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Por último se decidió al fin a efectuar aquella botadura diferida desde hacía tanto tiempo por oscuros presentimientos. En realidad, no se sorprendió ante la imposibilidad de arrastrar sobre la arena, para llegar hasta el mar, aquel casco que debía pesar más de mil libras.

Pero su primer fracaso le reveló la gravedad de un problema que nunca se había planteado en serio. Fue una ocasión para descubrir un importante aspecto de la metamorfosis que sufría su espíritu por influencia de su vida solitaria. Era como si el campo de su atención se hiciera más profundo, pero al mismo tiempo más estrecho. Se le hacía cada vez más difícil pensar en varias cosas al mismo tiempo, e incluso tenía dificultades para pasar de un asunto que le preocupara a otro diferente. De este modo se dio cuenta de que el prójimo es para nosotros un poderoso factor de distracción no sólo porque nos perturba sin cesar y nos arranca de nuestros pensamientos, sino además porque la sola posibilidad de su aparición proyecta una imprecisa claridad sobre un universo de objetos que se hallan situados al margen de nuestra atención, pero que, en cualquier momento, podrían pasar a convertirse en su centro. Esta presencia marginal y como fantasmagórica de las cosas de las que no se ocupaba de inmediato se había ido borrando poco a poco del espíritu de Robinsón. A partir de ese momento se encontraba rodeado de objetos sometidos a la somera ley del todo o nada, y por eso, absorbido en la construcción del Evasión, se había desentendido del problema de su flotación. Conviene añadir que había estado además trastornado por el ejemplo del arca de Noé, que se había convertido para él en el arquetipo del Evasión: construida en medio de la tierra, lejos de cualquier playa, el arca había aguardado a que el agua llegara hasta ella, cayendo del cielo o deslizándose desde la cumbre de las montañas.

Un pánico, al principio dominado y luego vertiginoso, se apoderó de él cuando fracasó también al deslizar unos troncos bajo la quilla para conseguir que rodara, como había visto hacer con los fustes de las columnas cuando fue construida la catedral de York. El casco era inamovible y Robinsón sólo consiguió hundir una de sus cuadernas al apoyarse sobre ella con una estaca que hacía palanca sobre un madero. Al cabo de tres días de esfuerzo, la fatiga y la cólera nublaron su vista. Ideó entonces un último procedimiento para lograr ponerlo a flote: ya que no podía deslizar el Evasión hasta el mar, podría hacer tal vez que el mar subiera hasta el barco. Bastaba con realizar una especie de canal que, partiendo de la orilla, se iría haciendo cada vez más profundo hasta alcanzar el lugar en que había sido construido el barco. Éste se deslizaría al fin por el canal en el que penetraría diariamente el agua cuando subiera la marea. Se puso al trabajo en seguida. Luego, ya con el ánimo más sereno, calculó la distancia entre la orilla y el barco y, sobre todo, la altura a la que se encontraba éste por encima del nivel del mar. El canal debería tener ciento veinte yardas de longitud, y tendría que hundirse en el acantilado hasta más de cien pies de profundidad. Empresa gigantesca para la que, en el mejor de los casos, no serían bastantes todos los años que podrían quedarle de vida. Renunció.

El légamo líquido sobre el que danzaban nubes de mosquitos era recorrido por remolinos viscosos cuando un jabato del que sólo emergía el manchado hocico se prendió del costado materno. Varias manadas de jabalíes habían establecido su pocilga en las zonas pantanosas de la costa oriental de la isla, y allí permanecían sumergidos durante las horas más calurosas del día. Pero mientras que la hembra adormecida se confundía con el fango en su inmovilidad vegetal, su carnada se agitaba y disputaba sin cesar con agudos gruñidos. Como los rayos del sol comenzaban a hacerse oblicuos, la jabalina salió de pronto de su somnolencia y con un gran esfuerzo alzó su cuerpo chorreante sobre una lengua de tierra seca, mientras que los pequeños huían furiosos con gritos estridentes para escapar a la succión del fango. Después, toda la piara marchó en fila india con un gran ruido de matorrales pisoteados y de madera quebrada.

