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Regresad a vuestras tiendas y llevad a los príncipes aqueos mi mensaje. Decidles que, para salvar las naves y el ejército, piensen en otra cosa: yo no puedo ayudarlos. Decidles que permanezco anclado en la ira.

Así hablé. Y todos permanecieron en silencio, turbados, y sorprendidos por mi rechazo.

Ya lo he dicho, entre ellos estaba también Fénix, el anciano Fénix. Había sido mi padre quien le había ordenado que viniera conmigo, al pie de las murallas de Troya. Yo era un muchacho, no sabía nada de guerras ni de asambleas…

Mi padre cogió a Fénix y le dijo que permaneciera cerca de mí, y que me enseñara todo lo necesario. Y él obedeció. Era como un segundo padre para mí. Y ahora me lo encontraba en el otro bando, con Ulises y Ayante, y aquello resultaba absurdo. Así que, antes de que se marchara con los otros a donde estaba Agamenón, le dije: «Quédate conmigo, Fénix, duerme en mi tienda, esta noche.» Le dije que, al día siguiente, podría partir conmigo. Le dije que no lo obligaba, pero que, si quería, podría partir conmigo y regresar así a nuestra tierra.

«Glorioso Aquiles», me respondió, «si de verdad piensas en el retorno, ¿cómo podría yo, hijo mío, permanecer aquí solo, sin ti? Durante años te he querido con todo mi corazón. He hecho de ti lo que eres. ¿Te acuerdas?, no querías ir con nadie más a las fiestas y ni siquiera comías, en casa, si no te ponía yo sobre mis rodillas y te daba de comer, cortándote la carne y sirviéndote el vino. Eras un niño. Caprichoso. ¿Cuántas veces me has ensuciado la túnica, escupiéndome el vino encima? Pero todas las penas y fatigas las viví con felicidad si era por ti, porque tú eras el hijo que nunca podré tener. Y hoy, si hay alguien que puede salvarme de la desgracia, ése eres tú. Doblega tu corazón altivo, Aquiles. No seas tan despiadado. Hasta los dioses se doblegan de vez en cuando, y sin embargo son mil veces más fuertes y grandes que tú. Y se dejan aplacar por las plegarias de los hombres, que para remediar sus propios errores les ofrecen súplicas, libaciones y presentes. Las plegarias son hijas de Zeus, son cojas, bizcas y arrugadas, pero se empeñan en seguir las huellas de nuestros errores para intentar ponerles remedio. Son hijas de Zeus, respétalas: si las rechazas, volverán donde está su padre y le pedirán que te persiga. Agamenón te ruega que abandones tu ira: hazle honor a esta plegaria. No dejes que te posea tu demonio.

Ven a defender las naves: ¿de qué servirá salvarlas luego, cuando estén en llamas?»

Fénix.

Mi buen, mi viejo Fénix.

No debes amar a Agamenón si no quieres hacer que yo, que te amo, te odie. No lloriquees para defenderlo. Ama a aquellos que yo amo y sé un rey junto a mí, y comparte conmigo mi honor. Deja que los otros regresen con los aqueos para llevar mi mensaje. Tú quédate aquí a dormir, y mañana ya decidiremos si regresar a casa con nuestras naves.

Fue entonces cuando Avante se volvió hacia Ulises, diciéndole: «Vámonos de aquí, no sacaremos nada de esta manera. El corazón de Aquiles es orgulloso y salvaje, y es incapaz de escuchar la amistad que le hemos ofrecido. Los aqueos esperan una respuesta nuestra: volvamos a llevársela, aunque sea una respuesta descabellada y cruel.»

Muy bien, eso es una buena idea, Ayante. Volved junto a Agamenón y decidle de mi parte que regresaré a la batalla cuando Héctor alcance mis naves, no las vuestras. Aquí, delante de mi tienda, lo detendré, pero no antes.

Se marcharon. Y yo podía imaginármelos, a los príncipes aqueos, reunidos aquella noche en torno a una hoguera, escuchando mi respuesta, pálidos. Podía verlos regresar, uno a uno, a su propia tienda, en silencio, esperando a la Aurora de luz rosada, y mendigando el regalo del sueño.

