– Probablemente se escapó. Pero ¿cómo consiguió salir? ¿Y cómo pudo volver tan deprisa? -Hester se esforzaba por comprender.
– Adeline no se ha movido de esta habitación en las últimas dos horas, desde el desayuno. No ha estado sola ni un minuto. -El médico miró a Hester a los ojos, conmovido por su agitación-. Debió de ver a otra niña. Un niña del pueblo -sugirió manteniendo su dignidad médica.
– Pero… -Hester meneó la cabeza-. Era la ropa de Adeline. El pelo de Adeline.
Hester se volvió de nuevo hacia Adeline. Los ojos de la muchacha, abiertos como platos, eran indiferentes al mundo. No llevaba puesto el vestido verde que Hester había visto hacía unos minutos, sino el azul marino, y no tenía el pelo suelto, sino recogido en una trenza.
La mirada que Hester dirigió de nuevo al médico era de puro desconcierto. Todavía respiraba agitadamente. No había una explicación científica, racional, para lo que había visto. Y Hester sabía que el mundo era totalmente científico. Por lo tanto, solo podía haber una explicación.
– Debo de estar loca -susurró. Sus pupilas se dilataron y las fosas nasales le temblaron-. ¡He visto un fantasma!
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
Ver a su colaboradora reducida a semejante estado de turbación produjo una extraña sensación en el médico. Y aunque era el científico que había en él quien primero había admirado a Hester por su fría cabeza y su infalible cerebro, fue el hombre, animal e instintivo, el que respondió a su desmoronamiento envolviéndola en un apasionado abrazo y posando sus firmes labios en los de ella.
Hester no opuso resistencia.
Escuchar detrás de las puertas no es de mala educación cuando se hace en nombre de la ciencia… y la esposa del médico era una científica entusiasta cuando se trataba de estudiar a su marido. El beso que tanto sobresaltó al médico y a Hester no sorprendió en absoluto a la señora Maudsley, que llevaba tiempo esperando algo así.
Abrió la puerta y, en un arrebato de indignada rectitud, irrumpió bruscamente en el consultorio.
– Le agradecería que abandonara inmediatamente esta casa -le dijo a Hester-. Puede enviar a John con la berlina para que recoja a la niña.
Luego volviéndose hacia su marido dijo:
– Contigo hablaré más tarde.
El experimento había terminado. Y con él muchas otras cosas.
John recogió a Adeline. No vio ni al médico ni a su esposa, pero se enteró de los acontecimientos de la mañana por boca de la criada.
Una vez en casa, acostó a Adeline en su antigua cama, en su antigua habitación, y dejó la puerta entornada.
Emmeline, que estaba deambulando por el bosque, levantó la cabeza, olfateó el aire y se volvió directamente hacia la casa. Entró por la puerta de la cocina, fue derecha a la escalera, subió los escalones de dos en dos y caminó con paso resuelto hasta la antigua habitación. Cerró la puerta tras de sí.
¿Y Hester? Nadie la vio regresar a la casa y nadie la oyó partir, pero cuando el ama llamó a su puerta al día siguiente, encontró la ordenada habitación vacía y ni rastro de Hester.
Emergí del hechizo de la historia y regresé a la biblioteca de la seño rita Winter con sus cristales y espejos.
– ¿Adónde fue? -pregunté.
La señorita Winter me observó con un ligero ceño en la frente.
– Ni idea. ¿Qué importa eso?
– Tuvo que ir a algún lugar.
La narradora me lanzó una mirada de soslayo.
– Señorita Lea, no conviene encariñarse con los personajes secundarios. No es su historia. Vienen, se van, y una vez que se han ido ya no vuelven. Eso es todo.
Deslicé el lápiz por la espiral de mi libreta y me dirigí a la puerta, pero al llegar a ella me di la vuelta.
– Entonces, ¿de dónde venía?
– ¡Por todos los santos! ¡No era más que una institutriz! Hester es irrelevante, créame.
