– Señor -murmuró-, si no te has apartado completamente de tu criatura, si no quieres que sucumba en los próximos minutos por el peso de la desolación que le impones, entonces manifiéstate. Concédeme un signo que dé testimonio de tu presencia cerca de mí.
Después aguardó, apretados los labios, semejante al primer hombre bajo el Árbol del Conocimiento, cuando toda la tierra permanecía aún blanda y húmeda tras la retirada de las aguas. Y en ese momento, mientras el fragor de la lluvia arreciaba sobre las hojas y todo parecía querer disolverse en la nube vaporosa que ascendía del suelo, vio formarse en el horizonte el arco iris más amplio y brillante que la naturaleza pueda crear. Más que un arco iris era como una aureola casi perfecta; su segmento inferior desaparecía bajo las olas y ostentaba los siete colores del espectro con una admirable vivacidad.
El aguacero cesó casi tan bruscamente como había comenzado. Robinsón, con sus vestidos, volvió a descubrir el sentido y la llamada de su trabajo. A los pocos minutos había superado aquel breve pero instructivo desfallecimiento.
Estaba ocupado en torcer una cuaderna para obtener su escuadra exacta, cargando sobre ella todo su peso, cuando tuvo la confusa sensación de ser observado. Alzó la cabeza y su mirada se cruzó con la de Tenn, el perro del Virginia, aquel setter-laverack que no era de pura raza, pero que resultaba afectuoso como un niño y que se encontraba al lado del vigía, sobre el puente, en el momento del naufragio. El animal estaba tumbado boca arriba, a una docena de pasos aproximadamente con sus orejas tiesas y la pata delantera izquierda plegada. La emoción caldeó el corazón de Robinsón. Esta vez sí tenía la certeza de no ser el único que había escapado del naufragio. Dio algunos pasos hacia el animal, pronunciando repetidas veces su nombre. Tenn pertenecía a una de esas razas de perros que manifiestan una necesidad vital, imperiosa de la presencia humana, de la voz y de la mano del hombre. Era extraño que no se precipitase hacia Robinsón gimiendo con el lomo erizado y moviendo el rabo. Robinsón se hallaba ya a sólo unos escasos pasos del animal cuando él comenzó a retirarse -alzados los belfos- con un gruñido de odio. Después se dio media vuelta con brusquedad y huyó rastreando entre la maleza para desaparecer poco después.
Robinsón, pese a la decepción sufrida, extrajo de aquel incidente un remanente de alegría que le sirvió para vivir durante algunos días. Además, el incomprensible comportamiento de Tenn sirvió también para que apartara su pensamiento del Evasión, entretenido ahora con un nuevo alimento: ¿Era posible que los terrores y los sufrimientos del naufragio hubieran provocado la locura del animal? ¿O es que era tan grande su pesar por la muerte del capitán que ya no soportaba la presencia de otro hombre? Pero una nueva hipótesis se gestó en su espíritu y le llenó de angustia: quizá llevaba ya tanto tiempo en la isla que en último término era natural que el perro hubiera regresado al estado salvaje. ¿Cuántos días, semanas, meses habían transcurrido desde el naufragio del Virginia? Robinsón sentía vértigo al plantearse esta pregunta. Le parecía que arrojaba una piedra al fondo de un pozo y que esperaba inútilmente para poder oír el ruido de su caída al fondo. Se juró entonces que a partir de ese momento marcaría una muesca cada día, sobre un árbol de la isla, y una cruz cada treinta. Luego olvidó su propósito, enfrascado de nuevo en la construcción del Evasión.
Poco a poco la embarcación tomaba forma: la de un cúter amplio con la roda muy poco elevada; un barco poco pesado que debía tener de cuatro a cinco toneladas de calado. Era lo menos que se requería para intentar con alguna posibilidad de éxito la travesía hasta la costa chilena. Robinsón había optado por colocar un solo mástil que portaría una vela triangular latina, lo que le aseguraba una gran superficie de velamen y que, sin embargo, sería fácilmente manejable por un solo hombre, adaptándose especialmente al viento de costado (N-S), que era el que predominaría sin duda alguna si se navegaba proa al este. El mástil debería atravesar la camareta para llegar a incrustarse en la quilla de modo que quedara completamente soldado al casco. Robinsón, antes de proceder a la instalación del puente, pasó por última vez la mano sobre la superficie interior -lisa y estrechamente soldada- de los costados del barco e imaginó con delectación las gotas que aparecerían en todas las junturas cuando botara el barco por primera vez. Harían falta varios días de inmersión para que, al hincharse la madera, el casco resultara impermeable. El armazón del puente, soportado por los baos, exigió por sí solo varias semanas de duro trabajo, pero no podía renunciar a él porque el barco no debía echarse a la mar en caso de mal tiempo y era necesario que las provisiones indispensables para la subsistencia del pasajero durante la travesía se mantuvieran resguardadas.
