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A partir de ese momento fueron cuatro los que vivieron en la isla. Estaban el verdadero Robinsón y el muñeco de bambú, el verdadero Viernes y la estatua de arena. Y todo lo que los dos amigos podían haberse infringido de daño -las injurias, los golpes, los arrebatos de cólera- se lo hacían a la copia del otro. Entre ellos sólo había gentilezas.

Pero Viernes encontró el medio de inventar otro juego, todavía más apasionante y más curioso que el de las dos copias.

Una tarde después de comer, despertó con brusquedad a Robinsón, que dormía la siesta bajo un eucalipto. Se había fabricado un artefacto, cuya utilidad no fue comprendida inmediatamente por Robinsón. Había encerrado sus piernas en unos andrajos colocados como si fuera un pantalón. Llevaba un sombrero de paja y además, para colmo, se cubría con una sombrilla de palmas. Y se había hecho una barba falsa pegándose manojos de pelos rojos de cocotero en las mejillas.

– ¿Sabes quién soy yo? -le preguntó a Robinsón, deambulando majestuosamente ante él.

– No.

– Soy Robinsón Crusoe, de la ciudad de York, en Inglaterra. El amo del salvaje Viernes.

– ¿Y entonces quién soy yo? -preguntó Robinsón, estupefacto.

– ¡Adivina!

Robinsón conocía ya demasiado bien a su compañero para no comprender con sólo medias palabras lo que pretendía. Se levantó y desapareció en el bosque.

Si Viernes era Robinsón, el Robinsón de antaño, amo del esclavo Viernes, a él no le quedaba otro remedio más que convertirse a su vez en Viernes, el Viernes esclavo de otro tiempo. En realidad ya no tenía que esforzarse mucho para representar su papel. Se contentó con frotarse el rostro y el cuerpo con jugo de nuez para ponerse moreno y atarse en torno a los riñones el taparrabos de cuero de los araucanos que llevaba Viernes el día en que desembarcó en la isla. Luego se presentó a Viernes y le dijo:

– Mira. Yo soy Viernes.

Entonces Viernes se esforzó por hacer largas frases en su mejor inglés y Robinsón le respondió con las pocas palabras de araucano que había aprendido durante el tiempo en que Viernes apenas hablaba inglés.

– Te he salvado de tus congéneres, que querían sacrificarte para neutralizar tu poder maléfico -dijo Viernes.

Y Robinsón se arrodilló en tierra, inclinó su cabeza hasta el suelo balbuceando gracias con ardor. Por último, tomó el pie de Viernes y lo colocó sobre su nuca.

Jugaron muchas veces a este juego. Era siempre Viernes quien daba la señal. Desde el momento en que aparecía con su falsa barba y su sombrilla, Robinsón comprendía que tenía frente a sí a Robinsón y que le correspondía interpretar el papel de Viernes. Casi nunca representaban escenas inventadas, sino sólo episodios de su pasada vida, de cuando Viernes era un esclavo asustado y Robinsón un amo exigente. Representaban la historia de los cactus vestidos, la del arrozal desecado, la de la pipa fumada a escondidas cerca de los barriles de pólvora. Pero no había ninguna escena que complaciera tanto a Viernes como la del principio, cuando él huía de los araucanos que querían sacrificarle y Robinsón le salvaba.

Robinsón se había dado cuenta de que aquel juego le hacía bien a Viernes porque le liberaba del mal recuerdo que conservaba de su vida de esclavo. Pero también a él, a Robinsón, le hacía bien aquel juego, porque seguía teniendo algunos remordimientos de su pasado de gobernador y general.

Pasado cierto tiempo, Robinsón volvió a encontrar por casualidad la zanja donde antaño había purgado numerosos días de prisión y que se había convertido por la fuerza de las cosas en una especie de escritorio a cielo abierto. Tuvo incluso la sorpresa de descubrir, bajo una espesa capa de arena y polvo, un libro lleno de notas y observaciones del log-book y dos volúmenes vírgenes. En el pequeño cuenco de tierra que le había servido de tintero, el jugo del pez globo se había secado, y las plumas de buitre con las que escribía habían desaparecido. Robinsón creía que todo aquello se había destruido con lo demás en el incendio de la Residencia. Comunicó a Viernes su descubrimiento y decidió reemprender la redacción de su log-book, testigo interesante de su trayectoria. Pensaba en ello todos los días e iba a decidirse a limpiar una pluma de buitre y salir a la pesca del pez, cuando una tarde Viernes colocó delante suyo un ramillete de plumas de albatros cuidadosamente talladas y un cuenco pequeño con tinte azul que había obtenido triturando hojas de glasto.

