Esta espinosa fórmula me colma de una sombría satisfacción. Y es porque me muestra la vía estrecha y escarpada de la salvación, o de una cierta salvación en cualquier caso: la de una isla fecunda y armoniosa, perfectamente cultivada y administrada, fuerte por el equilibrio de todos sus atributos, que sigue rectamente su senda, sin mí, porque es tan próxima a mí que, incluso como pura mirada, sería demasiado cosa mía y sería preciso que yo me redujera a esa fosforescencia íntima que hace que cada cosa pueda ser conocida sin nadie que conozca, consciente, sin que nadie tenga conciencia… ¡Oh equilibrio sutil y purísimo, tan frágil, tan valioso!
Pero estaba impaciente por dejar sus ensoñaciones y sus especulaciones y de pisar el suelo firme de Speranza. Cierto día creyó que había encontrado una vía de acceso concreta a la más secreta intimidad de la isla.
Capítulo V
Situada en el centro de la isla, al pie del cedro gigante, como un gigantesco tragaluz en la base del caos rocoso, la gruta había conservado siempre una importancia fundamental ante los ojos de Robinsón. Pero durante mucho tiempo no había sido para él más que la caja fuerte donde acumulaba avaramente lo más valioso que tenía en el mundo: sus cosechas de cereales, sus conservas de frutos y carnes y más aún sus cofres con vestidos, sus herramientas, sus armas, su oro y, por fin, en último lugar, en el fondo más recóndito, sus toneles de pólvora negra que habrían bastado para hacer saltar a toda la isla. Aunque desde hacía tiempo había dejado de utilizar sus armas de fuego para cazar, Robinsón seguía muy aferrado a aquel polvorín en potencia que podía desencadenar si le apetecía y de donde extraía el consuelo de un poder superior. Sobre aquel trono explosivo asentaba su soberanía jupiteriana sobre la isla y sus habitantes.
Pero desde hacía algunas semanas la gruta se cargaba de una significación nueva para él. En su segunda vida -la que comenzaba cuando soltando la carga de sus atributos de gobernador-general-administrador detenía la clepsidra- Speranza no era ya un dominio que tenía que administrar, sino una persona de naturaleza indiscutiblemente femenina, hacia la que se sentía inclinado tanto por sus especulaciones filosóficas como por las necesidades de su corazón y de su carne. Desde ese momento se preguntaba confusamente si la gruta sería la boca, el ojo o algún otro orificio natural de aquel gran cuerpo y si consumada su exploración no iba a conducirle a algún repliegue oculto que pudiera responder a algunas de las preguntas que se planteaba.
Más allá del polvorín, el túnel se prolongaba en un pasadizo de inclinada pendiente, donde jamás se había adentrado antes de lo que denominaba su período telúrico. La empresa presentaba, es cierto, una dificultad mayor: la de la iluminación.
Introducirse en aquellas profundidades con una antorcha de madera resinosa en la mano -y no disponía de ninguna otra cosa- era correr un riesgo notable, dada la proximidad de los barriles de pólvora, ya que ni siquiera estaba seguro de que algo del contenido de los mismos no se hubiera derramado por el suelo. Además, saturaría con irrespirables humaredas el aire enrarecido y estancado de la gruta. Como había tenido que abandonar también el proyecto de taladrar una chimenea que diera aire y luz al fondo de la gruta, no le quedaba más que asumir la oscuridad, es decir, plegarse con docilidad a las exigencias del medio que quería conquistar, idea que desde luego no se le habría ocurrido unas semanas antes. Pero al haber tomado conciencia de la metamorfosis en que se hallaba comprometido, estaba ya dispuesto a imponerse las más rigurosas transformaciones para responder a lo que tal vez era una nueva vocación.
Intentó primero muy superficialmente habituarse a la oscuridad para poder progresar tanteando en las profundidades de la gruta. Pero comprendió que aquel propósito era vano y que se imponía una preparación más radical. Había que superar la alternativa luz-oscuridad en la que el hombre está normalmente encerrado, y acceder al mundo de los ciegos, que es completo, perfecto, menos cómodo de habitar que el de los videntes, desde luego, pero en absoluto amputado de toda su dimensión luminosa e inmerso en las siniestras tinieblas, como lo imaginan los que tienen ojos. El ojo que crea luz inventa también la oscuridad, pero el que no tiene ojos ignora la una y la otra y no sufre por la ausencia de la primera. Para aproximarse a ese estado no había más que permanecer inmóvil durante largo rato en lo negro, cosa que hizo Robinsón, rodeado de galletas de maíz y de picheles que contenían leche de cabra.
