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Michel Tournier

Viernes o Los limbos del Pacífico

Viernes o Los limbos del Pacífico - pic_1.jpg

Prefacio

Con la precisión de una plomada, el fanal suspendido del techo del camarote medía con sus oscilaciones la dimensión de los bandazos que daba el Virginia, bajo un oleaje cada vez más intenso. El capitán Pieter Van Deyssel se dobló sobre su tripa para dejar el juego del tarot ante Robinsón:

– Cortad y volved la primera carta -le dijo.

Luego se derrumbó cómodamente en su sillón y aspiró una bocanada en su pipa de porcelana.

– Es el demiurgo -comentó-. Uno de los tres arcanos mayores fundamentales. Representa un juglar ante una mesa cubierta de extraños objetos. Eso significa que hay en vos un organizador. Un organizador que lucha contra un universo desordenado y que se esfuerza por dominar con recursos improvisados. Parece que puede conseguirlo, pero no olvidemos que ese demiurgo es también bufón: su obra es ilusión, su orden ilusorio. Desgraciadamente, lo ignora; el escepticismo no es su fuerte.

Un choque sordo sacudió al navío al tiempo que el fanal formaba un ángulo de cuarenta y cinco grados con el techo. Una repentina orzada había situado al Virginia prácticamente a la cuadra, y una ola acababa de derrumbarse sobre el puente con un ruido similar al estampido de un cañonazo. Robinsón dio la vuelta a una segunda carta. En ella podía verse, mancillado con manchas de grasa, a un personaje con corona y cetro que se mantenía de pie en un carro tirado por dos corceles.

– Marte -pronunció el capitán-. El pequeño demiurgo ha obtenido una aparente victoria sobre la naturaleza- Ha triunfado sobre ella por la fuerza y ha impuesto a su alrededor un orden a imagen suya.

Comprimido en su asiento como un buda, Van Deyssel envolvió a Robinsón en una mirada picara y chispeante.

– Un orden a vuestra imagen -repitió con aire pensativo-. Nada como eso para penetrar en el alma de un hombre que imaginarle revestido de un poder absoluto gracias al cual puede imponer su voluntad sin que se interponga ningún obstáculo. Robinsón-Rey… Tenéis veintidós años. Habéis abandonado…, ¡oh!…, habéis dejado en York una joven esposa y dos hijos para probar fortuna en el Nuevo Mundo, siguiendo el ejemplo de muchos de vuestros compatriotas. Más adelante los vuestros se reunirán con vos. En fin, si Dios lo quiere…, vuestros cabellos rapados, vuestra barba roja recortada, vuestra mirada clara, recta, pero con un no sé qué de fijo y limitado, vuestro aspecto que por su austeridad resulta casi afectado; todo ello os clasifica en la afortunada categoría de los que nunca han dudado de nada. Sois piadoso, avaro y puro. El reino del que seréis soberano se parecerá a nuestros grandes armarios domésticos, donde las mujeres colocan pilas de sábanas y manteles inmaculados y perfumados por saquitos de lavanda. No os debéis enfadar. No os pongáis colorado. Lo que os digo sólo sería humillante si tuvierais veinte años más. En realidad, os queda todo por aprender. Dejad de sonrojaros y elegid una carta… ¿Veis? ¿Qué os decía yo? Me dais el Ermitaño. El guerrero ha tomado conciencia de su soledad. Se ha retirado al fondo de una gruta para encontrar allí su fuente original. Pero al hundirse así en el seno de la tierra, al realizar ese viaje al fondo de sí mismo, se ha convertido en otro hombre. Si sale alguna vez de ese retiro, se dará cuenta de que su alma monolítica ha sufrido íntimas fisuras. Por favor, dad la vuelta a otra carta.

Robinsón vaciló. Sin duda alguna aquel gran sileno holandés, agazapado en su materialismo gozador, decía palabras que tenían una resonancia inquietante. Desde que embarcara en Lima a bordo del Virginia, Robinsón había conseguido evitar cualquier encuentro directo con aquel diablo de hombre, tras quedar impresionado inmediatamente por su corrosiva inteligencia y por el epicureísmo cínico de que hacía gala. Había sido necesaria aquella tempestad para que se encontrara en cierto modo prisionero en su camarote. Era el único lugar del navío que ofrecía un resto de comodidad en semejantes circunstancias. El holandés parecía completamente decidido a aprovechar aquella ocasión para burlarse de su ingenuo pasajero. Como Robinsón se había negado a beber, el tarot había surgido del cajón de la mesa y Van Deyssel daba libre curso a su inspiración adivinatoria y, entre tanto, el estruendo de la tempestad retumbaba en los oídos de Robinsón como si se tratara de un aquelarre de brujas que acompañara al juego maléfico en el que, a su pesar, se había mezclado.

