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Me desperté en el corazón de la noche, cuando todos dormían, a mi alrededor. Debí de haberme vuelto loco para quedarme allí esperando el alba. Me levanté en silencio, fui a los carros, desperté a Ideo, enganchamos los caballos y, sin que nadie nos viera, partimos. Atravesamos la llanura en la oscuridad. Y cuando la Aurora de color de oro se extendió por toda la tierra, llegamos a las murallas de Troya. Desde la ciudad las mujeres nos vieron y se pusieron a gritar que el rey Príamo había regresado, y con él su hijo Héctor, y todos salieron por las puertas, corriendo a nuestro encuentro. Todos querían acariciar la hermosa cabeza del muerto, llorando y elevando sordas lamentaciones. A duras penas el viejo rey consiguió empujar los carros hasta el interior de las murallas, y luego hasta el palacio real. Cogieron a Héctor y lo depositaron sobre un lecho taraceado. A su alrededor se fue elevando un canto fúnebre. Y las mujeres, una a una, fueron junto a él, y sujetando la cabeza entre sus manos le fueron diciendo adiós. Andrómaca en primer lugar, porque era su esposa. «Héctor, tú mueres joven y me dejas viuda en nuestra casa, con un niño pequeño que nunca se hará mayor. Esta ciudad será destruida, porque has muerto tú, que eras su protector. Las nobles esposas serán arrastradas hasta las naves, y yo seré una de ellas. A tu hijo, alguno de los aqueos lo cogerá y lo lanzará desde las altas torres, dándole una muerte horrible, por el odio y el desprecio que sienten hacia ti, por los muchos hijos aqueos, y hermanos, y amigos, que mataste. Por ti lloran tus padres. Hoy por ti llora toda ¡a ciudad, pero nadie llora por ti con tanto dolor como tu esposa, que nunca olvidará que fuiste a morir lejos de ella.»

Entonces lloró por él Hécuba, su madre. «Héctor, entre todos mis hijos el más grato a mi corazón. Los dioses, que tanto te amaron en vida, tampoco te han abandonado después de la muerte. Te arrastró Aquiles por el suelo, para hacer feliz a su amado Patroclo, pero ahora yo me encuentro aquí contigo, y sigues estando hermoso, y lozano, e intacto. Te ha despedazado la lanza de Aquiles, pero pareces haber tenido una dulce muerte, hijo mío.»

Y por él lloró, en último lugar, Helena de Argos. «Héctor, amigo mío. Han pasado veinte años desde que Paris se me llevó de mi tierra, Y en veinte años no salió de tu boca ni una mala palabra, ni una ofensa. Y si alguien me maldecía, aquí, en palacio, tú siempre me defendías, con palabras dulces, y amables. Yo lloro porque al llorar por ti lo hago por el único amigo que he tenido. Te has marchado, dejándome sola, abandonada a los odios de todo el mundo.»

Así lloraron, en la noche, las mujeres y los hombres de Troya, alrededor del cuerpo de Héctor, domador de caballos. Al día siguiente, levantaron la pira en su honor, e hicieron ascender a lo alto las llamas, en la luz rosada del alba. Los blancos huesos los custodiaron en una urna de oro, envuelta en una tela de color púrpura. En la profundidad de la tierra ahora reposan, donde ningún guerrero aqueo podrá volver a molestarlos.

DEMÓDOCO

Mucho tiempo después de estos acontecimientos, yo estaba en la corte de los feacios y hasta allí llegó, náufrago, procedente del mar, un hombre misterioso y sin nombre. Fue acogido como un rey, y fue honrado con todos los ritos de la hospitalidad. Durante el suntuoso banquete que fue preparado para él, yo canté las aventuras de los héroes, porque soy un aedo, y cantar es mi oficio. Aquel hombre escuchaba, sentado en su puesto de honor; me escuchaba en silencio atentamente, emocionado. Y cuando acabé, cortó un pedazo de carne para mí y me lo ofreció, diciéndome: «Demódoco, alguna musa, hija de Zeus, fue tu maestra, porque cantas con arte perfecta las hazañas de los héroes aqueos. Me gustaría escuchar en tu voz la historia del caballo de madera, la trampa que el divino Ulises ideó para destruir Ilio. Cántala y yo les diré a todos que te enseñó a cantar un dios.» Eso fue lo que me pidió aquel hombre sin nombre. Y esto fue lo que canté, para él y para todos.

