Al día siguiente emprendió la construcción de una embarcación, a la que de antemano bautizó con el nombre de Evasión.
Capítulo II
Al nordeste de la isla, los acantilados se convertían en una ensenada de arena fina, fácilmente accesible a través de unos detritos rocosos salpicados de delgados brezos. Aquella escotadura de la costa se hallaba dominada por un claro de un acre y medio de extensión poco más o menos, totalmente llano, y allí Robinsón descubrió bajo las hierbas un tronco de mirto que medía más de ciento cuarenta pies de largo; el tronco era seco, sano y bien desarrollado y a partir suyo decidió Robinsón realizar la pieza maestra del Evasión. Transportó hasta allí los materiales que había arrebatado al Virginia y estableció su taller en aquella planicie que tenía además la ventaja de dominar el horizonte marino desde donde podría venir la salvación. Además, el eucalipto hueco se hallaba cerca y podría llegar hasta él sin demora en caso de alerta.
Antes de ponerse al trabajo Robinsón leyó en alta voz algunas páginas de la Biblia. Educado en el espíritu de la secta de los cuáqueros -a la que pertenecía su madre-, jamás había sido un gran lector de los textos sagrados. Pero lo extraordinario de su situación y el azar -que se parecía tanto a un decreto de la Providencia-, al que debía que le hubiera sido entregado el Libro de los libros, le impulsaban a buscar en aquellas venerables páginas el socorro moral que necesitaba. Aquel día creyó descubrir en el capítulo IV del Génesis -el que relata el Diluvio y la construcción del arca por Noé- una evidente alusión al navío de salvación que iba a salir de sus manos.
Tras limpiar de hierbas y de matorrales un área de trabajo suficiente, hizo rodar hasta aquel lugar el tronco de mirto y comenzó a despojarle de sus ramas. Luego le atacó con el hacha para conferirle el perfil de una viga rectangular.
Trabajaba lentamente y como a saltos. Como única guía tenía el recuerdo de las expediciones que hacía cuando era niño a un astillero donde se construían barcas de pesca, que se encontraba a la orilla del Ouse en York; y también la canoa que sus hermanos y él habían intentado realizar y a la que tuvieron que renunciar. Pero disponía de un tiempo indefinido y se veía empujado a su tarea por una imperiosa necesidad. Cuando parecía que el desaliento iba a ganarle, se comparaba con un prisionero que limaba con una herramienta improvisada los barrotes de su ventana o excavaba con sus uñas un agujero en uno de los muros de su celda, y entonces se consideraba afortunado en su desdicha. Conviene añadir que, como se había olvidado de mantener un calendario desde el naufragio, tenía una idea vaga del tiempo que iba transcurriendo. Los días se superponían todos semejantes en su memoria y tenía la sensación de recomenzar cada mañana la jornada de la víspera.
Se acordaba, desde luego, de las hormas de vapor con las que los carpinteros del Ouse curvaban las piezas para el futuro barco. Pero no podía plantearse el construir un horno con su caldera de alimentación y no le quedaba más que la delicada y laboriosa solución de ensamblar piezas que iba recortando con el hacha. El perfil de la roda y el codaste resultó tan difícil de elaborar que tuvo incluso que abandonar su hacha y adelgazar la madera, extrayendo finas virutas con su cuchillo. Estaba obsesionado por el miedo a estropear el mirto que le había proporcionado providencialmente la pieza maestra para el Evasión.
Cuando veía rondar a los carroñeros sobre los restos del Virginia, le remordía la conciencia por haber abandonado sin sepultura los despojos del capitán y del marinero. Había ido dejando para más adelante la espantosa tarea que suponía para un hombre solo arrastrar y transportar a tierra aquellos cadáveres corpulentos y descompuestos. Y si los arrojaba por la borda corría el riesgo de atraer a la bahía a los tiburones, que se habrían quedado fijos allí a la espera de nuevas oportunidades. Ya era bastante con los buitres, a los que había engolosinado con una primera imprudencia y que desde aquel momento le vigilaban sin interrupción. Se dijo al fin que, cuando los pájaros y los ratones hubieran terminado de limpiar los cadáveres, tendría tiempo de recoger los esqueletos mondos y secos y darles decente sepultura. Se dirigió a las almas de los dos difuntos y les prometió incluso que elevaría una capillita a la que acudiría a diario para rezar. Sus únicos compañeros eran los muertos; era justo que les cediera un lugar especial en su vida.