En todos aquellos trabajos Robinsón sufría mucho al no poseer una sierra. Aquel instrumento -que no podía elaborar con medios improvisados- le habría ahorrado meses de trabajo con el hacha y el cuchillo. Una mañana creyó ser víctima de su propia obsesión cuando, al despertarse, escuchó un ruido que sólo podía interpretar como el que haría un serrador en el trabajo. A ratos cesaba el ruido, como si el que utilizara la sierra hubiera cambiado de posición y luego volvía a reaparecer con una regularidad monótona. Robinsón salió despacio del agujero de la roca en que se había acostumbrado a dormir y avanzó con cautela hacia el lugar de donde procedía aquel ruido, esforzándose en prepararse para la emoción que iba a experimentar si se encontraba frente a frente con un ser humano. Terminó descubriendo, al pie de una palmera, un cangrejo gigante que serraba con sus pinzas una nuez de coco que tenía apretada entre sus patas. En las ramas del árbol, a unos veinte pies de altura, otro cangrejo atacaba a las nueces en su base para hacer que cayeran. Los dos crustáceos no parecieron incomodarse en modo alguno por la aparición del náufrago y prosiguieron tranquilamente su ruidosa tarea.
El espectáculo le produjo un profundo disgusto. Volvió al claro del Evasión, reafirmado en el sentimiento de que aquella tierra seguía siendo extraña para él, que se hallaba colmada de maleficios y que su barco -cuya maciza y simpática silueta podía vislumbrar entre la maleza- era todo lo que le unía con la vida.
Como carecía de barniz, o incluso de alquitrán, para endurecer los costados del casco, comenzó a fabricar una especie de cola siguiendo un procedimiento que había observado en los astilleros del Ouse. Para conseguirla tuvo que talar casi por entero un bosquecillo de acebo que había descubierto casi desde el comienzo de su trabajo. Durante cuarenta y cinco días estuvo dedicado a despojar a los arbustos de su primera corteza y luego recogió la corteza interior, cortándola en lajas. Luego hizo hervir durante mucho tiempo en un caldero aquella masa fibrosa y blanquecina que se descompuso poco a poco, produciendo un líquido espeso y viscoso. Lo volvió a poner al fuego y, cuando todavía estaba caliente, lo extendió sobre el casco del barco.
El Evasión estaba terminado, pero la larga historia de su construcción quedaba escrita para siempre sobre la carne de Robinsón. Cortes, quemaduras, cuchilladas, callos, marcas indelebles y cicatrices deformes narraban la obstinada lucha que había tenido que entablar para conseguir aquel barquito rechoncho y veloz. Como carecía de diario de a bordo, contemplaría su propio cuerpo cuando quisiera acordarse.
Comenzó entonces a reunir las provisiones que pensaba embarcar consigo. Pero abandonó en seguida la tarea al darse cuenta de que convenía meter primero en el agua su nueva embarcación, para probar su calado y comprobar su estabilidad. Pero una angustia sorda le impedía hacerlo: el miedo a un fracaso, a un golpe inesperado que redujera a la nada las oportunidades de éxito de aquella empresa con la que se jugaba la vida. Le parecía que tal vez el Evasión podía presentar en las primeras pruebas algún defecto imprevisto, un exceso de calado, por ejemplo -sería entonces poco manejable y las más pequeñas olas le cubrirían-, o, por el contrario un calado insuficiente, en cuyo caso zozobraría al primer desequilibrio. En sus peores pesadillas, la embarcación, nada más rozar la superficie del agua, se hundía como un lingote de plomo y él, con el rostro sumergido en el agua, la contemplaba hundirse anadeando en glaucas profundidades cada vez más sombrías.