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Recorriendo la isla en todos los sentidos, terminó por descubrir, en efecto, un quillái cuyo tronco -derribado sin duda por el fuego o el viento- estaba tumbado en el suelo y se elevaba un poquito dividiéndose en dos grandes ramas maestras. La corteza era lisa y tibia, blanda incluso en el interior de la horquilla cuya axila estaba formada con un liquen fino y sedoso.

Robinsón vaciló varios días a las puertas de lo que él llamaría después la vía vegetal. Volvía una y otra vez y daba vueltas en torno al quillái con aires sospechosos, terminando por encontrar insinuantes a las ramas que se separaba bajo las hierbas como dos enormes muslos negros. Por último se tendió desnudo sobre el árbol abatido, agarrándose al tronco con sus brazos y su sexo se aventuró en la pequeña cavidad musgosa que se abría en el punto de unión de las dos ramas. Un aturdimiento dichoso le invadió. Sus ojos semicerrados contemplaban mareas de flores de carnes suaves que por sus corolas inclinadas vertían efluvios densos y embriagadores. Entreabriendo sus húmedas mucosas, parecían aguardar algún don del cielo, surcado por el vuelo perezoso de los insectos. ¿No era acaso Robinsón el último individuo del linaje humano llamado a retornar a las fuentes vegetales de la vida? La flor es el sexo de la planta. La planta con ingenuidad ofrece su sexo al recién llegado por ser lo más brillante y perfumado que posee. Robinsón imaginaba una nueva humanidad en la que cada uno llevaría con orgullo sobre su cabeza sus atributos machos o hembras enormes, coloreados, olorosos…

Vivió largos meses de unión dichosa con Quillái. Después vinieron las lluvias. Nada había cambiado aparentemente. Sin embargo, un día en que yacía sobre su extraña cruz de amor, sintió un dolor fulgurante que le atravesó el glande y le hizo incorporarse de inmediato. Una gran araña salpicada de manchas rojas corrió por el tronco del árbol y desapareció en la hierba. El dolor sólo se calmó unas horas después, pero el miembro herido tomaba el aspecto de una mandarina.

Es verdad que Robinsón había sufrido otras muchas desgracias en sus años de vida solitaria en medio de una fauna y una flora enfebrecidas por el clima tropical. Pero aquel accidente revestía una significación moral innegable. Bajo la apariencia de una picadura de araña, ¿no era en realidad una enfermedad venérea la que le había atacado, semejante al mal francés contra el cual sus maestros no habían dejado de alertar a su juventud estudiante? Vio en ello el signo de que la vía vegetal no era quizá más que un peligroso callejón sin salida.

Capítulo VI

Robinsón hizo subir tres agujeros el palo que sostenía la compuerta y la bloqueó introduciendo una clavija en el cuarto agujero. Un temblor recorrió la superficie plomiza del estanque colector. Entonces un embudo glauco y lleno de vida se abrió en aquel lugar, corola líquida que se retorcía y giraba cada vez más de prisa en torno a su tallo. Una hoja muerta se deslizó con lentitud hacia el borde del embudo y, tras dudar un instante, vaciló y desapareció como tragada por el agua. Robinsón se dio la vuelta y apoyó la espalda en los montantes de la compuerta. Al otro lado un velo de agua sucia se proyectaba sobre la tierra húmeda arrastrando hierbas secas, trozos de madera e islotes de espuma gris. A ciento cincuenta pasos de allí alcanzó el umbral de la compuerta de evacuación y comenzó a refluir, mientras que el oleaje que se precipitaba bajo los pies de Robinsón perdía su ímpetu. Un olor de podredumbre y fecundidad flotaba en el aire. Sobre aquella tierra de aluvión con subsuelo arcilloso que era apropiada, Robinsón había sembrado a voleo la mitad aproximadamente de aquellos diez galones de arroz que mantenía como reserva desde hacía tanto tiempo. El velo de agua sería mantenido y renovado si llegaba a descender, hasta la floración de la gramínea, luego Robinsón dejaría que se evaporase y, si hacía falta, lo evacuaría durante la maduración de las espigas.

Aquel ruido de deglución fangosa, aquellos vapores descompuestos que exhalaban remolinos viscosos, toda aquella atmósfera pantanosa evocaba poderosamente a la ciénaga y se hallaba dividido entre un sentimiento de triunfo y una debilidad llena de náuseas. ¿No era aquel arrozal la domesticación definitiva de la ciénaga y una última victoria sobre la parte más salvaje e inquietante de Speranza? Pero aquella victoria había costado mucho y Robinsón recordaría siempre con abatimiento los esfuerzos que le había exigido el desvío del arroyo que alimentaba el depósito de contención, el alzado de los diques en todo el contorno del arrozal, situado en la parte baja, la construcción de dos esclusas con sus muros de arcilla, sus compuertas formadas con maderos superpuestos y los cimientos de piedra colocados bajo las puertas para evitar que las aguas excavaran el fondo. Todo aquello para que en diez meses los sacos de arroz -sólo el quitarle la corteza habría exigido a su vez otras tantas semanas de trabajo- fueran a reunirse en los silos con el trigo y la avena que no cabían allí ya. Una vez más su soledad condenaba de antemano todos sus esfuerzos. De pronto tuvo conciencia de que la vanidad de su obra era abrumadora, indiscutible. ¿Inútiles sus cultivos, absurda su ganadería, sus depósitos un insulto al buen sentido, sus silos una broma? ¿Y aquel fuerte, la Carta, el Código penal? ¿Para alimentar qué? ¿Para proteger a quién? Cada uno de sus gestos, cada uno de sus trabajos era una llamada lanzada hacia alguien y seguía sin respuesta.