Pese a todas sus búsquedas en el Virginia, no había podido encontrar ni un tornillo, ni un clavo. Como tampoco disponía de berbiquí, no podía ensamblar las piezas con cuñas. Se resignó a unirlas mediante un sistema de entalles y espigas, tallando estas últimas a cola de milano para que resultaran más sólidas. Se le ocurrió además endurecerlas a la llama antes de introducirlas en las muescas y después rociarlas con agua de mar para que se hincharan y, de este modo, se adhirieran a su emplazamiento. Cien veces se rompió la madera, o por la llama o por el agua, pero él volvía a comenzar, incansable, mientras vivía en una especie de atontamiento sonámbulo, más allá de la fatiga y de la impaciencia.
Bruscos aguaceros y líneas blancas en el horizonte anunciaron un cambio de tiempo. Una mañana el cielo, que sin embargó parecía tan puro como de costumbre, adquirió un tinte metálico que le intranquilizó. El azul transparente de los días anteriores se había tornado en un azul mate y plomizo. En seguida una capa de nubes totalmente homogéneas comenzó a pesar sobre la línea del horizonte y las primeras gotas ametrallaron el casco del Evasión. Robinsón, en un primer momento, quiso ignorar aquel imprevisto contratiempo, pero al poco rato tuvo que quitarse sus vestidos calados, porque su peso húmedo entorpecía sus movimientos. Para protegerlos, los guardó bajo la parte ya concluida del casco. Durante un instante se detuvo a contemplar el agua tibia que chorreaba por su cuerpo cubierto de costras de tierra y mugre que se fundían, formando pequeños regueros de barro. Su vello rojizo formaba placas brillantes y se orientaba siguiendo líneas de fuerza que acentuaban su animalidad. «Una foca dorada», pensó con una vaga sonrisa. Después orinó, disfrutando al añadir su modesta contribución al diluvio que lo anegaba todo a su alrededor. De pronto se sentía de vacaciones y un acceso de alegría le hizo esbozar un paso de danza mientras corría, cegado por las gotas y azotado por las ráfagas de viento, para refugiarse bajo los árboles.
La lluvia no había traspasado todavía las mil techumbres superpuestas de follaje y tamborileaba sobre ellas con un ruido ensordecedor. Del suelo subía un vapor caliente que se perdía en las bóvedas de hojarasca. Robinsón esperaba en todo momento que el agua penetrara al fin y le inundara. Pero el suelo era cada vez más fangoso bajo sus pies, sin que una sola gota de agua le hubiera caído todavía ni sobre la cabeza, ni sobre los hombros. Comprendió entonces que a lo largo de cada tronco de árbol resbalaba un pequeño torrente, utilizando canales horadados en la corteza, que parecían trazados para ese fin. Algunas horas después el sol del atardecer, surgido entre el horizonte y la línea inferior del techo formado por las nubes, bañó la isla en una luz de incendio, sin que la lluvia disminuyera su violencia.
El impulso de alegría pueril que se había apoderado de Robinsón se había derrumbado al mismo tiempo que se disipaba aquella especie de borrachera en que le mantenía su frenético trabajo. Se sentía naufragar en un abismo de desamparo, desnudo y solo en aquel paisaje apocalíptico con dos cadáveres pudriéndose sobre el puente de un navío que se había ido a pique, como única compañía. Hasta mucho después no alcanzaría a comprender el alcance de aquella experiencia de la desnudez que experimentaba por primera vez. Es evidente que ni la temperatura, ni un sentimiento de pudor, le obligaba a llevar vestidos de civilizado. Pero si hasta aquel momento los había conservado por simple rutina, ahora experimentaba, dada su desesperación, el valor de aquella armadura de lana y lino con que la sociedad humana le arropaba sólo unos minutos antes. La desnudez es un lujo que sólo puede permitirse el hombre que se halla cómodamente rodeado por la multitud de sus semejantes. Pero para Robinsón, que indudablemente todavía no podía haber modificado su alma, era una prueba de temeridad asesina. Despojado de aquellos pobres harapos -usados, desgarrados, manchados, pero procedentes de varios milenios de civilización e impregnados de humanidad-, su carne se ofrecía vulnerable y blanca a la irradiación de los elementos naturales. El viento, los cactus, las piedras y hasta aquella luz implacable cercaban, atacaban y lastimaban a aquella víctima sin defensas. Robinsón se sintió morir. ¿Hubo alguna vez criatura humana sometida a prueba tan cruel? Por vez primera desde el naufragio se escaparon de sus labios palabras de rebelión contra los decretos de la Providencia: