Ruinas
Desde Banbury tomé un autobús.
– ¿Angelfield? -dijo el conductor-. El autobús no llega hasta Angelfield, al menos de momento. Tal vez cambie el recorrido cuando hayan construido el hotel.
– ¿Piensan construir uno allí?
– Están echando abajo una casa en ruinas para construir un hotel de lujo. Puede que entonces pongan un servicio de autobuses para el personal, pero lo mejor que puede hacer ahora es bajarse en el Hare and Hounds de Cheneys Road y seguir a pie. Un kilómetro y medio más o menos, creo.
No había mucho que ver en Angelfield. Una sola calle cuyo letrero de madera rezaba, con lógica simplicidad, The Street. Pasé por delante de una docena de casitas adosadas por pares. Aquí y allá sobresalía algún rasgo diferenciador -un tejo alto, un columpio, un banco de madera-, pero por lo demás cada casita, con su elaborado tejado de paja, los aguilones blancos y el sobrio enladrillado, parecía el reflejo de su vecina.
Las ventanas daban a unos prados bien delimitados con setos y salpicados de árboles. Algo más lejos se divisaban vacas y ovejas, y más allá todavía una superficie densamente arbolada detrás de la cual, según mi mapa, estaba el parque de ciervos. No había aceras, pero tampoco importaba porque no había tráfico. De hecho, no vi señales de presencia humana hasta que dejé atrás la última casa y llegué a una tienda que hacía las veces de oficina de correos.
Dos niños con impermeables amarillos salieron de la tienda y echaron a correr carretera abajo, adelantándose a su madre, que se había detenido en el buzón. Rubia y menuda, estaba intentando pegar los sellos en los sobres sin que se le cayera el periódico que sujetaba bajo el brazo. El niño, ya un muchacho, alargó una mano para echar el envoltorio de su caramelo en la papelera clavada a un poste que había en el borde de la carretera. Cuando fue a coger el envoltorio de su hermana, esta se resistió.
– ¡Puedo yo sola! ¡Puedo yo sola!
La niña se puso de puntillas, y desoyendo las protestas de su hermano estiró el brazo y lanzó el papel en dirección a la boca de la papelera. Un golpe de brisa se lo llevó volando al otro lado de la carretera.
– ¡Te lo dije!
Ambos niños se dieron la vuelta y echaron a correr, pero al verme frenaron en seco. Dos flequillos rubios se desplomaron sobre dos pares de ojos castaños de idéntico contorno. Dos bocas se abrieron con la misma expresión de asombro. No, no eran gemelos, pero casi. Me agaché a recoger el papel y se lo tendí. La niña, deseosa de recuperarlo, hizo ademán de adelantarse. Su hermano, más prudente, alargó un brazo para cortarle el paso y exclamó:
– ¡Mamá!
La mujer rubia, que nos observaba desde el buzón, había contemplado la escena.
– Está bien, deja que lo coja. -La niña cogió el papel de mi mano sin levantar la vista-. Dale las gracias -dijo la madre.
Los niños obedecieron de manera comedida, se dieron la vuelta y partieron dando saltos de alivio. Esa vez la mujer aupó a su hija para que llegara a la papelera y mientras lo hacía se volvió hacia mí y observó mi cámara fotográfica con discreta curiosidad.
En Angelfield ningún forastero podía pasar inadvertido.
Esbozó una sonrisa reservada.
– Que tenga un buen paseo -dijo, y se giró para seguir a sus hijos, que ya habían echado a correr en dirección a las casas adosadas.
Los vi alejándose.
Los niños corrían acechándose y persiguiéndose como si estuvieran unidos por una cuerda invisible. Alteraban el rumbo caprichosamente y hacían cambios de velocidad imprevisibles con una sincronización telepática; parecían dos bailarines moviéndose al compás de una misma música interna, dos hojas atrapadas en la misma brisa. Era algo extraño y al mismo tiempo completamente natural. Me habría quedado más tiempo observándolos, pero temerosa de que se dieran la vuelta y me descubrieran mirando, me obligué a reemprender mi camino.
