Entre las primeras sombras del día naciente los troyanos vieron, a lo lejos, el humo de las hogueras. Alta se levantó la voz de que los aqueos habían huido, y por mil veces fue repitiéndose de uno a otro, gritando con esperanza y alegría cada vez mayores. Salieron de las murallas, primero de uno en uno, luego en grupos cada vez más numerosos, y cruzaron la llanura para ir a ver. Cuando llegó Príamo, rodeado por los ancianos de Troya, lo que vio fue una inmensa playa abandonada, en medio de la que descollaba un gigantesco caballo de madera. Todos se agruparon en torno a aquella maravilla: algunos, por el odio que sentían hacia los aqueos, querían echarla al mar o destrozarla a hachazos; pero otros, hechizados por la belleza del caballo, aconsejaban que lo consagraran a los dioses y que lo llevaran a la ciudad para que se convirtiera en el magnífico monumento a la guerra que habían ganado. Y al final fueron éstos los que prevalecieron, porque los hombres son miserables, y no les es dado ver el futuro, sino tan sólo vivir inmersos en la niebla del presente. Empujaron el caballo, sobre rápidas ruedas, por toda la llanura, escoltándolo con cánticos y bailes. Altos ascendían los gritos de los hombres que tiraban de las gruesas sogas, y que con inmensas dificultades arrastraban hacia su refugio al animal de venenosas entrañas. Llegados a las murallas, tan enorme era el caballo que tuvieron que ensanchar las puertas para que pudiera entrar en la ciudad. Pero incluso esto fue hecho entre bailes y cánticos, mientras una alfombra de flores caían por donde iba a pasar el animal, y vertían miel y pera fumes por doquier.
Fue entonces cuando apareció Casandra, la hija de Príamo a la que los dioses le habían infligido la fortuna de leer el futuro y la desgracia de no ser creída nunca. Apareció hecha una furia, en medio de toda aquella fiesta, arrancándose el pelo y los vestidos y gritando: «Miserables, ¿qué es este caballo de desgracia que arrastráis como locos? Estáis corriendo hacia la más profunda de vuestras noches. Este animal está preñado de guerreros enemigos y los parirá por la noche, bajo la mirada afectuosa de Atenea, depredadora de la ciudad. Y un océano de sangre correrá por estas calles, arrastrándolo todo en una gran oleada de muerte. Ay, amada ciudad de mis ancestros, tú pronto serás ceniza ligera en el viento. Padre, madre, os lo suplico, recobrad la cordura y alejad el horror de todos nosotros. Destruid ese caballo, prendedle fuego, y entonces sí que podremos festejarlo, con cánticos y bailes. Solamente entonces nos entregaremos a la alegría por la libertad recobrada, la libertad que tanto amamos.»
Casandra gritaba. Pero nadie quiso escucharla. Y su padre, Príamo, con violencia la reprendió: «Profetisa de desgracias, ¿qué maligna divinidad te ha poseído esta vez? ¿Te molestaba nuestra alegría? ¿No podías soportar que celebráramos en paz este día de libertad, tan esperado? La guerra ha acabado, Casandra. Y este caballo no es una desgracia, sino un digno presente para Atenea, patraña de nuestra ciudad. Márchate. Vuélvete al palacio, ya no te necesitamos. Desde hoy, a la sombra de las murallas de Troya ya no tiene que existir el miedo, sino sólo la alegría, y la fiesta, y la libertad.» Así fue arrastrada Casandra hasta la oscuridad de palacio, por la fuerza. En sus ojos ya ardía Troya, en las altas llamaradas de la ruina.
Al caballo lo llevaron delante del templo de Atenea y lo depositaron sobre un alto pedestal. Alrededor, el pueblo se entregó a una alegría desenfrenada, abandonándose a la locura y olvidándose de toda precaución. En las puertas, ya sólo vigilaban unos pocos centinelas, prisioneros de una guerra que se creía terminada. Ya al final, en la rosácea luz de la puesta de sol, salió de palacio Helena de Argos, soberbiamente engalanada. Bajo los ojos admirados de los troyanos, atravesó la ciudad y llegó a los pies del descomunal caballo. Luego hizo algo raro. Dio tres vueltas a su alrededor, imitando las voces de las esposas de los héroes aqueos escondidos en su interior, y los fue llamando, suplicándoles que corrieran a sus brazos. Encerrados en la ciega oscuridad del vientre del caballo, los cinco aqueos sintieron que se les partía el corazón. Eran verdaderamente las voces de sus esposas, por increíble que pudiera parecer, eran sus voces y los estaban llamando. Era una dulce crueldad y todos sintieron que las lágrimas les subían a los ojos y que la angustia les llenaba el corazón. Y de repente, Anticlo
que era de ellos el más débil y el menos precavido, abrió ¡a boca para gritar. Ulises saltó encima de él y le presionó la boca con las manos, ambas manos, con fuerza. Anticlo empezó a forcejear, e intentó liberarse, desesperadamente. Pero Ulises, implacable, le presionaba las manos en la boca y no dejó de hacerlo hasta que Anticlo se estremeció, varias veces, con un último sobresalto, violento, y al final murió, ahogado.
