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Poco a poco comprendí cuáles eran sus intenciones.

No lo conseguiría. Apenas había un resto de calor en las cenizas, insuficiente para encender el carbón o los leños, y yo nunca dejaba astillas ni cerillas a mano. Aquella disposición suya era tan absurda que no podía prosperar, estaba segura de que no. Aun así, me sentía intranquila. Con su ansia bastaba para hacer fuego. Adeline solo tenía que mirar algo para que echara chispas. La magia incendiaria que poseía era tan fuerte que podía prender fuego al agua si lo deseaba con suficiente intensidad.

Horrorizada, vi cómo colocaba al bebé, todavía envuelto en la manta, sobre el carbón.

Después miró a su alrededor. ¿Qué estaba buscando?

Cuando se dirigió a la puerta y la abrió, retrocedí de un salto y me oculté entre las sombras. No me había visto. Buscaba otra cosa. Dobló por el pasillo que se extendía por debajo de la escalera y desapareció.

Corrí hasta la chimenea y rescaté al bebé de la pira. Envolví un cojín cilíndrico que había en el diván con la manta y lo coloqué sobre el carbón, pero no tuve tiempo para huir. Oí pasos en las losetas de piedra y el sonido de una lata de gasolina arañando el suelo. La puerta se abrió justo en el instante en que yo retrocedía hacia uno de los vanos de la biblioteca.

Chist, supliqué en silencio, no llores ahora, y estreché al bebé contra mi cuerpo para que no extrañara el calor de la manta.

De vuelta en la chimenea, con la cabeza ladeada, Adeline se quedó mirando el fuego. ¿Qué ocurría? ¿Había notado el cambio? Pero no. Volvió a mirar a su alrededor. ¿Qué estaba buscando?

El bebé se revolvió, sacudió los brazos, agitó las piernas, tensó la columna con ese movimiento que suele anunciar el llanto. Lo reacomodé, apreté su cabeza contra mi hombro, noté su respiración en mi cuello. No llores. Por favor, no llores.

Se tranquilizó y seguí observando.

Mis libros. Sobre la mesa. Aquellos libros por delante de los cuales no podía pasar sin abrirlos al azar por el simple placer de leer unas pocas palabras, de darles un saludo rápido. Qué incongruencia verlos en sus manos. ¿Adeline con un libro? Demasiado extraño. Cuando abrió uno, pensé durante un largo y extraño instante que iba a leer…

Arrancó páginas y páginas a puñados. Las esparció por toda la mesa; algunas cayeron al suelo. Cuando terminó, cogió manojos enteros e hizo bolas con ellos. ¡Deprisa! ¡Como un torbellino! Mis pequeños volúmenes, de repente una montaña de papel. ¡Pensar que un libro podía contener tanto papel! Quise gritar, pero ¿qué? Todas esas palabras, esas hermosas palabras, arrancadas y arrugadas, y yo, oculta en las sombras, enmudecida.

Reunió una brazada y la volcó sobre la manta. Tres veces la vi ir y venir entre la mesa y la chimenea con los brazos llenos de páginas, hasta que la chimenea rebosó de libros destripados. ]ane Eyre, Cumbres borrascosas, La dama de blanco… Decenas de bolas de papel resbalaban de la pira, algunas rodaban hasta la alfombra, uniéndose a las que se le habían caído por el camino.

Una se detuvo a mis pies. Con sumo sigilo, me agaché para recogerla.

¡Oh! Indignada al ver el papel arrugado; palabras descontroladas, sin sentido, volando en todas direcciones. Se me rompió el corazón.

La rabia me inundó, me transportó como un objeto naufragado incapaz de ver o respirar, bramó como un océano en mi cabeza. Quise aullar, salir de mi escondite como una demente y abalanzarme sobre ella, pero tenía en mis brazos el tesoro de Emmeline, de modo que temblando, sollozando en silencio, me limité a contemplar cómo su hermana profanaba mi tesoro.

Finalmente se dio por satisfecha con su pira, pero era absurda la miraras por donde la miraras. «Está todo al revés -habría dicho el ama-, nunca prenderá, el papel tiene que ir debajo.» No obstante, aunque Adeline hubiera preparado un fuego como es debido, tampoco habría importado. No podía encenderlo: no tenía cerillas. Y aunque las hubiera tenido, no habría logrado su objetivo, porque el niño, su víctima, estaba en mis brazos. Y he aquí la mayor locura de todas: si yo no hubiera estado allí para detenerla, si no hubiera rescatado al bebé… ¿Cómo podría haber creído Adeline que quemando al hijo de Emmeline la recuperaría como hermana?

