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– Voy a mostrarte algo -le dijo para contener su emoción y sin saber ni siquiera él mismo a lo que se refería.

La isla, que se extendía a sus pies, se hallaba en parte cubierta por la bruma, pero hacia levante el cielo gris se hacía incandescente. En la playa, la yola y la piragua comenzaban a moverse de modo desigual, siguiendo las incitaciones de la marea que ascendía. Hacia el norte, un punto blanco huía hacia el horizonte.

Robinsón tendió el brazo en aquella dirección.

– Mírale bien. Probablemente no volverás a ver jamás eso: un navío en las aguas de Speranza.

El punto se borraba poco a poco. Al fin fue absorbido por la lejanía. Y fue entonces cuando el sol lanzó sus primeros dardos. Una cigarra chirrió. Una gaviota dio vueltas en el aire y se dejó caer en el espejo del agua. Volvió a salir a la superficie y se elevó batiendo las alas, con un pez de plata atravesado en el pico. En un instante el cielo se hizo cerúleo. Las flores que inclinaban hacia el oeste sus corolas cerradas giraron todas al tiempo sobre sus tallos, dirigiendo sus pétalos desparramados hacia levante. Los pájaros y los insectos llenaron el espacio con un concierto unánime. Robinsón había olvidado al niño. Irguiéndose con toda su altura, daba la cara al éxtasis solar con una alegría casi dolorosa. La irradiación que le envolvía le lavaba de las heridas mortales del día precedente y de la noche. Una espada de fuego penetraba en él y transverberó su ser entero. Speranza se desprendía de los velos de la bruma, virgen e intacta. En realidad, aquella larga agonía, aquella noche de pesadilla, no había sucedido. La eternidad, volviendo a tomar posesión de él, borraba aquellos lapsus de tiempo siniestro e irrisorio. Una profunda inspiración le colmó de un sentimiento de total saciedad. Su pecho se abombaba como un escudo de bronce. Sus piernas se apoyaban sobre la roca, macizas y firmes como columnas. La luz leonada le revestía de una armadura de juventud inalterable y le forjaba una máscara de cobre de una implacable regularidad y en ella brillaban dos ojos de diamante. Por fin el astro-dios desplegó toda su corona de crines rojas entre explosiones de címbalos y estridencias de trompetas. Unos reflejos metálicos se encendieron sobre la cabeza del niño.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Robinsón.

– Me llamo Jaan Neljapäev. Nací en Estonia -añadió como para disculpar aquel difícil nombre.

– De ahora en adelante -le dijo Robinsón- te llamarás Jueves. Es el día de Júpiter, dios del Cielo. Es también el domingo de los niños.

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