El hombre bajó la mirada. Luego dijo en voz baja: «Yo soy Ulises. Vengo desde Ítaca y allí, algún día., regresaré.»
OTRA BELLEZA. APOSTLLLA SOBRE LA GUERRA
No son éstos unos años cualesquiera para leer la litada. O para «reescribirla», como he tenido ocasión de hacer. Son años de guerra. Y por mucho que «guerra» siga pareciéndome un término erróneo para definir lo que está sucediendo en el mundo (un término socorrido, diría yo), lo cierto es que son años en que algo así como una orgullosa barbarie, relacionada con la experiencia de la guerra durante milenios, ha vuelto a convertirse en una experiencia cotidiana. Batallas, asesinatos, crímenes, torturas, decapitaciones, traiciones. Heroísmos, armas, planes estratégicos, voluntarios, ultimata, proclamas. Desde alguna profunda sima que creíamos haber sellado, ha vuelto a aflorar todo el atroz y luminoso instrumental que desde tiempos inmemoriales ha sido bagaje de una humanidad combatiente. En un contexto de este tipo -vertiginosamente espinoso y escandaloso- incluso los detalles asumen un significado particular. Leer en público la Ilíada es un detalle, pero no es un detalle cualquiera. Para ser franco, tengo que decir que la Ilíada es una historia de guerra, lo es sin prudencia ni medias tintas: y que fue compuesta para cantar a una humanidad combatiente, y para hacerlo de un modo tan memorable que durara eternamente, y para llegar hasta el último hijo de los hijos, cantando sin término la solemne belleza y la irremediable emoción que antaño Riera la guerra, y que siempre será. En el colegio tal vez lo explican de otra manera. Pero la esencia es ésa: la Ilíada es un monumento a la guerra.
De modo que la pregunta surge de una manera natural: ¿qué sentido tiene, en un momento como éste, dedicar tanto espacio, y atención, y tiempo, a un monumento a la guerra? ¿Cómo es posible que, con tantas historias como hay, uno se sienta atraído precisamente por ésa, casi como si fuera una luz que sugiere una huida de las tinieblas de estos días?
Creo que sólo se podría dar una respuesta verdadera si fuésemos capaces de comprender hasta el fondo nuestra relación con todas las historias de guerra, y no con ésta en particular: comprender nuestro instinto de no dejar de relatarlas nunca. Pero es una cuestión muy compleja, que es obvio que no puede ser resuelta aquí, ni por mí. Lo que puedo hacer es, centrándome en la Ilíada , apuntar dos cosas que he acabado pensando, tras un año de trabajo en contacto directo con ese texto: son resumen de todo lo que, en aquella historia, se me ha aparecido con la fuerza y la nitidez que sólo poseen las verdaderas enseñanzas.
La primera. Una de las cosas más sorprendentes de la Ilíada es la fuerza, yo diría que la compasión, con que nos son referidas las razones de los vencidos. Es una historia escrita por los vencedores y, a pesar de todo, en nuestra memoria permanecen también, cuando no sobre todo, las figuras humanas de los troyanos. Príamo, Héctor, Andrómaca, incluso hasta pequeños personajes como Pándaro o Sarpedón. Esta capacidad, sobrenatural, de ser voz de la humanidad entera y no sólo de sí mismos, la hallé trabajando sobre el texto y descubriendo cómo los griegos, en la Ilíada , nos habían legado, entre las líneas de un monumento a la guerra, la memoria de un obstinado amor a la paz. A simple vista uno no se da cuenta, cegado por los resplandores de las armas y de los héroes. Pero en la penumbra de la reflexión surge una Ilíada que uno no se esperaba. Me explico: el lado femenino de la Ilíada. Son muy a menudo las mujeres las que proclaman, sin mediaciones, el deseo de paz. Relegadas a los márgenes del combate, encarnan la hipótesis obstinada y casi clandestina de una civilización alternativa, libre del deber de la guerra. Están convencidas de que se podría vivir de una manera distinta, y lo dicen. De la manera más clara lo dicen en el libro VI, pequeña obra maestra de geometría sentimental. En un tiempo suspendido, vacío, robado a la batalla, Héctor entra en la ciudad y se encuentra con tres mujeres: y es como un viaje a la otra cara del mundo. Bien mirado, las tres pronuncian una misma súplica, paz, pero cada una de ellas con una tonalidad sentimental propia. La madre lo invita a rezar. Helena lo invita a su lado, para reposar (y tal vez también para algo más). Andrómaca, por último, le pide que sea padre y marido antes que héroe y combatiente. Sobre todo en este último diálogo la síntesis es de una claridad casi ilustrativa: dos mundos posibles están el uno frente al otro, y cada uno tiene sus razones. Más correosas, ciegas, las de Héctor; modernas, mucho más humanas, las de Andrómaca. ¿No es admirable que una civilización machista y guerrera como la de los griegos escogiera legarnos, para siempre, la voz de las mujeres y su deseo de paz?