Era el fuego de una loca.

El bebé se agitó en mis brazos y abrió la boca para llorar. ¿Qué podía hacer? A espaldas de Adeline, retrocedí con sigilo y huí a la cocina.

Tenía que esconder al bebé en un lugar seguro antes de ocuparme de Adeline. Mi mente trabajaba frenéticamente, pasando de un plan a otro. A Emmeline ya no le quedará ni una pizca de amor para su hermana cuando se entere de lo que ha intentado hacer. Ya solo seremos ella y yo. Contaremos a la policía que Adeline mató a John-the-dig y se la llevarán. ¡No! Le diremos a Adeline que si no se marcha de Angelfield hablaremos con la policía… ¡No! ¡Ya lo tengo! ¡Nosotras nos iremos de Angelfield! ¡Sí! Emmeline y yo nos iremos con el bebé y empezaremos una nueva vida, sin Adeline, sin Angelfield, pero juntas.

De repente todo parece tan sencillo que me sorprende que no se me haya ocurrido antes.

De un gancho de la puerta de la cocina cuelga el zurrón de Ambrose. Desabrocho la hebilla y envuelvo al bebé entre sus pliegues. Con el futuro brillando con tanta intensidad que se me antoja más real que el presente, guardo también la página de Jane Eyre en el zurrón, para protegerla, y una cuchara que descansa sobre la mesa de la cocina. La necesitaremos en nuestro viaje hacia una nueva vida.

Y ahora, ¿adonde? A un lugar cercano a la casa, donde el bebé esté a salvo, donde pueda estar abrigado los pocos minutos que tarde en regresar a la casa, coger a Emmeline y convencerla de que me siga…

La cochera no; Adeline suele ir allí. La iglesia. Adeline nunca entra en la iglesia.

Echo a correr por el camino, cruzo la entrada del cementerio y entro en la iglesia. En las primeras filas hay cojines tapizados para arrodillarse a rezar. Hago una cama con ellos y coloco encima al bebé dentro del zurrón de lona.

Y ahora, a casa.

Estoy a punto de llegar cuando mi futuro se rompe hecho añicos. Fragmentos de cristal volando por los aires, una ventana reventada, luego otra, y una luz viva, siniestra, a sus anchas por la biblioteca. El marco vacío de la ventana me muestra un fuego líquido lloviendo sobre la estancia, latas de gasolina estallando con el calor. Y dos siluetas.

¡Emmeline!

Corro. El olor del fuego invade mis fosas nasales en el vestíbulo aunque el suelo y las paredes están frías porque el fuego todavía no ha llegado ahí, pero cuando alcanzo la puerta de la biblioteca me detengo: las llamas se persiguen por las cortinas, las estanterías escupen fuego, la chimenea es un infierno. En el centro de la habitación, las gemelas. En medido del calor y el fragor del fuego, me quedo paralizada, atónita. Porque Emmeline, la dócil y pasiva Emmeline, está devolviendo todos los golpes, todas las patadas, todos los mordiscos que ha recibido. Hasta entonces nunca había tomado represalias contra su hermana, pero ahora golpea, patea, muerde. Por su hijo.

Y a su alrededor, sobre sus cabezas, una explosión de luz tras otra a medida que las latas de gasolina explotan y llueve fuego sobre la estancia.

Abro la boca para gritar a Emmeline que el bebé está a salvo, pero el calor que inhalo me ahoga.

Salto por encima del fuego, lo rodeo, esquivo las llamas que me caen de arriba, me sacudo el fuego con las manos, aporreo las llamas que crecen en mis ropas. Cuando llego hasta las hermanas no puedo verlas, pero alargo los brazos a ciegas a través del humo. Cuando las toco se sobresaltan y se separan en el acto. En un momento dado veo a Emmeline, la veo con claridad, y ella me ve a mí. Agarro con fuerza su mano y la arrastro a través de las llamas, a través del fuego, hasta la puerta. Cuando cae en la cuenta de lo que estoy haciendo -alejándola del fuego, llevándola a un lugar seguro-, me frena. Tiro de ella.

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