HELENA
Como una esclava, aquel día yo estaba en silencio, en mis habitaciones, obligada a tejer sobre una tela del color de la sangre las empresas de los troyanos y de los aqueos en aquella dolorosa guerra que se libraba por mí. De pronto vi a Laódica, la más bella de las hijas de Príamo, entrar y gritarme: «Corre, Helena, ven a ver lo que ocurre ahí abajo. Troyanos y aqueos… estaban todos en la llanura, y estaban a punto de enfrentarse, ávidos de sangre, y ahora están en silencio, los unos frente a los otros, con los escudos apoyados en el suelo y las lanzas clavadas en tierra… Se dice que han cesado las hostilidades, y que Paris y Menelao lucharán por ti: tú serás el premio del vencedor.»
La escuché, y de repente me entraron ganas de llorar, porque grande era, en mí, la nostalgia por el hombre con el que me había casado, y por mi familia, y por mí patria. Me cubrí con un velo de blancura resplandeciente y corrí hacia las murallas, todavía con lágrimas en los ojos. Cuando llegué al torreón de las puertas Esceas vi a los ancianos de Troya, reunidos allí para mirar lo que ocurría en la llanura. Eran demasiado viejos para luchar, pero les gustaba hablar y en eso eran maestros. Como cigarras posadas en un árbol, no dejaban de hacer oír su voz. Pude escucharles murmurar, cuando me vieron: «No es de extrañar que los tróvanos y los aqueos se maten por esa mujer, ¿no os parece una diosa? Que las naves se la lleven de aquí, a ella y a su belleza, o nunca se acabarán nuestras desgracias y las de nuestros hijos.» Eso es lo que decían, pero sin atreverse a mirarme. El único que se atrevió a hacerlo fue Príamo. «Ven aquí, hija», me dijo, en voz alta. «Siéntate junto a mí. Tú no tienes la culpa de nada de esto. Son los dioses los que me echaron encima esta desventura. Ven, desde aquí podrás ver a tu marido, y a tus parientes, a los amigos… Dime, ¿quién es ese hombre imponente, ese guerrero aqueo tan noble y grande? Otros son más altos que él, pero nunca vi a ninguno tan hermoso, tan majestuoso: tiene el aspecto de un rey." Entonces fui a su lado y respondí: «Te respeto y te temo, Príamo, padre de mi nuevo esposo. Oh, ojalá hubiera tenido el valor para morir antes que seguir a tu hijo hasta aquí y abandonar mi lecho conyugal, y a mi hija, todavía tan niña, y a mis amadas compañeras…, pero eso no fue así y ahora yo me consumo en el llanto. Pero tú quieres saber quién es ese guerrero… Es el hijo de Atreo, Agamenón, rey poderosísimo y fuerte guerrero: hubo un tiempo, si es que ese tiempo existió, en que era cuñado de esta mujer indigna que ahora te está hablando.» Príamo seguía mirando abajo, a los guerreros. «Y ese hombre», me preguntó, «¿quién es? Es más bajo que Agamenón, pero tiene el pecho y los hombros más anchos. ¿Lo ves? Pasa revista entre las filas de los hombres y parece un carnero de espeso pelaje que se pasea entre los rebaños de ovejas blancas.» «Ese es Ulises», respondí, «hijo de Laertes, crecido en Ítaca, la isla de piedra, y ramoso por su astucia y su inteligencia.» «Es verdad», dijo Príamo. «Lo conocí. Un día vino aquí en embajada, junto a
Menelao, para discutir sobre tu suerte. Lo acogí en mi casa. Me acuerdo de que Menelao hablaba velozmente, con pocas palabras, muy claras. Hablaba bien, pero era joven… En cambio Ulises…, cuando le tocaba hablar a él se quedaba inmóvil, mirando al suelo, como si no supiera qué decir: parecía dominado por la cólera o completamente loco; pero cuando por fin empezaba a hablar le salía una voz tan grave…, las palabras parecían copos de nieve en invierno…, y entonces ningún hombre se habría atrevido a desafiarlo, hija mía, y no importaba que fuera más pequeño que Menelao o que Agamenón…» Luego Príamo distinguió a Ayante entre los guerreros y me preguntó: «¿Y ése quién es, tan grande y fuerte que supera a todos los demás aqueos?» Y yo le respondí y le hablé de Ayante, y después de Idomeneo, y luego de todos los príncipes aqueos. En ese momento podía reconocerlos a todos, a los aqueos de brillantes ojos; uno a uno habría podido ir explicándole a aquel anciano que quería saber por mí quiénes eran sus enemigos. Pero en ese momento llegó Ideo, el heraldo. Se acercó a Príamo y le dijo: «Levántate, hijo de Laomedonte. Los caudillos de los teucros, domadores de caballos, y de los aqueos de corazas de