Tumbas
Había recordado que necesitaba luz cuando ya era demasiado tarde, así que descarté hacer más fotografías. Entonces saqué mi libreta para pasear por el cementerio. Angelfield era una población antigua pero pequeña y había pocas tumbas. Encontré a John Digence, «Llamado al jardín del Señor», y también a una mujer, Martha Dunne, «Sierva leal de Nuestro Señor», cuyas fechas de nacimiento y muerte coincidían bastante con las que esperaba del ama. Anoté los nombres, las fechas y las inscripciones en mi libreta. En una tumba había flores frescas, un alegre ramo de crisantemos naranjas, y me acerqué para ver a quién recordaban con tanto afecto. Era Joan Mary Love, «Siempre recordada».
Aunque busqué detenidamente, no vi el apellido Angelfield por ningún lado. Mi desconcierto, con todo, no duró más de un minuto. La familia de la casa grande no podía tener tumbas corrientes en el cementerio. Sus tumbas serían más ostentosas, con efigies y extensos epitafios grabados en lápidas de mármol. Y estarían dentro, en la capilla.
La iglesia tenía un aspecto lúgubre. Las viejas ventanas, angostos fragmentos de vidrio verdoso contenidos en un sólido entramado de arcos de piedra, dejaban entrar una luz sepulcral que iluminaba débilmente la pálida piedra de las columnas y los arcos, las blanqueadas bóvedas entre las vigas negras del techo y la madera pulimentada de los bancos. En cuanto mis ojos se acostumbraron a la tenue luz, examiné las lápidas y los monumentos que descansaban en la pequeña capilla. Todos los Angelfield muertos desde hacía siglos tenían sus epitafios allí, renglones y renglones de locuaz encomio, grabados sin reparar en gastos en costoso mármol. Ya volvería otro día para descifrar las inscripciones de esas primeras generaciones; entonces solo estaba buscando un puñado de nombres.
Con la muerte de George Angelfield terminaba la elocuencia fúnebre. Charlie e Isabelle -presumiblemente fueron ellos quienes así lo decidieron- no parecían haber puesto mucho empeño en resumir la vida y la muerte de su padre para las generaciones futuras. «Liberado de las penas terrenales, descansa ahora con su Salvador» era el lacónico mensaje grabado en su lápida. El papel de Isabelle en este mundo y su marcha del mismo aparecía resumido en términos bastante convencionales: «Adorada madre y hermana, partió a un lugar mejor». No obstante, anoté la frase en mi libreta e hice un cálculo rápido. ¡Más joven que yo! No tan trágicamente joven como su marido, pero había muerto a una edad muy temprana.
Estuve a punto de saltarme a Charlie. Descartadas aquella tarde el resto de lápidas de la capilla, me disponía a tirar la toalla cuando mis ojos divisaron finalmente una losa pequeña y oscura. Tan pequeña y tan negra que parecía concebida para que resultara invisible o, cuando menos, insignificante. Como no había pan de oro que iluminara las letras, fui incapaz de descifrarlas con solo mirar, de manera que alargué una mano y palpé la inscripción, palabra por palabra, con las yemas de los dedos, como si fuera braille.
Charlie Angelfield,
desapareció en la oscura noche.
Nunca volveremos a verlo.
No había fechas.
Sentí un escalofrío. Me pregunté quién habría elegido esas palabras. ¿Vida Winter? ¿Y qué emoción escondían? Tuve la impresión de que el texto encerraba cierta ambigüedad. ¿Expresaba el dolor de una pérdida o era la despedida triunfal de los supervivientes de una mala persona?
Cuando salí de la iglesia y eché a andar lentamente por el camino de grava hacia la verja de la casa del guarda sentí un escrutinio leve, casi ingrávido, en la espalda. Aurelius se había ido, por tanto, ¿qué era? ¿El fantasma de Angelfield, o los ojos calcinados de la casa? Probablemente no fuera más que un ciervo que me observaba, invisible, desde la penumbra del bosque.
– Es una pena que no puedas ir a casa unas horas -dijo mi padre en la librería esa noche.
– Ya estoy en casa -protesté fingiendo no entenderlo.