La más absoluta calma reinaba en torno suyo. Ningún ruido llegaba hasta el fondo de la gruta. Sin embargo, sabía de antemano que la experiencia prometía ser un éxito porque no se sentía en modo alguno separado de Speranza, sino que, por el contrario, vivía intensamente con ella. Encogido contra la roca -los grandes ojos abiertos en las tinieblas-, veía el blanco romper de las olas en todas las playas de la isla, el gesto protector de una palmera acariciada por el viento, el resplandor rojo de un colibrí en el verde cielo. Sentía en todos los atracaderos el frescor húmedo de la arena que la marea al descender había dejado al descubierto. Un cangrejo ermitaño aprovechaba para tomar aire en el umbral de su concha. Una gaviota de negra cabeza bajaba en picado para picotear un catodonte agazapado entre las algas rojas que la resaca revestía con su envés tostado. La soledad de Robinsón era vencida de manera curiosa -no lateralmente- a primera vista y como de pasada, como cuando uno se encuentra en una multitud o con un amigo, sino de forma central, nuclear en cierto modo. Debía hallarse en las cercanías del foco de Speranza, de donde partían radialmente todas las terminaciones nerviosas de aquel gran cuerpo, y hacia el cual afluían todas las informaciones llegadas de la superficie. Igual que en algunas catedrales hay a menudo un punto desde donde pueden escucharse, por el juego de las ondas sonoras y sus interferencias, los ruidos más insignificantes, tanto si provienen del ábside como del coro, del triforio o de la nave.
El sol declinaba lentamente hacia el horizonte. A ras de la masa rocosa que coronaba la isla abría la gruta su gran boca negra que se redondeaba como un enorme ojo sorprendido, apuntando hacia la lejanía. En poco tiempo la trayectoria del sol le llevaría a colocarse en el eje exacto del túnel. ¿Se iluminaría entonces el fondo de la gruta? ¿Durante cuánto tiempo? Robinsón no iba a tardar en saberlo y, sin poder darse ninguna razón, atribuía una extraordinaria importancia a este encuentro.
El acontecimiento fue tan rápido que se preguntó si no habría sido víctima de una ilusión óptica. ¿Era que un simple fosfeno había formado tal vez un destello tras sus párpados o realmente un resplandor había atravesado la oscuridad sin apenas herirla? Él había esperado que se levantara un telón, una aurora triunfal. Y aquello no había sido más que un chispazo de luz en la masa tenebrosa que le bañaba. El túnel debía ser más largo o menos rectilíneo de lo que había creído. Pero ¿qué importaba? Las dos miradas habían chocado: la mirada luminosa y la mirada tenebrosa. Una flecha solar había traspasado el alma telúrica de Speranza.
A la mañana siguiente se produjo el mismo resplandor, y luego volvieron a pasar otras doce horas. La oscuridad se mantenía constante, aunque ya no producía en torno suyo aquel ligero vértigo que hace tambalearse al caminante privado de puntos de señalización visuales. Se hallaba en el vientre de Speranza como un pez en el agua, pero, sin embargo, no llegaba a acceder a ese más allá de la luz y de la oscuridad en el que presentía que accedería al primer umbral del más allá absoluto. ¿Era quizá necesario someterse a un ayuno purificador? Por otra parte, no le quedaba más que un poco de leche. Se recogió aún durante otras veinticuatro horas. Luego se levantó y sin vacilación ni miedo, sino fortalecido por la solemne gravedad de su empresa, se dirigió hacia el fondo del pasadizo. No tuvo que vagar demasiado tiempo para encontrar lo que buscaba: el orificio de una chimenea vertical y muy estrecha. Inmediatamente intentó, sin éxito, deslizarse a través suyo. Los muros estaban pulidos como si fueran de carne, pero el orificio era tan angosto que permanecía allí prisionero con medio cuerpo atrapado. Se desvistió y luego se frotó el cuerpo con la leche que le quedaba. Entonces se hundió -la cabeza primero- en el gollete y esta vez sí: se deslizó lenta pero regularmente, como el bolo alimenticio en el esófago. Tras una caída muy dulce que duró algunos instantes o algunos siglos, cayó de bruces en una especie de cripta exigua en la que no podía mantenerse de pie más que a condición de bajar su cabeza en la entrada del pasadizo. Se dedicó a palpar minuciosamente la cueva en donde se encontraba. El suelo era duro, liso, extrañamente tibio, pero los muros presentaban sorprendentes irregularidades. Había allí mamas lapidadas, verrugas calcáreas, hongos de mármol, esponjas petrificadas. Más adelante, la superficie de piedra se cubría de un tapiz de papilas encrespadas que se hacían cada vez más densas y espesas a medida que se aproximaba a una gran flor mineral, una especie de concreción de yeso, bastante semejante, por su complejidad, a las rosas de arena que se encuentran en algunos desiertos. Emanaba de allí un perfume húmedo y ferruginoso, de una acidez reconfortante, con un resto de amargor azucarado que evocaba la savia de la higuera. Pero lo que más atrajo a Robinsón fue un profundo alvéolo de unos cinco pies aproximadamente que descubrió en el rincón más apartado de la cripta. Su interior estaba perfectamente pulimentado, pero curiosamente retorcido, como el fondo de un molde destinado a «informar» algo mucho más complejo. Ese algo, Robinsón no lo dudaba, era su propio cuerpo y tras numerosos ensayos terminó efectivamente por encontrar la posición -acuclillado sobre sí mismo, las rodillas junto al mentón, las pantorrillas cruzadas, las manos colocadas en los pies -que le aseguraba una inserción tan exacta en el alvéolo que, en cuanto la hubo adoptado, olvidó los límites de su cuerpo.