DIOMEDES, ULISES

Diomedes

Todos estábamos durmiendo, junto a nuestras naves, vencidos por el cansancio. Pero Agamenón no: él velaba. Seguía pensando, y cuanto más pensaba más le temblaba el corazón en el pecho. Miraba hacia la llanura de Troya, y lo que veía eran las hogueras de los tróvanos que ardían a centenares: estaban tan cerca que podías oír las voces de los soldados, y el sonido de las flautas y las zamponas.

Ulises

De manera que Agamenón se levantó, con la angustia en su corazón. Se vistió, se echó sobre los hombros una oscura piel de león, ancha, hasta los pies de larga; cogió una lanza y se fue a buscar a Néstor. Tal vez él tendría una idea de cómo salir de aquella trampa. Era el más anciano, el más sabio. Tal vez juntos encontrarían un plan para salvar a los aqueos, Fue a buscarlo. En la oscuridad -era de noche- encontró a su hermano, Menelao. Él tampoco lograba dormir. Iba dando tumbos por ahí, despavorido, pensando en el sufrimiento al que había condenado, él solo, a codos los aqueos. Iba por ahí armado, empuñando la lanza, el yelmo en la cabeza. Y una piel de pantera moteada sobre los hombros. Los dos hermanos se miraron.

Diomedes

«Pero ¿qué haces despierto, hermano, y armado, por si fuera poco?», preguntó Menelao. «¿Buscas a alguien para mandarlo al campamento de los troyanos, para espiar sus movimientos? No te será fácil encontrarlo…»

«Lo que busco es un plan para salvar a los aqueos», respondió Agamenón. «Lo que hoy ha hecho Héctor nunca se lo había visto hacer a un hombre. El daño que nos ha infligido no lo olvidaremos fácilmente. Temo que nuestros hombres no permanecerán largo tiempo siéndonos fieles si tienen que seguir sufriendo de esta manera. Escucha: corre a lo largo de las naves y ve a llamar a Ayante y a Idomeneo. Y allá por donde pases di a los hombres que permanezcan despiertos, y trátalos bien, no les hables con soberbia. Yo voy a ver a Néstor, le pediré que venga al puesto de guardia y que hable con los soldados; de él se fiarán.»

Ulises

Menelao se alejó corriendo y Agamenón se fue a la tienda de Néstor. Lo encontró echado sobre un mullido lecho. A su lado tenía las armas, el escudo, las dos lanzas, el yelmo resplandeciente. Y también aquel cinturón variopinto, que siempre se ponía cuando entraba en combate, guiando a sus hombres. Porque era anciano, pero no se había dejado doblegar por la vejez. Y todavía combatía. «¿Quién anda ahí, en la oscuridad?», dijo Néstor levantando la cabeza. «No te acerques y dime quién eres.»

«Soy Agamenón, Néstor. Estoy aquí, caminando en la noche, porque sobre mis ojos no desciende el suave sueño, me atormentan el pensamiento de la guerra y los sufrimientos de los aqueos. Siento miedo por nosotros, Néstor. El corazón se me sale del pecho y las piernas me tiemblan. ¿Por qué no vienes conmigo al puesto de guardia? Vayamos a verificar que vigilan como es debido: el enemigo está muy cerca y podría atacarnos de nuevo, esta noche.»

«Agamenón…, glorioso hijo de Atreo, señor de pueblos…, ¿por qué tienes miedo?», le respondió el anciano. «Héctor no puede vencer siempre y, es más, yo te digo que recibirá un sufrimiento bastante mayor del que hoy nos ha infligido: tan sólo tenemos que esperar a que Aquiles regrese al campo de batalla… Ven, vayamos al puesto de guardia. Despertemos también a los demás: Diomedes, Ulises, Ayante…» Se envolvió en un manto purpúreo, ancho y pesado, de una lana tupida, y cogió la lanza. Se marcharon de allí juntos, a buscar a los demás. Llegaron en primer lugar a donde yo estaba.

«¡Alto!, ¿quién anda ahí, en la oscuridad? ¿Qué buscáis?»

«No tengas miedo, Ulises. Soy Néstor, y conmigo está Agamenón. Levántate y ven con nosotros. Tenemos que reunimos en consejo y decidir si huimos o si seguimos combatiendo.»

Diomedes

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