Sin embargo, yo sabía que estaba hablando de mi madre. Lo cierto era que no podía soportar su brillo de hojalata, ni la inmaculada claridad de su casa. Yo vivía entre sombras, me había hecho amiga de mi dolor, pero sabía que en casa de mi madre mi dolor no era bienvenido. A ella le habría encantado tener una hija jovial y habladora cuya alegría le hubiera ayudado a desterrar sus propios miedos. En realidad, mi madre temía mis silencios. Prefería mantenerme alejada.
– Tengo muy poco tiempo -expliqué-. La señorita Winter está impaciente por que prosigamos con el trabajo. Además, solo quedan unas semanas para Navidad. Volveré para entonces.
– Sí -dijo papá-. Falta poco para Navidad.
Parecía triste y preocupado. Sabía que yo era el motivo de su tristeza y su preocupación, y lamentaba no poder hacer nada al respecto.
– He cogido algunos libros para llevármelos a casa de la señorita Winter. Lo he anotado en las fichas.
– Está bien. No te preocupes.
Esa noche, arrancándome de mí sueño, siento una presión en el borde de mi cama. El pico de un hueso apretándose contra mi carne a través de las mantas.
¡Es ella! ¡Por fin ha venido a buscarme!
Solo tengo que abrir los ojos y mirarla, pero el miedo me paraliza. ¿Qué aspecto tendrá? ¿Será como yo? ¿Alta, delgada y de ojos oscuros? ¿O, he ahí mi temor, ha venido directamente desde la tumba? ¿Con qué cosa horrible estoy a punto de encontrarme, de reencontrarme?
El miedo desaparece.
Me he despertado.
Ya no siento la presión a través de las mantas. Solo había existido en mi sueño. No sé si me siento aliviada o decepcionada.
Me levanto, hago la maleta y en la desolación del amanecer invernal caminé hasta la estación para tomar el primer tren al norte.
Nudos
La llegada de Hester
Cuando había salido de Yorkshire el mes de noviembre avanzaba poco a poco y a mi regreso apenas le quedaban unos días para sumergirse en diciembre.
Diciembre me produce dolores de cabeza y reduce mi apetito ya de por sí escaso. Me mantiene en vela por las noches con su oscuridad húmeda y fría. Inquieta, apenas puedo concentrarme en la lectura. Dentro de mí hay un reloj que empieza a correr el 1 de diciembre, midiendo los días, las horas y los minutos, restando el tiempo que falta para una fecha concreta, la celebración de la fecha en que mi vida se hizo y se deshizo: mi cumpleaños. Detesto diciembre.
Ese año mi aprensión era todavía más intensa debido al tiempo. Un cielo plomizo oprimía la casa, obligándonos a vivir en un eterno crepúsculo. A mi llegada encontré a Judith yendo de una estancia a otra, recogiendo lámparas de mesa, lámparas de pie y lámparas de lectura de las habitaciones de invitados siempre vacías y repartiéndolas por la biblioteca, el salón y mis dependencias. Hacía lo que fuera para mantener a raya la penumbra gris que acechaba en cada recodo, debajo de cada silla, en los pliegues de las cortinas y las jaretas de la tapicería.
La señorita Winter no me preguntó qué había hecho aquellos días; tampoco me habló de la evolución de su enfermedad, pero, pese a la brevedad de mi ausencia, su deterioro era evidente. Los chales de cachemira caían en pliegues aparentemente vacíos sobre su encogido cuerpo y los rubíes y esmeraldas de los dedos parecían haberse dilatado, tanto habían enflaquecido sus manos. La línea blanca visible en la raya del cabello antes de mi partida se había ensanchado y trepaba por cada pelo, diluyendo sus matices metálicos en un tono anaranjado más tenue. Sin embargo, su fragilidad física, la señorita Winter poseía una fuerza y una energía que trascendían la enfermedad y la edad y la hacían poderosa. En cuanto me personé en la biblioteca, sin darme apenas tiempo de tomar asiento y sacar mi libreta, empezó a hablar, retomando la historia donde la había dejado, como si le fuera a estallar por dentro y no pudiera contenerla ni un minuto más.