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– ¡Andoar va a cantar! -prometió misteriosamente a Robinsón, que le miraba actuar.

Talló entonces dos pequeñas traviesas de diferente tamaño en madera de sicómoro. Con la más larga, y gracias a dos agujeros horadados en sus extremos, reunió las puntas de los dos cuernos. La más corta fue fijada paralelamente a la primera, a la mitad de la testuz. Aproximadamente a una pulgada más arriba, entre las órbitas, colocó una tablita de abeto cuyo borde superior llevaba doce estrechas hendiduras. Por último descolgó los intestinos de Andoar que seguían balanceándose en las ramas de un árbol -delgada y seca tira curtida por el sol, y la cortó en segmentos iguales de unos tres pies de largo.

Robinsón le observaba todo el rato sin comprender, como habría observado el comportamiento de un insecto de costumbres complicadas e ininteligibles para un ser humano. La mayor parte del tiempo Viernes no hacía nada, y nunca el aburrimiento venía a perturbar el cielo de su inmensa e ingenua pereza. Después, como un lepidóptero invitado por un soplo primaveral a meterse en el complejo proceso de la reproducción, se levantaba de pronto, asaltado por una idea, y se absorbía, sin moverse del sitio, en ocupaciones cuyo sentido permanecía oculto durante mucho tiempo, pero que por lo general se relacionaba de algún modo con las cosas del aire. A partir de ese momento su fatiga y su tiempo no contaban ya, su paciencia y su atención no tenían límites. Así Robinsón pudo verle durante doce días tender entre las dos traviesas de madera, con la ayuda de unos pasadores, los doce trozos de intestino seco que podían guarnecer los cuernos y la frente de Andoar. Con un sentido innato de la música, las afinaba no a la tercera o a la quinta, como las cuerdas de un instrumento ordinario, sino o bien al unísono, o bien a la octava, para que pudieran resonar todas juntas sin discordancia. Porque no se trataba de una lira o de una cítara, que él mismo iba a puntear, sino de un instrumento elemental, un arpa eolia, que solamente sería tocada por el viento. Las órbitas hacían de oídos( [3]) abiertos en la caja de resonancia del cráneo. Para que el más débil soplo repercutiera en las cuerdas, Viernes fijó a una y otra parte de la cabeza las alas de un buitre y Robinsón se preguntó dónde habría podido encontrarlas, ya que aquellos animales le habían parecido siempre invulnerables e inmortales. Luego el arpa eolia halló su lugar entre las ramas de un ciprés muerto que erguía su delgada silueta en medio de la maleza, en un emplazamiento expuesto a toda la rosa de los vientos. Nada más instalada, emitió un sonido aflautado, grácil, quejumbroso, aunque el tiempo era calmo en aquel instante. Viernes se concentró durante mucho rato en la audición de aquella música fúnebre y pura. Al final, con una mueca de desdén, levantó los dedos en dirección a Robinsón, queriéndole indicar con aquel gesto que sólo dos de las cuerdas habían vibrado.

Viernes había vuelto a sus siestas y Robinsón a sus ejercicios solares cuando Andoar dio al fin toda su medida. Una noche, Viernes fue a tirar de los pies a Robinsón, que al final había elegido como domicilio las ramas de la araucaria, en la que se había preparado un refugio con un techado de corteza. Se había levantado una tormenta, trayendo a su paso una ola de calor que cargaba el aire de electricidad sin prometer la lluvia. Impulsada como un disco, la luna llena atravesaba jirones de nubes descoloridas. Viernes arrastró a Robinsón hacia la silueta esquelética del ciprés muerto. Mucho antes de divisar el árbol, Robinsón creyó oír un concierto celeste donde se mezclaban las flautas y los violines. No se trataba de una melodía de ésas cuyas sucesivas notas arrastran al corazón en su cadencia y le imprimen su impulso. Era una nota única -pero rica, de infinitos armónicos- que marcaba en el alma un definitivo influjo, un acorde formado de componentes innumerables, cuya sostenida potencia tenía algo de fatal y de implacable que fascinaba. El viento redoblaba su violencia cuando los dos compañeros llegaron a la proximidad del árbol cantor. Anclado en su más elevada rama, el carnero-volador vibraba como una piel de tambor, a veces detenido en una trepidante inmovilidad y a veces lanzándose a furiosas embestidas. Andoar volador acompañaba a Andoar cantor y parecía que simultáneamente cuidaba de él y le amenazaba. Bajo la luz cambiante de la luna, las dos alas de buitre se abrían y se cerraban espasmódicamente a ambos lados del cráneo y le prestaban una vida fantástica, acorde con la tempestad. Y por encima de todo aquel bramido potente y melodioso, música verdaderamente elemental, inhumana, que era a la vez la voz tenebrosa de la tierra, la armonía de las esferas celestes y la queja ronca del gran cabrón sacrificado. Apretados el uno contra el otro, al abrigo de una roca saliente, Robinsón y Viernes perdieron en seguida la conciencia de sí mismos en la grandeza del misterio en que comulgaban los brutos elementos. La tierra, el árbol y el viento celebraban al unísono la apoteosis de Andoar.

