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Pero Héctor respondió: «Yo también sé todo esto, mujer. Pero la vergüenza que sentiría al mantenerme lejos del campo de batalla sería demasiado grande. He crecido aprendiendo a ser siempre fuerte, y a librar todas las batallas en primera fila, para gloria de mi padre y de la mía. ¿Cómo podría mi corazón, ahora, dejarme escapar? Sé muy bien que llegará el día en que perecerá la sagrada ciudad de Troya, y con ella Príamo y la gente de Príamo. Y sí me imagino ese día no es el dolor de los troyanos lo que me imagino, ni el de mi padre, de mi madre, o de mis hermanos, caídos en el polvo al ser muertos por el enemigo. Cuando yo me imagino ese día, te veo a ti: veo a un guerrero aqueo que te coge y que te arrastra envuelta en lágrimas, te veo como esclava, en Argos, mientras tejes los vestidos de otra mujer y para ella vas a buscar agua a la fuente; te veo llorar, y oigo la voz de los que dicen al mirarte "Mira, ésa es la esposa de Héctor, el más fuerte de todos los guerreros troyanos". Ojalá muera yo antes de saberte esclava. Que pueda estar bajo tierra antes que oír tus gritos.»

Así habló el glorioso Héctor, y luego vino hacia mí. Yo tenía a su hijo en mis brazos, ¿comprendéis? Y él se acercó e hizo ademán de cogerlo entre sus manos. Pero el niño se estrechó contra mi pecho, rompiendo a llorar. Se había asustado al ver a su padre, lo asustaban aquellas armas de bronce, y el penacho sobre el yelmo. Lo veía ondeando, temiblemente, y por eso rompió a llorar. Y me acuerdo de que Héctor y Andrómaca se miraron y sonrieron. Luego él se quitó el yelmo y lo dejó en el suelo. Entonces el niño se dejó coger, y él lo estrechó entre sus brazos. Y lo besó. Y elevándolo hacia lo alto dijo: «Zeus, y vosotros, divinidades celestes, haced que este hijo mío sea como yo, el más fuerte entre los troyanos y señor de Ilio. Haced que la gente, cuando lo vea regresar del campo de batalla, diga: "Es más fuerte incluso que su padre." Haced que algún día regrese portando los restos ensangrentados del enemigo, y haced que su madre esté allí, ese día, disfrutando en su corazón.» Y mientras decía estas palabras dejó al niño en brazos de Andrómaca. Y me acuerdo de que ella sonreía y lloraba, estrechando aí niño en su regazo. Lloraba y sonreía: y al mirarla Héctor se apiadó de ella, y la acarició, y le dijo: «No sientas demasiada aflicción en tu pecho. Nadie logrará matarme si así no lo quiere el destino; y si el destino lo quiere, entonces piensa que ningún hombre, desde el mismo momento en que nace, puede escapar a su destino. Por muy cobarde o valiente que sea. Nadie. Ahora vuelve a casa y retoma tus labores, en la rueca y el telar, con las siervas. Deja que de la guerra nos ocupemos los hombres, todos los hombres de Ilio, y yo más que cualquier otro hombre de Ilio.» Luego se agachó y recogió el yelmo del suelo, el yelmo de penacho ondulante. Nosotras regresamos a casa. Mientras caminábamos, Andrómaca lloraba y se iba volviendo hacia atrás. Cuando las siervas la vieron llegar, en todas ellas suscitó una gran tristeza. Todas se echaron a llorar. Lloraban por Héctor; lloraban en su casa y lloraban por él cuando todavía estaba vivo. Porque ninguna de ellas pensaba en su corazón que regresaría vivo del campo de batalla.

NÉSTOR

Vimos a Héctor salir por las puertas Esceas, corriendo. Pensábamos que había vuelto para luchar, pero la verdad es que hizo algo extraño. Corría por delante de la primera fila de los suyos, manteniendo la lanza bajada, para ordenarles que se detuvieran. Entonces también Agamenón nos dio órdenes a nosotros, los aqueos, para que bajáramos las armas. Los dos ejércitos se encontraron frente a frente, de repente, en silencio, casi inmóviles: parecía el mar cuando sopla el primer viento, y apenas se riza. En medio de ese mar se situó Héctor, y en voz alta habló:

«Escuchadme, troyanos, y vosotros, aqueos: voy a deciros lo que anida en mi corazón. Los dioses nos engañan con sus promesas, pero luego lo único que hacen es condenarnos a sufrimientos y desgracias. Y todo seguirá igual hasta que Troya venza o sea conquistada. Y por ello yo os digo: si hay algún príncipe aqueo que tenga el valor de luchar en un duelo contra mí, lo desafío. Hoy quiero ir a! encuentro de mi destino.» Los ejércitos permanecieron en silencio. Nosotros, los príncipes aqueos, nos miramos a los ojos: se veía que teníamos miedo de aceptar el desafío, pero nos avergonzaba rechazarlo. Al final, se escuchó la voz de Menelao, furibunda.