Saltó el dique, franqueó de un brinco un canal de irrigación y se lanzó derecho hacia el frente, la vista nublada por la desesperación. Destruir todo aquello. Quemar sus cosechas. Hacer saltar sus construcciones. Abrir los corrales y pegar latigazos a las cabras y a los cabritos hasta que sangraran para que embistieran sin tino en todas las direcciones. Soñaba con un seísmo que pulverizara Speranza y el mar volvería a cerrar sus benéficas aguas sobre aquella costra purulenta de la que él era la conciencia sufriente. Los sollozos le ahogaban. Después de atravesar un bosque de gomeros y de sándalos, se encontró en una llanura de praderas arenosas. Se arrojó al suelo y, durante un tiempo infinito, no vio más que fosfenos que atravesaban como relámpagos en la noche de sus párpados; no escuchaba más que la aflicción que crecía dentro de él como una tempestad.

Desde luego, no era la primera vez que al acabar una tarea de altos vuelos le dejaba vacío y agotado, presa fácil de la duda y la desesperación. Pero era cierto que la isla administrada le parecía cada vez con más frecuencia una empresa vana y loca. Era en ese momento cuando nacía en él un hombre nuevo, completamente ajeno al administrador. Aquellos dos hombres no coexistían dentro de él: se sucedían y se excluían y el peligro peor sería que el primero -el administrador- desapareciera para siempre antes de que el hombre nuevo fuera viable.

A falta de terremoto tenía sus lágrimas; y su salmuera roía activamente la bola de cólera y tristeza que le ahogaba. Un vislumbre de sabiduría volvió a él. Comprendió que la isla administrada seguía siendo su única salvación durante largo tiempo hasta que otra forma de vida -que no podía ni siquiera imaginar, pero que vagamente buscaba dentro de sí- estuviera preparada para sustituir al comportamiento completamente humano al que había permanecido fiel desde el naufragio. Hacía falta continuar trabajando con paciencia, atisbando en sí mismo los posibles síntomas de su metamorfosis.

Se durmió. Cuando volvió a abrir los ojos se dejó rodar sobre la espalda, el sol se ponía. El viento pasó a través de las hierbas con un rumor misericordioso. Tres pinos anudaban y desanudaban fraternalmente sus ramas con grandes gestos apaciguadores. Robinsón sintió que su alma ligera volaba hacia una pesada nave de nubes que cruzaba el cielo con una majestuosa lentitud. Un río de dulzura corría dentro de él. Fue entonces cuando tuvo la certeza de un cambio en el peso de la atmósfera quizás, o en la respiración de las cosas. Se hallaba en la otra isla, la que una vez había entrevisto y que nunca más se había vuelto a mostrar después. Sentía, como nunca anteriormente, que estaba acostado sobre la isla, como si estuviera sobre alguien, que tenía el cuerpo de la isla bajo sí. Era un sentimiento que jamás había experimentado con aquella intensidad, ni siquiera cuando caminaba con los pies desnudos sobre los guijarros, y sin embargo ¡era tan vivo! La presencia casi carnal de la isla contra él, le calentaba, le emocionaba. Estaba desnuda, aquella tierra que le envolvía. Él se desnudó a su vez. Con los brazos en cruz, el vientre tenso, abrazaba con todas sus fuerzas aquel cuerpo telúrico, quemado durante toda la jornada por el sol y que liberaba un sudor almizclado en el aire más fresco de la tarde. Su rostro cerrado escarbaba en la hierba hasta las raíces y con la boca sopló un aliento cálido en pleno humus. Y la tierra respondió: le envió al rostro una bocanada sobrecargada de olor que enlazaba con el alma de las plantas fenecidas y el olor a cerrado, pegajoso de las simientes de los brotes en gestación. ¡Hasta qué punto se entremezclaban y confundían sabiamente la vida y la muerte en aquel nivel elemental! Su sexo agujereó el suelo como si fuera la reja de un arado y se vertió allí en una inmensa piedad por todas las cosas creadas. ¡Extraña sementera a imagen del gran solitario del Pacífico! Aquí yace, agotado, aquel que se casó con la tierra y le parece -minúscula rana adherida perezosamente a la piel del globo terráqueo- girar vertiginosamente con ella en los espacios infinitos… Al fin se levantó de nuevo en medio del viento, un poco aturdido, y fue saludado con vehemencia por los tres pinos unánimes a los que respondió la ovación lejana del bosque tropical cuyo plumón verde y tumultuoso bordeaba el horizonte.

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