– Ahora -le dijo con sencillez- el albatros es mejor que el buitre y el azul es mejor que el rojo.

Capítulo X

Log-book.- Esta mañana, levantado antes de que llegara el día, expulsado de mi cama por una angustia lacerante, he errado entre las cosas desoladas por la ya demasiado larga ausencia del sol. Una luz gris que caía de un cielo lívido borraba los relieves, descomponía los colores. He ascendido hasta la cima del macizo rocoso, luchando con todo mi espíritu contra la debilidad de mi carne. Tendré que cuidar en lo sucesivo de no despertarme nunca antes de la salida del sol. Sólo el sueño permite resistir el largo exilio de la noche y sin duda ésa es su razón de ser.

Por encima de las dunas del levante se alzaba una capilla ardiente rojiza en la que se preparaban misteriosamente las ceremonias de la heliofanía. He puesto una rodilla en tierra y me he recogido, atento a la metamorfosis de la náusea que habitaba en mi interior, en una espera mística en la que participaban los animales, las plantas e incluso las piedras. Cuando he levantado los ojos, la ardiente capilla había desaparecido y lo que había era un gigantesco altar que cubría la mitad del cielo con su masa chorreando oro y púrpura. El primer rayo se ha posado sobre mi cabeza, como la mano tutelar y hecha para bendecir de un padre. El segundo rayo ha purificado mis labios, como antaño un carbón ardiente purificó los del profeta Isaías. A continuación dos espadas de fuego tocaron mis hombros y me puse de pie, caballero solar. Inmediatamente un haz de flechas ardientes penetraron en mi rostro, mi pecho y mis manos y la pompa grandiosa de mi consagración concluyó mientras que mil diademas y mil cetros de luz cubrían mi estatua sobrehumana.

Log-book.- Sentado sobre una roca, hunde con paciencia un hilo en el remolino de las olas para tratar de capturar trillas. Sus pies desnudos, que sólo se apoyan en la roca con los talones, cuelgan hacia el mar prolongando sus piernas. Parecen aletas largas y finas que van perfectamente con su cuerpo de tritón moreno. Me doy cuenta de que frente a los indios, que tienen el pie pequeño y la pantorrilla prominente, Viernes tiene el pie largo y la pantorrilla apenas resaltada, característica de la raza negra. ¿Existe quizás una relación siempre inversa entre esos dos órganos? Los músculos de la pantorrilla se apoyan sobre los huesos del talón, como sobre el brazo de un palanca. Y cuanto más larga es la palanca, menos trabaja la pantorrilla para hacer avanzar al pie. Esto explicaría la gran pantorrilla y los pies pequeños de los amarillos y lo contrario en los negros.

Log-book.- Sol, líbrame de la gravedad. Limpia mi sangre de esos humores espesos que, desde luego, me protegen del desgaste y de la imprevisión, pero que destruyen el impulso de mi juventud y apagan mi alegría de vivir. Cuando contemplo en un espejo mi rostro pesado y triste de hiperbóreo, comprendo que los dos sentidos de la palabra gracia-el que se aplica al bailarín y el que concierne al santo- pueden juntarse bajo un determinado cielo del Pacífico. Enséñame la ironía. Haz que aprenda la ligereza, la aceptación sonriente de los dones inmediatos de este día, sin cálculo, sin gratitud, sin miedo.

Sol, hazme semejante a Viernes. Dame el rostro de Viernes, hecho para la risa, esculpido enteramente para la risa. Esa frente muy amplia, que parece huir hacia atrás, coronada por una guirnalda de bucles negros. Ese ojo constante iluminado por la burla, penetrante por la ironía, aguzado por la tontería de todo lo que ve. Esa boca sinuosa con las comisuras alzadas, ansiosa y animal. Ese balanceo de la cabeza sobre los hombros para reír mejor, para mejor dotar de risibilidad a todas las cosas que hay en el mundo, para mejor denunciar y desenredar esos dos modos de huir: la idiotez y la maldad…

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