El lado femenino de la litada se aprehende de sus voces: pero una vez aprehendido, luego se encuentra de nuevo, por todas partes. Difuminado, imperceptible, pero increíblemente tenaz. Yo lo encuentro fortísimo en los innumerables momentos de la litada en los que los héroes en lugar de luchar, hablan. Son asambleas que nunca se terminan, debates infinitos, y uno deja de odiarlos sólo cuando empieza a comprender en el fondo de qué se trata: son su manera de posponer lo más posible la batalla. Son Sheherezade, salvándose mediante el relato. La palabra es el arma con que congelan la guerra. Incluso cuando están discutiendo cómo hay que hacer la guerra, mientras tanto no la están haciendo; y ésta es, también, una manera de salvarse. Todos ellos son condenados a muerte, y están haciendo que su último cigarrillo dure una eternidad. Y se lo fuman con las palabras. Luego, cuando de verdad entran en combate, se transforman en héroes ciegos, olvidados de cualquier escapatoria, fanáticamente entregados a su deber. Pero antes…, antes ha sido un tiempo largo, femenino, de lentitudes sabias, y miradas hacia atrás, de niñez.
Del modo más elevado y deslumbrante, esta especie de reticencia del héroe se condensa, como debe ser, en Aquiles. Él es quien tarda más tiempo, en la Ilíada , en entrar en combate. Él es quien, como una mujer, asiste desde lejos a la guerra, tocando una cítara y permaneciendo junto a los que ama. Precisamente él, la encarnación más feroz y fanática de la guerra, literalmente sobrehumana. La geometría de la litada es, en este sentido, de una precisión vertiginosa. Donde más fuerte es el triunfo de la cultura guerrera, más tenaz y prolongada es la inclinación, femenina, a la paz. Al final es en Aquiles donde lo inconfesable de todos los héroes emerge hasta la superficie, con la claridad sin mediaciones de un hablar explícito y definitivo. Lo que dice delante de la embajada enviada por Agamenón, en el libro IX, es tal vez el más violento e indiscutible grito de paz que nuestros padres nos han legado:
Para mi nada hay que equivalga a la vida, ni cuanto dicen que poseía antes Ilio, la bien habitada ciudadela, en tiempos de paz, antes de llegar los hijos de los aqueos, ni cuanto encierra en su interior el pétreo umbral del arquero Febo Apolo en la rocosa Pito. Se pueden ganar can pillaje bueyes y cebado ganado, se pueden adquirir trípodes y bayas cabezas de caballos; mas la vida humana ni está sujeta a pillaje para que vuelva ni se puede recuperar cuando traspasa el cerco de los dientes.
Son palabras de Andrómaca, pero en la Ilíada las pronuncia Aquiles, que es el sumo sacerdote de la religión de la guerra: y es por eso por lo que resuenan con una autoridad sin par. En esa voz -que, sepultada bajo un monumento a la guerra, dice adiós a la guerra, prefiriendo la vida la Ilíada deja entrever una civilización de la que los griegos no fueron capaces y que, a pesar de todo, habían intuido, y conocían, y hasta custodiaban en un rincón secreto y protegido de su sentir. Llevar a cabo esa intuición es tal vez lo que la Ilíada nos propone como herencia, como tarea, como deber.