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Fue entonces cuando aquella mujer rozó mi velo y me habló. Era una vieja hilandera. Había venido conmigo desde Esparta, donde me cosía espléndidos vestidos. Me quería, y yo tenia miedo de ella. Ese día, allí arriba, en el torreón de las puertas Esceas, se acercó y me dijo en voz baja: «Ven. París te espera en su lecho, se ha puesto los vestidos más hermosos; más que de un duelo, parece haber vuelto de una fiesta.» Yo me quedé desconcertada. «Desgraciada», le dije, «¿por qué quieres tentarme? Serías capaz de llevarme al fin del mundo si allí hubiera un hombre que te fuera grato. Ahora, porque Menelao ha vencido a Paris, y quiere llevarme de regreso a casa, vienes hasta mí para tramar engaños… Vete tú a donde está Paris, ¿por qué no te casas con él o, mejor todavía, te conviertes en su esclava? Yo no iré, sería indigno. Todas las mujeres de Troya se avergonzarían de mí. Déjame que me quede aquí, con mi dolor.» Entonces la vieja mujer me miró enfurecida. «Óyeme bien», me dijo, «y no hagas que me enoje. Podría abandonarte aquí, lo sabes, y sembrar el odio por todas partes, hasta que perecieras de mala muerte.» Me daba miedo, ya lo he dicho. Los viejos, a menudo, dan miedo. Me sujeté sobre la cabeza el velo de blancura resplandeciente y la seguí. Estaban todos mirando abajo, hacía la planicie. Nadie me vio. Fui a las habitaciones de Paris y allí lo encontré. Una mujer que lo apreciaba lo había hecho entrar en Troya, por una puerca secreta, y lo había salvado. La vieja cogió un asiento y lo puso delante mismo de él. Luego me dijo que me sentara. Lo hice. No lograba mirarlo a los ojos. Pero le dije: «Conque has huido de la batalla… Me gustaría que hubieras muerto allí, derrotado por ese magnífico guerrero que fue mi primer esposo. Y tú, que te jactabas de ser más fuerte que él… Tendrías que volver allí, y desafiarlo de nuevo, pero sabes perfectamente que sería tu fin.» Y recuerdo que París, entonces, me pidió que no le hiriera con mis crueles ofensas. Me dijo que Menelao ese día había vencido porque los dioses se habían puesto de su parte, pero que quizá la próxima vez sería él quien venciera, porque él también tenía dioses amigos. Y luego me dijo: ven aquí, hagamos el amor. Me preguntó si recordaba la primera vez que lo hicimos, en la isla de Cránae, precisamente el día después de haberme raptado. Y me dijo: ni siquiera ese día te deseé tanto como ahora te deseo. Luego se levantó y se fue hacia el lecho. Y yo lo seguí.

Él era el hombre al que, en aquel momento, estaban buscando todos en la llanura. Era el hombre al que nadie, ni aqueos ni troyanos, habrían ayudado o escondido, aquel día. Era el hombre al que todos odiaban, como se odia a la negra diosa de la muerte.

PÁNDARO, ENEAS

Mi nombre es Pándaro. MÍ ciudad, Zelea. Cuando partí para defender Troya, mi padre, Licaón, me dijo: «Coge carro y caballos para dirigir a nuestras gentes en la batalla.» En nuestro espléndido palacio teníamos once carros, nuevos, hermosísimos, y para cada carro dos caballos alimentados con cebada blanca y escanda. Pero yo no los cogí, no escuché a mi padre y me fui a la guerra sólo con arco y flechas. Los carros eran demasiado hermosos para acabar en una batalla. Y los animales, lo sabía, sólo sufrirían hambre y fatiga. Por ello no me vi con ánimos para llevármelos conmigo. Partí con arco y flechas. Ahora, si pudiera volver atrás, con mis manos rompería ese arco, y lo echaría al fuego para que ardiera. Inútilmente lo he llevado conmigo, y triste ha sido mi destino.

Acababa Paris de desaparecer en la nada, y los ejércitos se miraban enmudecidos, para saber qué tenían que hacer. ¿El duelo había terminado? ¿Había vencido Menelao o regresaría Paris para combatir? Fue en ese momento cuando se me acercó Laódoco, el hijo de Anténor, y me dijo: «Eh, tú, Pándaro. ¿Por qué no coges una de tus flechas y disparas a Menelao, a traición, ahora? Está allí en medio, indefenso. Podrías matarlo, tú eres capaz. Te convertirías en el héroe de todos los troyanos y Paris, supongo, te cubriría de oro. ¿Lo pensarás?» Yo lo pensé. Imaginé mi flecha volar y acertar. Y vi que aquella guerra terminaba. Esa es una pregunta en la que uno podría pensar durante mil años sin encontrar nunca la respuesta: ¿es lícito hacer algo infame si así se puede detener una guerra? ¿Es perdonable la traición si se traiciona por una causa justa? Allí, en medio de mi gente armada, ni siquiera tuve tiempo para pensármelo. La gloria me atraía. Y la mera idea de cambiar la historia con un simple gesto exacto. De modo que aferré mi arco. Estaba hecho con los cuernos de una cabra montes, un animal al que yo mismo había cazado: lo había derribado acertándole bajo el esternón, mientras saltaba de una peña. Y con su cornamenta, de dieciséis palmos de largo, había hecho que me fabricaran mi arco. Lo apoyé en el suelo y lo doblé para enganchar la cuerda, hecha con nervio de buey, en la anilla de oro que estaba colocada en un extremo. Mis compañeros, a mi alrededor, debieron de entender lo que tenía en mente, porque levantaron los escudos para ocultarme y protegerme. Abrí la aljaba y de ella saqué una flecha nueva y veloz. Durante un instante dirigí mi plegaria a Apolo, el dios que nos protege a nosotros, los arqueros. Luego pinté a la vez la flecha y la cuerda de nervio y tiré de ellas hasta que la mano derecha me llegó al pecho y la punta de la flecha se detuvo sobre el arco. Con fuerza curvé el cuerno de cabra montes y tensé el nervio de buey hasta que los convertí en un círculo.

Luego, solté.

La cuerda silbó y la flecha de aguda punta voló alta, sobre los guerreros, veloz. Acertó a Menelao justo donde las hebillas de oro sujetan la coraza en el cinturón. La punta penetró a través de los ceñidores, cortó la tira de cuero que protege el abdomen y, al final, llegó a la carne de Menelao. Empezó a gotearle sangre por los muslos, a lo largo de las piernas, hasta los hermosos tobillos. Menelao se estremeció al ver su sangre negra, y también su hermano Agamenón, que enseguida corrió a su lado. Lo cogió por la mano y se puso a llorar. «Hermano mío», decía, «¿te habré mandado a la muerte sellando con los troyanos un pacto estúpido y dejándote combatir, indefenso y solo, ante nuestros ojos? Ahora los troyanos, a pesar de que habían hecho un juramento, te han disparado, pisoteando nuestros pactos…» Agamenón lloraba. Decía: «Menelao, si tú mueres, yo moriré de dolor. Ningún aqueo seguirá quedándose aquí para luchar; dejaremos a Príamo tu esposa Helena y yo me veré obligado a regresar a Argos cubierto de vergüenza. Tus huesos se pudrirán aquí, al pie de las murallas de Troya, y los soberbios troyanos los pisotearán diciendo: "¿Dónde está Agamenón, ese gran héroe, que trajo hasta aquí al ejército aqueo pata marcharse luego a casa con las naves vacías, dejando en el campo de batalla a su hermano…?" Menelao, no te mueras: si tú mueres, la tierra se abrirá bajo mis pies.»

«No tengas miedo, Agamenón», le dijo entonces Menelao, «y no asustes a los aqueos. Mira, la punta de la flecha no está toda dentro de la carne, todavía asoma por la piel. Primero la coraza y luego el cinturón la frenaron. Es sólo una herida…»

«Oh, que así sea», dijo Agamenón. Luego ordenó que llamaran a Macaón, hijo de Asclepio, que tenía fama como médico. Los heraldos lo encontraron en medio del ejercito, entre los suyos, y lo llevaron donde el rubio Menelao yacía herido. A su alrededor estaban todos los mejores guerreros aqueos. Macaón se agachó sobre Menelao. Arrancó la flecha de la carne, observó la herida. Luego succionó la sangre y hábilmente aplicó los dulces fármacos que tiempo arras el centauro Quirón, con ánimo amistoso, le había regalado a su padre.

Todavía estaban todos alrededor de Menelao cuando nosotros, los troyanos, empezamos a avanzar. Todos habíamos cogido las armas de nuevo, y en nuestro corazón teníamos únicamente el deseo de presentar batalla. En aquel momento oímos a Agamenón gritando a los suyos: «Argi-vos, recuperad el coraje y la fuerza. Zeus no ayuda a los traidores y esos a los que habéis visto violar los pactos acabarán siendo devorados por los buitres, mientras que nosotros nos llevaremos de aquí a sus esposas y a sus hijos en nuestras naves, después de haber conquistado su ciudad.» Ya no era el Agamenón indeciso y dubitativo que conocíamos. Aquéi era un hombre que quería la gloria de la batalla.

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