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Desde lejos lo oyó Menelao. «Es la voz de Ulises.» Al punto cogió a Ayante, que estaba cerca, y le dijo: «Esa es la voz de Ulises, que pide ayuda. Venga, vamos: entremos en la multitud y vayamos a salvarlo.» Lo encontraron luchando como un león zaherido por mil chacales, manteniendo alejada a la muerte con su lanza. Ayante corrió a su lado y levantó su escudo en alto, para protegerlo. Y mientras tanto Menelao se le acercó y, cogiéndolo de la mano, se lo llevó de allí, hacia los carros y los caballos que los pondrían a salvo. Permaneció luchando Ayante, creando un gran desconcierto entre los troyanos. Mató a Doriclo y luego hirió a Pándoco, y también a Lisandro y Píraso y Pilartes: parecía un río desbordado, descendiendo de las montañas para inundar la llanura arrastrando consigo encinas y pinos, y barro, hasta el mar. Desde lejos, se veía su inmenso escudo agitándose en medio de la batalla. Y desde lejos lo vio Héctor, que estaba luchando en el flanco izquierdo de los aqueos, a orillas del Escamandro. Lo vio y entonces hizo que el auriga fustigara a los caballos, y se encaminó directo hacia él. El carro corría como una flecha en medio de la batalla, pisoteando cadáveres y escudos; la sangre salpicaba, bajo las ruedas y los cascos, a ambos lados del carro y por doquier, a su alrededor. Ayante lo vio llegar y tuvo miedo. Atónito, se echó el enorme escudo de siete pieles a la espalda, y empezó a retroceder. Miraba a su alrededor igual que un animal acorralado. Retrocedía, pero lo hacía con lentitud, dándose la vuelta continuamente, ora deteniéndose para responder a los golpes de los troyanos, ora huyendo de nuevo, pero para detenerse otra vez, revolverse y luchar, mientras las lanzas del enemigo arreciaban sobre él, hambrientas de carne, yendo a clavarse en el escudo o la tierra de su alrededor: él solo contra todos, como un león obligado a huir de su presa, como un asno tozudo bajo los golpes de los niños.

Y Aquiles me llamó.

Estaba de pie, en la popa de la nave, y desde allí miraba aquella batalla atroz, aquella dolorosa derrota. Había visto volar como un rayo el carro de Néstor, y encima del carro a alguien, herido, que le había parecido que era Macaón. Macaón valía más que cien nombres juntos, sólo él sabía cómo sacar las flechas de la carne y curar las heridas con fármacos que mitigaban el mal. De manera que Aquiles me dijo: «Ve corriendo a la tienda de Néstor, ve a ver si era Macaón de verdad, y si todavía está vivo, y si morirá.»

Y yo fui. Corría bordeando las naves, veloz, a la orilla del mar. ¿Quién podría imaginarse que había empezado a morir?

Llegué a ¡a tienda de Néstor. Él se levantó de su espléndido asiento y me invitó a entrar. Pero yo no quise, Aquiles me esperaba con una respuesta, quería noticias sobre Macaón. «¿Desde cuándo Aquiles siente piedad por los aqueos que yacen heridos?», dijo Néstor. «Tal vez no sabe que las tiendas rebosan de ellos, en esta jornada de derrota. Diomedes, Ulises, Agamenón, todos están heridos. Eurípilo, herido por una flecha en un muslo. Y a Macaón, él también atravesado por una flecha, acabo de sacarlo del campo de batalla. Pero a Aquiles no le importa nada todo esto, ¿verdad? Tal vez espera, para sentir piedad, a que ardan las naves, a la orilla del mar, y a que todos nosotros caigamos muertos, uno a uno…, entonces llorará mucho… Amigo, ¿recuerdas lo que te dijo tu padre, cuando partisteis Aquiles y tú para esta guerra? Te dijo: "Hijo mío, Aquiles te supera en linaje, pero es tan sólo un muchacho y tú eres mayor que él. Hazle de guía, te escuchará. Aunque sea mucho más fuerte que tú, dale sabios consejos, él te escuchará." ¿Te acuerdas de ello? Se diría que no. En fin, recuérdaselo a Aquiles, si es verdad que te escucha de esa forma. Y si sigue obstinado en su ira, entonces escúchame, muchacho: dile que te dé sus bellísimas armas, colócatelas y desciende al campo de batalla al frente de sus guerreros mirmidones. Los troyanos te tomarán por él y, aterrorizados, abandonarán la lucha. Durante un tiempo nosotros tendremos un respiro: a veces, en la batalla basta con muy poco para retomar la fuerza y el coraje. Sus armas, Patroclo, haz que te dé sus armas.»