– ¡He aquí quién hará salir al Ermitaño de su agujero! Venus en persona emerge de las aguas y da sus primeros pasos en vuestros jardines. Otra carta, por favor; gracias. Arcano sexto: el Sagitario. Venus convertida en ángel alado envía flechas hacia el sol. Una carta más. Hela aquí. ¡Mala suerte! Acabáis de dar la vuelta al arcano veintiuno, ¡el del Caos! La bestia de la Tierra combate con un monstruo llameante. El hombre que veis, cogido entre fuerzas opuestas, es un bufón reconocible por su cetro. Se volvería uno loco por menos. Dadme otra carta más. Muy bien. Era de esperar, es Saturno, el arcano duodécimo, que representa un ahorcado. Pero daos cuenta de que lo más significativo de este personaje es que está colgado por los pies. ¡Veos aquí con la cabeza bocabajo, mi pobre Crusoe! Sois tan amable de pasarme la siguiente carta. Hela aquí. Arcano quinto: los Gemelos. Me preguntaba cuál seria el próximo avatar de nuestra Venus metamorfoseada en arquero. Se ha convertido en vuestro hermano gemelo. Los Gemelos se representan unidos por el cuello a los pies del Ángel bisexuado. ¡Recordad bien esto!

Robinsón estaba distraído. Sin embargo, los gemidos del casco bajo el asalto de las olas no le inquietaban demasiado. No mucho más que las evoluciones de un puñado de estrellas que danzaban en el marco de la portilla situado sobre la cabeza del capitán. El Virginia -velero mediocre con buen tiempo- era un buque a toda prueba cuando sobrevenía una desgracia. Con su arboladura baja y poco audaz su panza corta y rechoncha, de doscientas cincuenta toneladas de arqueo, más parecía una marmita o una cuba que un corcel de los mares y su lentitud era motivo de chanza en todos los puertos del mundo en los que había recalado. Pero sus hombres podían dormir a pierna suelta en lo más negro del huracán siempre que la costa más próxima no constituyera una amenaza. A esto se añadía el carácter de su capitán, que no era hombre dispuesto a luchar contra vientos y mareas ni a correr riesgos innecesarios para no desviarse de su ruta.

A primeras horas de la tarde de ese 29 de septiembre de 1759, cuando el Virginia debía hallarse sobre el paralelo 32 de latitud Sur, el barómetro había sufrido una caída vertical mientras que los fuegos de San Telmo se encendían como penachos luminosos en la punta de los mástiles y de las vergas, anunciando una tormenta de una extraña violencia. El horizonte meridional hacia el que se dirigía perezosamente la galeota estaba tan negro que, cuando las primeras gotas repicaron en el puente, Robinsón se sorprendió de que fuesen incoloras. Una noche de azufre se cerraba sobre el navío, cuando se levantó una brisa borrascosa por el noroeste, desigual y variable, de unos cinco a seis nudos de velocidad. El apacible Virginia luchaba con bravura con todos sus débiles medios contra un oleaje prolongado y de altura, que hundía su proa en el mar a cada embate; pero trazaba su ruta con una obstinación tan fiel que hizo brotar una lágrima de ternura en el ojo burlón de Van Deyssel. Sin embargo, cuando dos horas más tarde una detonación desgarradora le empujó hacia el puente para contemplar que su mesana -que había estallado como un globo- no ofrecía al viento más que una franja de tela despedazada, juzgó que el honor ya había quedado suficientemente a salvo y que no sería prudente obstinarse. Hizo capear y ordenó al timonel que se dejara llevar. Desde ese momento podía decirse que la tempestad agradecía la obediencia del Virginia. El navío navegaba sin tropiezos en un mar en ebullición, cuyo furor parecía haberse desinteresado de él repentinamente. Después de haber hecho cerrar cuidadosamente las escotillas, Van Deyssel congregó a la tripulación en el entrepuente -excepto a un hombre y a Tenn, el perro de a bordo, que quedaron de vigías-, Luego se encerró en su camarote, rodeado de todos los consuelos de la filosofía holandesa: frasco de ginebra, queso con cominos, galletas de pumpernickel, una tetera pesada como un adoquín, tabaco y pipa. Diez días antes, una línea verde, situada a babor en el horizonte, había advertido a la tripulación que tras franquear el trópico de Capricornio, doblaba las islas Desventuradas. Si hacía la ruta hacia el Sur, el navío debería entrar al día siguiente en las aguas de las islas Fernández; pero la tempestad lo empujaba hacia el Este, en dirección a la costa chilena, de la cual distaba todavía unas ciento setenta millas, sin que en medio hubiera una sola isla o un arrecife, a juzgar por la carta. Por lo tanto, no había que tener ninguna inquietud.

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