bronce te invitan a bajar hasta la llanura para que sanciones un nuevo pacto entre los dos ejércitos. Paris y Menelao con sus largas lanzas se batirán por Helena. Todos los demás sellarán un pacto de amistad y de paz.» Príamo lo escuchó atentamente. Y se estremeció. Pero luego ordenó que se preparara a los caballos y, cuando todo estuvo dispuesto, se subió al carro veloz, junto a Anténor, y salió al galope por las puertas Esceas. Atravesaron la llanura y cuando alcanzaron los ejércitos se pararon justamente en el medio, entre troyanos y aqueos. Vi cómo se levantaba Agamenón, y con él, Ulises. Los heraldos llevaron los animales para los sacrificios con los que se sellarían los pactos. Mezclaron vino en la gran copa y vertieron agua sobre las manos de los reyes. Luego, Agamenón elevó sus manos al cielo e imploró a Zeus en nombre de todos. «Padre Zeus, sumo y glorioso, y tú, Sol, que todo lo ves y todo lo oyes: Ríos, Tierra y vosotros, que bajo el suelo castigáis a los traidores, sed testigos y guardianes de nuestros pactos. Sí Paris mata a Menelao, se quedará con Helena y con todos sus bienes, y nosotros nos marcharemos para siempre en las naves que surcan el mar. Si, por el contrario, es Menelao quien mata a Paris, los toyanos nos entregarán a Helena con todos sus bienes, y pagarán a los argivos un precio tan elevado que será recordado durante generaciones y generaciones. Y si Príamo y sus hijos no quieren pagar, yo me batiré para conseguir esa compensación, y aquí permaneceré, hasta que esta guerra termine.» Así rogó, y luego con un certero golpe degolló a los corderos y fue dejándolos en el suelo, palpitantes, agonizantes. Todos los príncipes bebieron de la gran copa de vino, y todos rezaron a sus dioses. Y decían entre ellos: «¡Si alguien se atreve a violar esos pactos, que Zeus vierta su cerebro y el de sus hijos como nosotros vertemos este vino!» Cuando todo fue cumplimentado, Príamo, el viejo rey, el viejo padre, subió al carro, al lado de Anténor, y les dijo a los troyanos y a los aqueos: «Dejadme regresar a mi ciudad, surcada por los vientos. Porque no tengo ánimo para ver a mi hijo Paris batiéndose, aquí, con el feroz Menelao.» Azuzó a los caballos, él mismo, y se marchó de allí.
Después vino el duelo. Héctor y Ulises dibujaron en el suelo el campo en el que los duelistas iban a combatir. En un yelmo metieron luego las fichas de la suerte y, tras haberlas agitado, Ulises, sin mirar, extrajo el nombre del que tendría que arrojar en primer lugar la lanza mortal. Y la suerte escogió a Paris. Los guerreros se sentaron alrededor. Vi a Paris, mi nuevo esposo, colocándose las armas: primero las hermosas espinilleras, atadas con hebillas de plata; luego la coraza, sobre el pecho; y la espada de bronce, tachonada de plata, y el escudo, grande y pesado. Se puso en la cabeza el espléndido yelmo: el largo penacho ondeaba al viento y daba miedo. Al final, aferró la lanza y la blandió. Frente a él, Menelao, mi primer esposo, acabó de colocarse las armas. Bajo los ojos de íos dos ejércitos avanzaron el uno hacia el otro, mirándose con ferocidad. Luego se detuvieron. Y el duelo empezó. Vi a Paris arrojar su larga lanza. Con violencia se clavó en el escudo de Menelao, pero el bronce no se partió, y la lanza se rompió y cayó al suelo. Entonces Menelao a su vez levantó la lanza y la arrojó con enorme fuerza contra Paris. Acertó de lleno en el escudo y la punta mortal lo partió, y fue a clavarse en la coraza, dándole a Paris de refilón, en el costado. Menelao sacó la espada y se lanzó hacia él. Lo golpeó con violencia sobre el yelmo, pero la espada se rompió en pedazos. Despotricó contra los dioses y luego, de un salto, aferró a Paris por la cabeza, estrujando entre sus manos el espléndido yelmo empenachado. Y empezó a arrastrarlo de aquella forma, hacia los aqueos. Paris caído, en la polvareda, y él estrujándole el yelmo en un abrazo mortal y arrastrándolo por ahí. Hasta que la correa de cuero que sujetaba el yelmo bajo el mentón se rompió, y Menelao se encontró con el yelmo en la mano, vacío. Lo levantó al cielo, se volvió hacia los aqueos y, volteándolo en el aire, lo lanzó en medio de los guerreros. Cuando se volvió de nuevo hacia Paris, para acabar con él, se dio cuenta de que había huido y desaparecido entre las filas de los troyanos.