Yo me fui corriendo. Tenía que regresar junto a Aquiles. Así que salí corriendo. Recuerdo que antes de llegar a su lado, mientras pasaba por delante de la tienda de Ulises, oí una voz que me llamaba. Me di la vuelta y vi a Eurípi-Io, que se arrastraba lejos de la batalla, con una flecha clavada en el muslo, con la negra sangre mojándole la pierna, y con la cabeza y los hombros chorreantes de sudor. Oí su voz que decía: «Ya no hay salvación para nosotros.» Y luego, en voz baja: «Sálvame, Patroclo.»

Y yo lo salvé. Yo los salvé a todos, con mi coraje y mi locura.

SARPEDÓN, AYANTE DE TELAMÓN, HÉCTOR

Sarpedón

Ahí estaba aquella fosa, que rodeaba todo el muro que los aqueos habían construido para defender sus naves. Héctor nos gritaba que la franqueáramos, pero los caballos no hacían caso alguno, clavaban los cascos en el suelo y relinchaban, estaban aterrorizados. Los bordes eran empinados y los aqueos habían clavado agudas estacas en las orillas. Pensar en atravesar aquello, con nuestros carros, era una locura. Polidamante se lo dijo a Héctor, le dijo que bajar hasta allí era demasiado arriesgado, ¿y si los aqueos contraatacaban?, nos encontraríamos justo en medio de la fosa, en una trampa, y aquello sería una carnicería. Lo único factible era bajar de los carros, dejarlos antes de la fosa y atacar a pie. Héctor le dio la razón. Descendió él mismo del carro y les dijo a ¡os demás que obraran de igual modo. Nos desplegamos en cinco grupos. Héctor mandaba el primero. París, el segundo. Heleno, el tercero. Eneas, el cuarto. El quinto era el mío. Estábamos preparados para atacar, pero la verdad es que algo nos retenía todavía allí, al borde de la fosa, vacilantes. Y fue precisamente en ese momento cuando apareció en el cielo un águila. Volaba alta por encima de nosotros, y sujetaba entre sus garras una enorme serpiente, sangrante pero viva todavía. Y en un momento dado la serpiente se revolvió y mordió al águila en el pecho, justo cerca del cuello; y ella, traspasada por el dolor, soltó la presa, casi la arrojó, exactamente en medio de todos nosotros, y se fue de allí volando entre gritos agudos y horribles. Vimos caer aquella serpiente, manchada, y luego la vimos por el suelo, entre nosotros: y todos nos estremecimos. Polidamante corrió hacia Héctor y le dijo: «¿Has visto el águila? Justo cuando estábamos a punto de bajar a la fosa ha volado sobre nosotros. ¿La has visto? Ha tenido que soltar su presa, no ha conseguido llevarla hasta su nido, a sus crías. ¿Sabes qué es lo que nos diría un adivino, Héctor? Que nosotros también pensamos que estamos a punto de atrapar a nuestra presa, pero que se nos escapará. A lo mejor conseguiremos llegar hasta ¡as naves, pero no lograremos conquistarlas y, en ese momento, una vez superada la fosa, una retirada se puede convertir en una masacre.» Héctor lo miró furibundo. «Polidamante, o tú estás bromeando o es que tal vez has enloquecido. Creo en la voz de Zeus, no en el vuelo de las aves. Y esa voz me ha prometido la victoria. Aves… El único presagio en el que creo es en luchar por nuestra patria. Tú tienes miedo, Polidamante. Pero no tienes por qué preocuparte: aunque todos muriéramos al pie de aquel muro, tú no corres peligro alguno, porque no vas a llegar hasta allí, siendo tan cobarde como eres.» Y luego echó a andar, hacia la fosa, llevándonos a todos tras él.

Ayante

Se levantó una tempestad de viento que daba miedo. Había polvo por todas partes, que ascendía hasta los puentes de las naves. Los tróvanos atravesaron la fosa y arremetieron contra nuestro muro. Arrancaban las almenas de las torres, abatían los parapetos, intentaban hacer saltar las pilastras que sostenían todo aquello. Nosotros estábamos arriba de todo, protegiéndonos detrás de los escudos de cuero, y atacando siempre que podíamos. Volaban las piedras, por todas partes, como copos de nieve en una tempestad de invierno. Podíamos haberlo logrado: el muro resistía bien, pero entonces llegó Sarpedón. Con el enorme escudo de bronce y oro, sosteniéndolo delante, y empuñando dos lanzas: se nos echó encima igual que un león hambriento.

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