Las relaciones entre Robinsón y Viernes se habían hecho más profundas y humanizadas, pero también se habían complicado y era preciso que no se interpusieran nubes. En otra época -antes de la explosión- realmente no podía haber disputa entre ellos. Robinsón era el amo; Viernes no tenía más que obedecer. Robinsón podía reprender o incluso pegar a Viernes. Ahora que Viernes era libre e igual a Robinsón, podían enfadarse el uno con el otro.

Es lo que ocurrió un día en que Viernes preparó en una concha enorme rodajas de serpiente con una guarnición de langostas. Por otro lado, desde hacía ya varios días irritaba a Robinsón. Nada más peligroso que la irritación cuando hay que vivir a solas con alguien. Es la dinamita que hace estallar a las parejas más unidas. Robinsón había tenido la víspera una indigestión de filetes de tortuga con arándanos. ¡Y mira por dónde Viernes le ponía ante las narices aquel guisado de pitón e insectos! Robinsón tuvo un pronto y de una patada tiró la gran concha con todo su contenido y la hizo rodar por la arena. Viernes, furioso, la recogió y la blandió con las dos manos sobre la cabeza de Robinsón. ¿Iban a pelearse los dos amigos? ¡No! ¡Viernes se largó!

Dos horas más tarde, Robinsón le vio regresar arrastrando sin miramientos una especie de maniquí. La cabeza estaba hecha con una nuez de coco, los brazos y las piernas con cañas de bambú. Pero además iba vestido con ropas viejas de Robinsón, como un espantapájaros. Sobre la nuez de coco, cubierta por una gorra de marinero, Viernes había dibujado el rostro de su antiguo amo. Plantó el maniquí frente a Robinsón.

– Te presento a Robinsón Crusoe, gobernador de la isla de Speranza -le dijo.

Luego recogió la concha sucia y vacía que seguía allí y con un bramido la estrelló contra la nuez de coco, que se desmoronó entre tubos de bambú destrozados. Luego comenzó a reír y fue a abrazar a Robinsón.

Robinsón comprendió la lección de aquella extraña comedia. Un día que Viernes comía gusanos de palmera, vivos y enrollados previamente en huevos de hormiga, Robinsón, exasperado, se fue a la playa. En la arena mojada esculpió una especie de estatua tumbada boca abajo con una cabeza cuyos cabellos eran algas. No se veía la cara, oculta bajo uno de los brazos plegado, pero el cuerpo moreno y desnudo se asemejaba al de Viernes. Robinsón acababa apenas de concluir su obra, cuando su compañero llegó para reunirse con él, con la boca todavía llena de gusanos de palmera.

– Te presento a Viernes, el devorador de gusanos y serpientes -le dijo Robinsón, mostrándole la estatua de arena.

Luego recogió una rama de avellano, a la que arrancó sus ramitas y sus hojas, y se puso a azotar la espalda, las nalgas y las caderas del Viernes de arena que había modelado para aquel fin.

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[3] Cada una de las aberturas que tienen en la tapa los instrumentos de arco. (N. de laT.)

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