Fue entonces cuando una estatua de barro se animó a su vez y se deslizó entre los juncos. Robinsón no sabía ya cuánto tiempo había transcurrido desde que abandonara su último harapo en los espinos de un zarzal. Además, ya no temía el ardor del sol, porque una reseca costra de suciedad cubría su espalda, sus costados y sus caderas. Su barba se mezclaba con sus cabellos y su rostro desaparecía tras aquella masa hirsuta. Sus manos, convertidas en muñones ganchudos, no le servían más que para marchar, porque en cuanto intentaba ponerse de pie le invadía el vértigo. Su debilidad, la suavidad de la arena y los cenagales de la isla, pero sobre todo la ruptura de algún pequeño resorte de su alma, hacían que sólo se desplazara arratrándose sobre su vientre.

Sabía ahora que el hombre es semejante a esos heridos en el transcurso de un tumulto que permanecen de pie mientras les sostiene la multitud y caen a tierra en cuanto ésta se dispersa. La multitud de sus hermanos, que le había mantenido en lo humano sin que se hubiera percatado de ello, se había apartado bruscamente de él, y ahora sentía que ya no tenía fuerzas para seguir manteniéndose sobre sus piernas. Comía, con la nariz en tierra, cosas innombrables. Hacía sus necesidades y rara vez dejaba de revolcarse en el calor tibio de sus propias deyecciones. Se desplazaba cada vez menos y sus breves incursiones le conducían siempre a aquella pocilga. Allí perdía su cuerpo y se liberaba de su malestar en la envoltura húmeda y cálida del cenagal, mientras que las emanaciones emponzoñadas de las corrompidas aguas le oscurecían el espíritu. Sólo sus ojos, su nariz y su boca afloraban de aquella alfombra flotante de zadorijas y huevos de galápago. Liberado de todas sus ataduras terrestres, se mantenía en una embrutecida ensoñación con migajas de recuerdos que ascendían del pasado y danzaban en el cielo en las lacerías formadas por las inmóviles hojas. Redescubría las dulces horas que había vivido de niño, acurrucado en el fondo del sombrío almacén de lanas y telas de algodón de su padre. Las piezas de tejido amontonadas formaban en torno suyo como una fortaleza acogedora que absorbía indistintamente los ruidos, los choques y las corrientes de aire. En aquella atmósfera confinada flotaba un olor inmutable de grasa, polvo y barniz al que se añadía el benjuí que el padre Crusoe usaba en todas las estaciones para combatir a un catarro inextinguible. Robinsón pensaba que a aquel hombrecillo tímido y friolero, siempre encaramado en su elevado pupitre mientras inclinaba sus quevedos sobre un libro de cuentas, no le debía más que sus cabellos rojos; lo demás lo había heredado de su madre, que era toda una mujer. El cenagal, al descubrirle sus propias dificultades para replegarse sobre sí mismo y para dimitir frente al mundo exterior, le enseñó que él -mucho más de lo que antes había creído- era el hijo del insignificante pañero de York.

En sus largas horas de meditación brumosa iba desarrollando una filosofía que habría podido ser la de aquel hombre eclipsado. Sólo el pasado tenía una existencia y un valor considerables. El presente no valía más que como fuente de recuerdos, fábrica de pasado. Venía al fin la muerte: ella misma no era más que el momento esperado para gozar de aquella mina de oro acumulada. La eternidad nos era concedida para volver a considerar nuestra vida en toda su profundidad, más atentamente, más inteligentemente, más sensualmente de lo que puede hacerse en el bamboleo del presente

Estaba a punto de pastar un manojo de berros junto a un reguero, cuando de pronto escuchó una música. Irreal, pero clara; era una sinfonía celeste, un coro de voces cristalinas acompañado por acordes de arpa y viola de gamba. Robinsón pensó que se trataba de una música celestial y que, por tanto, él no iba a vivir ya durante mucho tiempo si no era que ya estaba muerto. Pero al levantar la cabeza vio despuntar una vela blanca en el horizonte. De un salto llegó al lugar donde había construido el Evasión, que era donde habían quedado sus herramientas y donde tuvo la suerte de encontrar inmediatamente su mechero. Luego se precipitó hacia el eucalipto seco. Quemó una antorcha de ramas secas y la colocó en la garganta abierta que formaba el tronco a ras del suelo. Al poco tiempo un torrente de humo acre salía de allí, pero el amplio fuego con que él contaba pareció hacerse esperar.

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