La voz del capitán, ahogada durante un momento por el tumulto, volvió a elevarse:
– Volvemos a encontrar a la pareja de los Gemelos en el arcano mayor que lleva el número diecinueve: el arcano de Leo. Dos niños cogidos de la mano ante un muro que simboliza la ciudad solar. El dios sol ocupa toda la parte superior de esta lámina, dedicada a él. En la Ciudad solar suspendida entre el tiempo y la eternidad, entre la vida y la muerte, los habitantes se hallan revestidos de una inocencia infantil, porque han accedido a la sexualidad solar que, más aún que andrógina, es circular. Una serpiente que se muerde la cola es la efigie de esta erótica, cerrada sobre sí misma, sin pérdidas ni rebabas. Es el cénit de la perfección humana, infinitamente difícil de conquistar y más difícil todavía de conservar. Parece que estás destinado a alcanzar ese nivel. Al menos el tarot egipcio lo dice. ¡ Todos mis respetos joven! – Y el capitán, incorporándose sobre sus cojines, se inclinó ante Robinsón con un gesto en el que se mezclaban la ironía y la seriedad-. ¡Pero dadme otra carta más, por favor! Gracias. ¡Ah! ¡Capricornio! Es la puerta por donde salen las almas; es decir: la muerte. Este esqueleto que siega una pradera sembrada de manos, pies y cabezas dice lo suficiente acerca del sentido funesto de esta lámina. Precipitado desde lo alto de la ciudad solar, os halláis en gran peligro de muerte. Tengo prisa y miedo por conocer la carta que os saldrá ahora. Si es un signo débil, vuestra historia ha terminado…
Robinsón aguzó el oído. ¿Acaso no había escuchado una voz humana y los ladridos de un perro, confundidos con la orquesta formada por el mar y el viento desencadenado! Era difícil afirmarlo y quizás estaba demasiado preocupado pensando en aquel pobre marinero, atado allá arriba con la precaria protección de un chucho en medio de aquel infierno inhumano. El hombre estaba tan encapillado en el cabrestante que ni siquiera podría liberarse a si mismo para dar la alerta. Pero ¿se oirían sus llamadas? ¿No había gritado hacía sólo un momento?
– ¡Júpiter! -exclamó el capitán-. Robinsón, os habéis salvado, pero ¡qué demonio!, ¡de buena os habéis librado! Os vais a pique y el dios del cielo os ayuda con una admirable oportunidad. Se encarna en un niño de oro, salido de las entrañas de la tierra -como una pepita extraída de la mina- que os entrega las llaves de la Ciudad solar.
¿Júpiter? ¿No era ésa la palabra que penetraba a través de los aullidos de la tempestad? ¿Júpiter?… No, no… ¡Tierra!( )
El vigía había gritado: ¡Tierra! Y, en efecto, ¿qué indicación podía ser más urgente, a bordo de aquel buque sin gobierno, que la proximidad de una costa desconocida con sus arenas o sus arrecifes?
– Todo esto puede pareceros un perfecto galimatías ininteligible -comentaba Van Deyssel-. Pero tal es justamente la sabiduría del tarot: que jamás nos ilumina sobre nuestro porvenir de un modo diáfano. ¿Os imagináis los desórdenes que provocaría una previsión lúcida del porvenir? No, todo lo más, permite presentir nuestro porvenir. La interpretación que os he dado es de algún modo cifrada y la clave es vuestro propio destino. Cada acontecimiento futuro de vuestra vida os revelará, al producirse, la verdad de esta o aquella de mis predicciones. Esta especie de profecía no es tan ilusoria como puede parecer a simple vista.
El capitán chupó en silencio la boquilla curva de su larga pipa alsaciana. Se había apagado. Sacó de su bolsillo un cortaplumas, abrió la hoja y con ayuda de este instrumento comenzó a vaciar la cazoleta de porcelana en una concha que había sobre la mesa. Robinsón no oía ya nada insólito entre el clamor salvaje de los elementos. El capitán había abierto su barrilete de tabaco, tirando de la lengüeta de cuero del disco de madera con que lo cubría. Con delicadas precauciones deslizó su gran pipa, tan frágil, en el interior de una chimenea ahuecada en el montón de tabaco que llenaba el barrilete.
