Nueve años después, me hallé de nuevo con aquellas naves ante mis ojos. Pero estaban aprisionadas en el suelo. Y rodeadas por guerreros aterrorizados que con los brazos levantados le rogaban al cielo no morir. ¿Resulta sorprendente que me olvidara de mi herida, el golpe de Ayante, el cansancio y el miedo? Desencadené mi ejército, y éste se convirtió para aquellas naves en un mar tempestuoso, y en formidable oleaje, y en resplandeciente embate.
Escalábamos las quillas con las antorchas en la mano, para prender fuego a todo. Pero los aqueos se defendían fieramente. Era Ayante, otra vez él, quien los arengaba y los dirigía. Estaba en la popa, encima de una nave, y mataba a todo aquel que conseguía subirse o incluso sólo acercarse. Yo me fui directamente hacia él y cuando estuve lo bastante cerca le apunté y le arrojé mi lanza. La punta de bronce voló hacia lo alto pero erró su objetivo y le dio a un escudero, Licofrón. Vi que Ayante se estremecía. Luego que echaba una ojeada hacia Teucro, sin dejar de luchar. Teucro era el mejor de los arqueros aqueos. Como si Ayante le hubiera dado una orden, cogió de su aljaba una flecha, tensó la cuerda del arco, y me apuntó directamente. Levanté el escudo por instinto, pero lo que vi fue cómo se rompía la cuerda del arco y caía al suelo la flecha. Teucro, aterrado, se quedó de piedra. Parecía en verdad una señal de los dioses. Una señal propicia para mí y funesta para los aqueos. Miré a mi alrededor. Ellos se escudaban tras sus naves, combatían unidos los unos a los otros, era una muralla de bronce que nos mantenía alejados. Buscaba el punto más débil, por el que romper sus líneas, pero no lo encontraba. Y entonces fui hacia donde estaban las armas más bellas y allí ataqué, como un león que ataca un rebaño al que no podrá salvar ningún pastor. Me miraban con terror, espumaba rabia, las sienes me palpitaban bajo el yelmo reluciente, me miraban y huían; la muralla de bronce se abrió, los vi corriendo hacia sus tiendas, para su última defensa, levanté la vista y vi las naves, justo por encima de mí, tan cerca como nunca las había visto. Sólo se había quedado allí Ayante con algunos guerreros. Saltaba de una nave a otra, luchando con una pica de abordaje; su voz se elevaba hasta el cielo mientras con gritos terribles llamaba a los otros aqueos para la lucha. Elegí una nave que tenía una proa azulada. La ataqué por el lado de popa, trepando hasta la toldilla. Los aqueos se acercaron para acorralarme. Ya no era el momento de las lanzas o de las flechas, se luchaba cuerpo a cuerpo, era una batalla de espadas, puñales, segures afiladas. Veía cómo corría la sangre, ríos de sangre, cayendo desde las naves, hasta la negra tierra. Era aquélla la batalla que yo siempre había deseado: no en plena llanura, no ante las murallas de Troya, sino junto a las naves, aquellas naves, tan odiadas.
«Aqueos, guerreros, ¿dónde habéis dejado vuestra fuerza?» Era la voz de Ayante. Allí, en la toldilla, seguía luchando y gritando. «¿Por qué huís?, ¿os pensáis que detrás de vosotros queda algo donde podáis ¡r a refugiaros? Detrás de vosotros está el mar, ¡es aquí donde tenéis que salvaros!» Lo veía justo por encima de mí. Estaba cubierto de sudor, jadeaba, ya no podía casi ni respirar, y el cansancio le pesaba en los brazos. Levanté la espada y con un golpe seco le partí la lanza, justo por debajo de la punta. Él permaneció allí, con e! asta de fresno, cercenada, en la mano. Entre todo aquel estruendo pude oír el sonido de la punta de bronce cayendo sobre la madera de la toldilla. Y Avante comprendió que aquél era mi día, y que los dioses estaban conmigo. Retrocedió, por fin lo hizo: retrocedió. Y yo subí a aquella nave. Y le prendí fuego.
Es en medio de aquellas llamas como me tenéis que recordar. Héctor, el derrotado: lo tenéis que recordar de pie, en la popa de aquella nave, rodeado por el fuego. Héctor, el muerto que por tres veces sería arrastrado por Aquiles alrededor de las murallas de su ciudad. A él tenéis que recordarlo vivo, y victorioso, y resplandeciente con sus armas de plata y de bronce. De una reina aprendí las palabras que ahora me han quedado y que quiero deciros a vosotros: acordaos de mí, acordaos de mí, y olvidad mi destino.
FÉNIX
Eran tan jóvenes que para ellos yo era un viejo. Un maestro, tal vez un padre. Verlos morir, y sin poder hacer nada: ésa fue mi guerra. De todo lo demás, quién se acuerda ya.
Me acuerdo de Patroclo, entrando en la tienda de Aquiles, corriendo, llorando. Fue en aquella jornada de feroz batalla, y de derrota. Resultaba impresionante: ver a Patrocio de aquella manera, sus lágrimas. Lloraba como llora una niña pequeña, mientras se agarra al vestido de su madre y pide que la cojan en brazos; y ni siquiera cuando los brazos de su madre la levantan, deja de mirarla de abajo arriba, y de llorar. Era un héroe y parecía una niña, una niña pequeña. «¿Qué ocurre?», le preguntó Aquiles. «¿Te han llegado noticias de alguna muerte desde nuestra tierra? ¿Ha muerto tu padre, tal vez?, ¿o ha sido el mío? ¿O es que acaso lloras porque los aqueos a causa de su propia arrogancia mueren bajo las negras naves?» Nunca le abandonaba su cólera, ¿comprendéis? Pero aquel día, Patroclo, entre lágrimas, le pidió que lo escuchara, sin cólera, sin ira, sin maldad. Sólo que lo escuchara. «Grande es el dolor, Aquiles, que hoy ha sido infligido a los aqueos. Los que eran los primeros y los más fuertes ahora yacen heridos, en sus naves. Diomedes, Ulises, Agamenón: los médicos andan ajetreados a su alrededor, y con toda clase de fármacos intentan curar sus heridas. Y tú, temible guerrero, permaneces aquí, encerrado en tu ira. Pues ahora yo quiero que tú escuches la mía, que escuches mi ira, Aquiles: mi cólera. Tú no quieres combatir, yo quiero hacerlo. Envíame a mí a la batalla, con tus guerreros mirmidones. Dame tus armas, deja que las lleve yo: los tróvanos me tomarán por ti, y emprenderán la huida. Dame tus armas y los haremos retroceder, hasta las murallas de Troya.» Lo dijo con una voz que suplicaba: no sabía que estaba suplicando morir.
Aquiles lo escuchó con atención. Se veía que aquellas palabras lo turbaban. Al final dijo algo que cambió el curso de aquella guerra. «Es un dolor inmenso el que aflige al corazón cuando un poderoso, gracias a su poder, le roba a un hombre lo que le pertenece. Y éste es el dolor que yo estoy sufriendo, y que Agamenón me ha infligido. Pero hay algo cierto: io que ha ocurrido ya no puede cambiarse. Y tal vez ningún corazón puede abrigar para siempre una ira inflexible. Dije que no me movería hasta que no oyera el fragor de la batalla retumbando bajo mi negra nave. Ese momento ha llegado. Coge mis armas, Patroclo, coge a mis guerreros. Lánzate a la batalla y aleja de las naves la desgracia. Haz retroceder a los troyanos antes de que nos arrebaten la esperanza de un dulce retorno. Pero escúchame bien y haz lo que yo te diga, si es que de verdad quieres restituirme mi honor y mi gloria: en cuanto hayas alejado a los enemigos de las naves, detente, no los persigas por la llanura, deja de combatir y da la vuelta. No me prives de mi parte de honor y de gloria. No te dejes embriagar por el estruendo de la batalla y por ¡os gritos que te incitarán a seguir luchando y matando hasta las mismas murallas de Troya. Deja que otros lo hagan, y tú date la vuelta, Patroclo. Tú regresa aquí.»
Luego se levantó, apartando de sí toda tristeza, y con fuerte voz dijo: «Y ahora date prisa, ponte las armas. Ya veo las llamas del fuego mortal ardiendo en torno a mi nave. Ponte en marcha, yo iré a reunir a mis hombres.»
¿Quién era yo para detenerlos? ¿Puede un maestro, un padre, detener el destino? Patroclo se vistió de bronce refulgente. Se puso las espinilleras en las pantorrillas, hermosísimas, con los refuerzos de plata en los tobillos. En el pecho se puso la coraza de Aquiles: centelleaba como una estrella. Se echó a los hombros la espada ornada con plata y luego el escudo, grande y pesado. En su valiente cabeza, se puso el yelmo bien labrado: oscilaba, en lo alto, temible, el penacho de crin de caballo. Al final, eligió dos lanzas. Pero no cogió la de Aquiles. Ésa sólo Aquiles podía levantarla: la lanza de fresno que Quirón le había entregado a su padre para dar muerte a los héroes.