había pronunciado mientras dormía.
La señorita Winter colocó la cinta entre las páginas y cerró el libro.
– Todo el mundo tiene una historia. Es como la familia. Quizá no la conozca, quizá la haya perdido, pero así y todo existe. Puede alejarse de ella o darle la espalda, pero no puede decir que no tiene. Lo mismo sucede con las historias. De modo que -concluyó- todo el mundo tiene una historia. ¿Cuándo piensa contarme la suya?
– No voy a contársela.
La señorita Winter ladeó la cabeza y aguardó a que yo prosiguiera.
– Nunca le he contado a nadie mi historia, si es que la tengo, claro. Y no veo razones para cambiar ahora.
– Ya veo -dijo con suavidad, asintiendo con la cabeza como si lo comprendiera-. No es asunto mío, desde luego. -Volvió la mano sobre su regazo y contempló fijamente su palma herida-. Usted es libre de no hablar si así lo desea. Pero el silencio no es el entorno natural para las historias; las historias necesitan palabras. Sin ellas palidecen, enferman y mueren, y luego te persiguen. -Se volvió de nuevo hacia mí-. Créame, Margaret, lo sé.
Dormía muchas horas y cada vez que despertaba encontraba junto a mi cama una comida de convaleciente preparada por Judith. Daba uno o dos bocados, no más. Cuando Judith regresaba para recoger la Bandeja, apenas conseguía ocultar su decepción al ver la comida casi intacta, pero nunca decía nada. Yo no tenía dolores -ni jaquecas, ni escalofríos, ni náuseas-, a menos que cuente el profundo cansancio y el remordimiento que sentía como una losa sobre mi cabeza y mi corazón. ¿Qué le había hecho a Emmeline? ¿Y a Aurelius? En mis horas de vigilia me atormentaba el recuerdo de aquella noche, en sueños me perseguía la culpa.
– ¿Cómo está Emmeline? -le preguntaba a Judith-. ¿Está bien?
Sus respuestas eran indirectas: ¿por qué me preocupaba por la señorita Emmeline cuando yo estaba tan pachucha? Hacía mucho tiempo que la señorita Emmeline no estaba bien. La señorita Emmeline ya era muy mayor.
Su renuencia a explicarse con claridad me dijo todo lo que necesitaba saber. Emmeline no estaba bien, y yo tenía la culpa.
En cuanto a Aurelius, lo único que podía hacer era escribirle. Cuando tuve fuerzas le pedí a Judith que me trajera papel y pluma, y recostada en una almohada redacté el borrador de una carta. Insatisfecha con el resultado, escribí otro, y otro. Nunca había sentido esa dificultad con las palabras. Cuando mi colcha quedó cubierta de suficientes versiones descartadas como para desesperarme, elegí una al azar y la pasé a limpio.
Querido Aurelius:
¿Estás bien? Siento muchísimo lo ocurrido. Nunca fue mi intención hacer daño a nadie. Perdí la cabeza, ¿verdad? ¿Cuándo podré verte? ¿Seguimos siendo amigos?
Margaret
Eso tendría que servir.
Me examinó el doctor Clifton. Escuchó mi corazón y me acribilló a preguntas.
– ¿Insomnio? ¿Sueño irregular? ¿Pesadillas?
Asentí tres veces.
– Lo suponía. -Cogió un termómetro y me ordenó que me lo pusiera debajo de la lengua, luego se levantó y caminó hasta la ventana. De espaldas a mí, preguntó-: ¿Y qué lee?
No podía responder con el termómetro en la boca.
– Cumbres Borrascosas. ¿Lo ha leído?
– Hummm.
– ¿Y Jane Eyre?
– Hummm.
– ¿Sentido y sensibilidad?
– Hummm.
Se volvió y me miró con el semblante grave.
– Y supongo que ha leído esos libros más de una vez.
Asentí con la cabeza y él frunció el entrecejo.
– ¿Leído y releído? ¿Muchas veces?
Asentí de nuevo y su ceño todavía se marcó más.
– ¿Desde la infancia?
Sus preguntas me tenían perpleja, pero intimidada por la gravedad de su mirada, asentí una vez más.
Bajo sus cejas oscuras, afiló los ojos hasta reducirlos a dos ranuras. Pude imaginarme a sus aterrados pacientes poniéndose bien simplemente para quitárselo de encima.
Se inclinó sobre mí para leer el termómetro.
De cerca la gente cambia. Una ceja oscura sigue siendo una ceja oscura, pero puedes ver cada pelo por separado, su disposición, lo pegados que están unos de otros. Los últimos pelos de la ceja del doctor Clifton, más finos, casi invisibles, se perdían en dirección a la sien, señalando la espiral de la oreja. La piel de la barba estaba llena de agujeritos muy pegados entre sí. Y otra vez ese bombeo casi imperceptible de las fosas nasales, esa vibración en la comisura de sus labios. Siempre lo había interpretado como una muestra de severidad, una señal de que el doctor Clifton tenía una pobre opinión de mí; pero en aquel momento, viéndolo a tan solo unos centímetros de distancia, se me ocurrió que, después de todo, quizá no fuera desaprobación. ¿Era posible, me dije, que el doctor Clifton estuviera secretamente riéndose de mí?
Me retiró el termómetro de la boca, cruzó los brazos y emitió su diagnóstico.
– Padece una dolencia que afecta a las damiselas con una imaginación romántica. Los síntomas son, entre otros, desvanecimiento, fatiga, pérdida del apetito y ánimo decaído. Aunque la crisis pueda atribuirse al hecho de vagar bajo una lluvia gélida sin el debido impermeable, seguramente la verdadera causa se halle en un trauma emocional. No obstante, a diferencia de las heroínas de sus novelas favoritas, su constitución no se ha visto debilitada por las privaciones propias de siglos anteriores mucho más severos; ni tuberculosis, ni polio en la infancia ni condiciones de vida antihigiénicas. Sobrevivirá.
Me miró directamente a los ojos y fui incapaz de desviar la mirada cuando dijo:
– No come lo suficiente.
– No tengo apetito.
– L'appétit vient en mangeant.
– El apetito llega comiendo -traduje.
– Exacto. Recuperará el apetito, pero debe ayudarlo. Tiene que desear recuperarlo.
Esa vez fui yo quien frunció el entrecejo.