– Seguro que tenía referencias. Un trabajo anterior. O por lo menos una carta de solicitud de empleo con una dirección. A lo mejor llegó por medio de una agencia.
La señorita Winter cerró los ojos y una expresión de resignación asomó en su rostro.
– Estoy segura de que el señor Lomax, el abogado de la familia Angelfield, estará al corriente de esos detalles. Aunque dudo de que le sirvan de algo. Es mi historia, sé de lo que hablo. Tiene el despacho en Market Street, en Banbury. Le daré instrucciones de que responda a todas las preguntas que usted desee hacerle.
Le escribí al señor Lomax esa misma noche.
Después de Hester
Al día siguiente, cuando Judith llegó con la bandeja del desayuno, le di la carta para el señor Lomax y ella extrajo del bolsillo de su delantal una carta para mí. Reconocí la letra de mi padre.
Las cartas de mi padre constituían siempre un consuelo, y esa no fue una excepción. Confiaba en que yo estuviera bien. ¿Estaba adelantando en mi trabajo? Había leído una novela danesa del siglo XIX extraña y encantadora de la que me hablaría a mi regreso. En una subasta había tropezado con un fajo de cartas del siglo XVIII que nadie parecía querer. ¿Las quería? Las había comprado por si acaso me interesaban. ¿Detectives privados? Sí, tal vez, ¿pero no podría un genealogista hacer el trabajo igual de bien o incluso mejor? Conocía a un individuo con las aptitudes adecuadas y pensándolo bien, le debía un favor, pues a veces se pasaba por la librería para consultar los almanaques. En el caso de que yo deseara llevar el asunto adelante, ahí tenía su dirección. Por último, como siempre, esas cinco palabras bien intencionadas pero secas: «Mamá te envía un abrazo».
«¿Realmente mi madre me envía un abrazo?», me pregunté. Papa habría comentado: «Esta tarde le escribiré a Margaret», y ella ¿con naturalidad?, ¿con cariño?-: «Envíale un abrazo de mi parte». No. No podía imaginarlo. Seguro que se trataba de un añadido de mi padre, escrito sin que ella tuviera conocimiento. ¿Por qué se molestaba? ¿Para complacerme? ¿Para hacerlo realidad? ¿Era por mí o por ella que se esforzaba sin resultados por vincularnos? Era una tarea imposible. Mi madre y yo éramos como dos continentes distanciándose lenta pero inexorablemente; mi padre, el constructor del puente, no dejaba de alargar la frágil estructura que había construido para conectarnos.
Había llegado una carta a la librería para mí; mi padre la adjuntaba a la suya. Era del catedrático de derecho que me había recomendado.
Estimada señorita Lea:
No estaba al corriente de que Ivan Lea tuviera una hija, pero ahora que lo sé debo decirle que es un placer para mí conocerla y más aún poder serle de utilidad. La declaración de fallecimiento es justo lo que usted imagina: la presunción legal de la muerte de una persona cuyo paradero se desconoce desde hace un tiempo tal y en unas circunstancias tales que su muerte es la única suposición razonable. Su principal función es hacer posible que el patrimonio de una persona desaparecida pase a manos de sus herederos.
He realizado las indagaciones necesarias y localizado los documentos relacionados con el caso que a usted le interesa. Su señor Angelfield era, al parecer, un hombre dado a la reclusión y por lo visto se desconocen la fecha y las circunstancias de su desaparición. No obstante, la labor minuciosa y solidaria de un tal señor Lomax efectuada en nombre de las herederas (dos sobrinas) hizo posible que se llevaran a cabo los trámites pertinentes. La finca era de un valor considerable, aunque se vio algo mermado por un incendio que dejó la casa en un estado ruinoso. Pero todo eso podrá verlo por si misma en la copia que he hecho para usted de los documentos pertinentes.
Advertirá que el abogado firmó en nombre de una de las beneficiarías. Se trata de una práctica habitual en los casos en que el beneficiario no puede, por la razón que sea (por ejemplo una enfermedad u otro tipo de incapacidad), ocuparse de sus propios asuntos.