Tras recorrer unos cientos de metros las verjas de la casa del guarda aparecieron ante mi vista. Las verjas propiamente dichas no solo estaban cerradas, sino soldadas al suelo y entre sí por retorcidas vueltas de hiedra que entraban y salían de la elaborada artesanía de metal. Sobre las verjas, dominando la carretera, se alzaba un arco de piedra clara cuyos extremos terminaban en sendos edificios pequeños, de una sola estancia, provistos de ventanas. De una de ellas pendía una hoja de papel. Como lectora empedernida que soy, no pude resistir la tentación, así que me encaramé a la hierba alta y húmeda para leerla. Pero era un aviso fantasma. Todavía podía verse el logotipo policromo de una constructora, pero debajo solo podían distinguirse dos manchas grises que parecían párrafos y, una pizca más oscura, la sombra de una firma. Debían de haber sido letras, pero varios meses de fuerte sol habían desteñido su significado.
Estaba segura de que tendría que caminar un largo tramo alrededor de la linde para dar con una entrada, pero apenas después de unos pasos llegué a una pequeña puerta de madera abierta en un muro con un simple pestillo para asegurarla. En un instante ya estaba dentro.
En el camino que en otros tiempos había sido de grava, las piedrecillas se mezclaban con parches de tierra desnuda y hierba achaparrada. Conducía, dibujando una larga curva, hasta una pequeña iglesia de piedra y sílex con un cementerio, después doblaba en la otra dirección y transcurría por detrás de una franja de árboles y arbustos que ocultaban la vista. La maleza invadía ambos lados del camino; ramas de matorrales diversos se peleaban por un espacio mientras, a sus pies, el pasto y la mala hierba penetraban en todos los huecos que podían encontrar.
Me encaminé hacia la iglesia. Reconstruida en la época victoriana, conservaba la sobriedad de sus orígenes medievales. Pequeño y compacto, el capitel se dirigía hacia el cielo sin tratar de agujerearlo. La iglesia estaba situada en el vértice de la curva de grava; cuando estuve algo más cerca desvié la mirada de la entrada del cementerio hacia la vista que se estaba abriendo a mi otro lado. Con cada paso que daba el panorama se ampliaba un poco más, hasta que finalmente la mole de piedra clara que era la casa de Angelfield apareció ante mis ojos. Me detuve en seco.
La casa descansaba en un ángulo inverosímil. Si llegabas por el camino de grava ibas a parar a una esquina del edificio, y no estaba claro qué lado era la fachada. Parecía como si la casa supiera que debía recibir a sus visitantes de cara, pero en el último momento no pudiera reprimir el impulso de darse la vuelta y mirar hacia el parque de ciervos y los bosques que se extendían más allá de los bancales. El visitante no era recibido por una cálida sonrisa, sino por una espalda fría.
Los demás detalles de su aspecto externo solo hacían que aumentar esa sensación de inverosimilitud. La planta era asimétrica. Tres grandes salientes, de cuatro plantas de altura cada uno, sobresalían del cuerpo principal, y sus doce ventanas anchas y altas eran el único toque de orden y armonía que ofrecía la fachada. En el resto de la casa las ventanas estaban repartidas sin orden ni concierto, no había dos iguales, ninguna coincidía con su vecina de arriba o de abajo, de la derecha o de la izquierda. Por encima de la tercera planta una balaustrada trataba de envolver la dispar arquitectura en un único abrazo, pero aquí y allá una piedra prominente, un saliente o una ventana absurda echaban por tierra su esfuerzo, así que la balaustrada desaparecía para arrancar de nuevo en el otro lado del obstáculo. Por encima de ella se elevaba un horizonte irregular de torres, atalayas y chimeneas de color miel.
¿Una casa en ruinas? La mayor parte de la piedra dorada tenía un aspecto tan limpio y fresco que parecía recién salida de la cantera. Lógicamente, la intrincada sillería de las atalayas estaba algo desgastada y la balaustrada se estaba desmoronando en algunas partes, pero no podía decirse que el estado de la casa fuera ruinoso. Al verla con el cielo azul de fondo, los pájaros sobrevolando las torres y rodeada de hierba verde, no me costó nada imaginármela habitada.