«Pero, bueno, ¿qué sois, aqueos, unas mujercitas?, ¿no pensáis en la vergüenza si nadie de nosotros acepta el desafío? Desgraciados, hombres sin audacia y sin gloria, yo lucharé, por vosotros, y ya decidirán los dioses a quién corresponde la victoria.» Y cogió las armas y avanzó. Sabíamos que no tenía esperanzas, que Héctor era demasiado fuerte para él. Así que lo detuvimos. Agamenón, su hermano, lo cogió por la mano y le habló en voz baja, con dulzura. «Menelao, no cometas esta locura. No te enfrentes en un duelo con un hombre que es más fuerte que tú. Hasta Aquiles teme enfrentarse a Héctor, ¿y quieres hacerlo tú? Detente, deja que enviemos a otro.» Menelao sabía en lo más profundo de su corazón que Agamenón no mentía. Lo escuchó con atención y obedeció: dejó que los escuderos le sacaran las armas de los hombros. Entonces yo miré a todos los demás y les dije: «¡Ay de mí, qué dolor aflige al pueblo aqueo! Cuántas lágrimas derramarían nuestros padres si supieran que frente a Héctor temblamos todos. Ay, ojalá fuera joven todavía, y fuerte, yo no tendría miedo, os lo juro, y contra mí tendría que batirse Héctor. Vosotros tenéis miedo, yo no lo tendría.» Entonces nueve se adelantaron: en primer lugar, Agamenón, y luego Diomedes, los dos Ayantes, Idomeneo, Meríones, Eurípilo, Toante y, finalmente, Ulises. Ahora todos querían combatir. «La suerte lo decidirá», dije. Y dentro del yeimo de Agamenón hice que pusieran nueve fichas, cada una con el símbolo de uno de ellos. Removí el yelmo y extraje una. Miré el símbolo. Luego fui hacia Ayante de Telamón, el único de nosotros que tenía alguna esperanza enfrentándose contra Héctor, y se la d¡. El la miró. Comprendió. Y tirándola al suelo, dijo: «Amigos, mía es la suerte, mía es la fortuna, y mi corazón sonríe, porque aplastaré al glorioso Héctor. Dadme mis armas y rezad por mí.»

Se vistió con el bronce cegador. Y cuando estuvo preparado fue al encuentro de Héctor, a grandes pasos, terrible, agitando la lanza en alto, sobre su cabeza, con una feroz expresión en su rostro. Al verlo, los troyanos temblaron, todos, y sé que hasta Héctor sintió cómo su corazón enloquecía, en su pecho. Pero a esas alturas ya no podía escaparse, había lanzado un desafío, y ya no podía echarse atrás. «Héctor», se puso a gritar Ayante, «ya va siendo hora de que descubras qué héroes existen entre los aqueos, aparte de Aquiles el exterminador. Ahora, está en su tienda el corazón de león, pero como ves, nosotros también somos capaces de luchar contra ti.»

«Cállate ya de una vez», le respondió Héctor, «y combate.» Blandió la lanza y la arrojó. La punta de bronce dio de lleno en el enorme escudo de Ayante, partió la lámina de bronce y luego, una tras otra, las siete capas de cuero, y en la última acabó deteniéndose, justo en la última, antes de salir y herir. Entonces fue Ayante el que arrojó su lanza, que partió el escudo de Héctor, pero Héctor se desvió hacia un lado y esto fue lo que lo salvó: la punta de bronce lo rozó tan sólo, llegó a desgarrarle la túnica, pero no lo hirió. En ese momento ambos arrancaron las lanzas de los escudos y se lanzaron el uno contra el otro, como leones feroces. Ayante se protegía bajo su enorme escudo, Héctor golpeaba pero no conseguía alcanzarlo. Cuando se cansó, Ayante se puso al descubierto y le dio con la punta de la lanza, de refilón, en el cuello: vimos salir la negra sangre de la herida. Otro en su lugar se hubiera detenido. Pero Héctor no: se agachó para recoger una piedra del suelo, enorme, áspera, negra, y luego la lanzó contra Ayante. Se oyó cómo resonaba el escudo -el eco del bronce-, pero Ayante encajó el golpe, y levantó una piedra a su vez, todavía más grande, la hizo voltear en el aire y luego la lanzó con una terrible violencia: el escudo de Héctor salió volando, Héctor cayó hacia atrás, pero volvió a levantarse, inmediatamente, y entonces empuñaron las espadas y se lanzaron el uno contra el otro, gritando…

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