A los pies del caballo, Helena de Argos echó una última mirada al mudo vientre del animal. Luego se dio la vuelta y regresó a palacio.
Toda la ciudad, entonces, se hundió en el sueño. Flautas y cítaras resbalaron de las manos y los últimos ladridos de los perros punteaban el silencio que es compañero de la paz.
En la noche inmóvil brilló una antorcha, para hacer la señal a la flota aquea. Un traidor la hizo brillar, alta en la oscuridad. Pero algunos dicen que fue Helena de Argos, ella misma, la traidora. Y mientras las naves aqueas regresaban a la playa y el ejército en silencio inundaba la llanura, del vientre del caballo salieron Ulises, Menelao, Dio-medes y Neoptólemo. Igual que leones se lanzaron sobre los centinelas en las puertas, haciendo que brotara la primera sangre de aquella noche terrible. Los primeros gritos ascendieron al cielo de Troya. Las madres se despertaban, sin comprender, estrechando a sus niños y emitiendo pequeños lamentos, como ligeras golondrinas. Los hombres se agitaban en el sueño, presagiando la desventura y soñando su propia muerte. Cuando el ejército aqueo cruzó las puertas, empezó la masacre. Viuda de sus guerreros, la ciudad empezó a vomitar cadáveres. Morían los hombres, sin tiempo de empuñar sus armas; morían las mujeres, sin tiempo siquiera de escapar; morían en sus brazos los niños, y en sus vientres las criaturas nonatas. Morían los ancianos, sin dignidad, mientras tendidos en el suelo levantaban los brazos pidiendo que no los mataran. Perros y aves enloquecían en su ebriedad, disputándose la sangre y la carne de los muertos.
En plena masacre corrieron Ulises y Menelao a buscar las habitaciones de Helena y Deífobo, querían recuperar aquello por lo que habían luchado tanto tiempo. A Deífobo lo sorprendieron cuando trataba de escapar. Con su espada, Menelao le atravesó el vientre: cayeron las entrañas por el suelo, y cayó Deífobo, olvidado de la guerra y los carros, para siempre. A Helena la encontraron en sus habitaciones. Siguió a su antiguo marido, temblorosa: en su alma llevaba consigo el alivio por el final de su desventura y la vergüenza por lo que había sido.
Ahora tendría que cantar sobre aquella noche. Tendría que cantar sobre Príamo, asesinado a los pies del altar de Zeus; y sobre el pequeño Astianacte, arrojado por Ulises desde lo alto de la muralla; y sobre el llanto de Andrómaca y la vergüenza de Hécuba, arrastrada como una esclava; y sobre el terror de Casandra, violada por Ayante de Oileo sobre el altar de Atenea. Tendría que cantar sobre ana estirpe que iba hacia el matadero, y sobre una ciudad hermosísima que se estaba convirtiendo en pira flameante y en muda tumba de sus hijos. Tendría que cantar sobre aquella noche, pero tan sólo soy un aedo; que lo hagan las Musas, sí son capaces de ello, porque sobre una noche de dolor como aquella yo no voy a cantar.
Así hablé. Luego me di cuenta de que aquel hombre, el hombre sin nombre, estaba llorando. Lloraba como una mujer, como una esposa agachada sobre el hombre al que ama y al que los enemigos acaban de matar; lloraba como una muchacha que hubiera sido capturada por un guerrero, esclava para siempre. De ello se dio cuenta Alcínoo, el rey, que estaba sentado junto a él, y me hizo una señal para que dejara de cantar. Luego se inclinó hacia el extranjero y le preguntó: «¿Por qué lloras, amigo, cuando escuchas la historia de Ilio? Fueron los dioses los que quisieron aquella noche de sangre y aquellos hombres murieron para que, después, pudieran ser cantados, eternamente. ¿Por qué te hace sufrir escuchar su historia? ¿Tal vez aquella noche murió tu padre, algún hermano?, ¿acaso en aquella guerra perdiste algún amigo? No te obstines en tu silencio y dime quién eres, y de dónde vienes, y quién es tu padre. Nadie viene a este mundo sin un nombre, por muy rico o muy miserable que sea. Dime tu nombre, extranjero.»