Ya había transcurrido el décimo año y todavía duraba la guerra entre aqueos y tróvanos. Las lanzas estaban cansadas de matar; las correas de los escudos, desgastadas, se rompían; y las cuerdas de los arcos, agotadas, dejaban caer las flechas veloces. Los caballos, envejecidos, pastaban doloridos, con la cabeza gacha, los ojos cerrados, añorando a los compañeros con los que habían corrido y luchado. Aquiles yacía bajo tierra, junto a su amado Patroclo; Néstor lloraba a su hijo Antíloco, Avante de Telamón vagaba en el Hades después de haberse matado; había muerto Paris, origen de toda desventura, y vivía Helena junto a su nuevo esposo, Deífobo, hijo de Príamo. Los troyanos lloraban por Héctor, y por Sarpedón, y por Reso. Diez años. Y Troya todavía se erguía intacta, protegida por sus murallas invencibles.

Fue Ulises el que inventó el final de esa guerra infinita. Le ordenó a Epeo que construyera un gigantesco caballo de madera. Epeo era el mejor, cuando se trataba de construir artilugios o maquinaria de guerra. Se puso manos a la obra. Hizo que trajeran desde las montañas muchos troncos de árbol, era la misma madera con la que tantos años antes los troyanos habían construido las naves de Paris, origen de toda desventura. Epeo la utilizó para construir el caballo. Empezó haciendo el vientre, amplio y hueco. Luego fijó el cuello y en la crin de color púrpura hizo que vertieran oro puro. En lugar de ojos engastó piedras preciosas: brillaban juntas la verde esmeralda y la amatista de color sangre. En las sienes colocó las orejas, erguidas, como si estuvieran escuchando el toque de la trompeta de guerra. Luego montó el lomo, los ijares y, al final, las patas, doblándolas en las rodillas, como si estuviera lanzado a la carrera, una carrera inmóvil pero de verdad. Los cascos eran de bronce, cubiertos con escamas brillantes de tortuga. En el costado del animal, el genio de Epeo colocó una pequeña puerta, invisible, y montó una escalera que, cuando fuera necesario, podía servir para subir y bajar a los hombres, y que luego desaparecía dentro del caballo. Trabajaron durante días. Pero al final, gigantesco, apareció ante los ojos de los aqueos el caballo, admirable y terrorífico.

Entonces reunió Ulises a los príncipes en asamblea. Y con aquella voz grave, de la que él sólo era capaz, empezó a hablar. «Amigos, vosotros seguís confiando en vuestras armas y en vuestro coraje. Pero mientras tanto vamos envejeciendo aquí, sin gloria, consumiéndonos en una guerra sin fin. Creedme: será con la inteligencia, y no con la fuerza, como nosotros conquistaremos Troya. ¿Veis ese magnífico caballo de madera construido por Epeo? Escuchad mi plan: algunos de nosotros entraremos ahí dentro, sin miedo. Todos los demás, después de haber quemado los campamentos, dejarán desierta la playa, zarpando mar adentro hasta ir a esconderse tras la isla de Ténedos. Los troyanos tienen que creer que nos hemos marchado de verdad. Verán el caballo: lo tomarán como un homenaje a su valor, o como un regalo para la diosa Atenea. Confiad en mí: lo llevarán detrás de las murallas y eso será su fin.»

Así habló. Y lo escucharon. Y confiaron en él. Echaron a suertes quiénes serían los que entrarían en el caballo. Y la suerte señaló a cinco de ellos: Ulises, Menelao, Diomedes, Anticlo y Neoptólemo, que era hijo de Aquiles. Los hicieron entrar en el caballo, y luego cerraron la pequeña puerta que Epeo había construido en la madera. Se colocaron tendidos en la oscuridad, con la angustia en su corazón. Parecían animales que, aterrorizados por una tempestad, se habían refugiado en su madriguera y se mantenían esperando el regreso del sol, atormentados por el hambre y la tristeza.

Los demás esperaron a que llegara la noche y, cuando se hizo oscuro, destruyeron sus campamentos y echaron las naves al mar. Antes de que llegara el alba estaban en mar abierto y desaparecieron tras la isla de Ténedos. En la playa, donde el inmenso ejército había vivido durante diez años, no quedaron más que armazones humeantes y cadáveres.

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