– Así -explicó- se halla protegida de los choques y se impregna del olor meloso de mi Amsterdamer.
Luego, inmóvil de pronto, miró a Robinsón con un aire severo.
– Crusoe -le dijo-, debéis guardaros de la pureza. Es el vitriolo del alma.
Fue en ese momento cuando el fanal, describiendo un brutal cuarto de circulo al extremo de su cadena, fue a estrellarse contra el techo del camarote, al tiempo que el capitán salía disparado de cabeza por encima de la mesa. En la oscuridad, colmada de crujidos, que le envolvía, Robinsón tanteaba hacia el picaporte de la puerta. No encontró nada y una violenta corriente de aire le hizo comprender que allí ya no había puerta y que se encontraba en la cubierta. Sentía en todo su cuerpo la angustia de percibir bajo sus pies la terrorífica inmovilidad que había seguido a los profundos movimientos del navío. Sobre el puente, vagamente iluminado por la luz trágica de la luna llena, distinguió a un grupo de marineros que arriaban una embarcación sobre sus gavietes. Se dirigía hacia ellos cuando el piso desapareció de repente bajo sus pies. Se hubiera dicho que mil arietes acababan de chocar con todo su impulso contra el costado de babor de la galeota. Un instante después una muralla de agua negra se desplomaba sobre el puente y lo barría de punta a punta, arrastrando todo a su paso: bienes y personas.
Capítulo primero
Una ola rompió en la orilla, corrió por la playa húmeda y lamió los pies de Robinsón, que yacía de bruces sobre la arena. Medio inconsciente todavía, se arrebujó y se arrastró algunos metros; luego rodó sobre sus espaldas. Gaviotas negras y blancas giraban gimiendo en el cielo cerúleo, donde sólo quedaba de la tempestad de la víspera una trama blancuzca que se deshilachaba hacia levante. Robinsón hizo un esfuerzo para sentarse y, al momento, experimentó un punzante dolor en el hombro izquierdo. La orilla se hallaba sembrada de peces reventados, de crustáceos rotos y de montones de algas pardas, de ésas que sólo existen a una cierta profundidad. Por el norte y el este el horizonte se abría libremente hacia alta mar, pero al oeste se hallaba interrumpido por un acantilado rocoso que se adentraba en el mar y parecía prolongarse en una cadena de arrecifes. En aquel lugar, a unos dos cables de distancia, era donde se alzaba, en medio de los rompientes, la silueta trágica y ridícula del Virginia, cuya desgracia era proclamada silenciosamente por sus mástiles mutilados y sus obenques flotando al viento.
En el momento en que se había levantado la tempestad, la galeota del capitán Van Deyssel debía encontrarse no al norte, como él había creído, sino al noroeste del archipiélago Juan Fernández. A partir de ese instante el navío, fugitivo bajo el viento, debía haber sido atrapado en los caladeros de la isla Más a Tierra, en lugar de avanzar a la deriva a través del vacío marino de ciento setenta millas que se extiende entre esta isla y la costa chilena. Tal era al menos la hipótesis menos desfavorable para Robinsón, ya que Más a Tierra, descrita por William Dampier, mantenía a una población de origen español -bastante dispersa, realmente- sobre sus noventa y cinco kilómetros cuadrados de bosques tropicales y praderas. Pero era también probable que el capitán no hubiera cometido ningún error de estimación y que el Virginia hubiera chocado contra un islote desconocido, situado en alguna parte entre Juan Fernández y el continente americano. Fuera como fuese, convenía ponerse a la búsqueda de posibles supervivientes del naufragio y de los habitantes de aquella tierra, por si estuviera habitada.
Robinsón se levantó y dio algunos pasos. No tenía nada roto, pero una enorme equimosis le destrozaba el hombro izquierdo. Como temía a los rayos del sol -muy elevado ya en el cielo-, se cubrió con un helecho (planta que abundaba en los límites entre la playa y el bosque), haciendo con él una especie de cucurucho. Después recogió una rama para utilizarla de bastón y se adentró en la maleza de espinos que cubría la ladera de promontorios volcánicos, desde cuya cima esperaba poder orientarse.