Agarró la rama más accesible y se levantó sobre una rodilla; luego se puso de pie, pensando imprecisamente que podría disfrutar de la salida del sol unos minutos antes de lo acostumbrado, si trepaba a la copa de un árbol. Trepó sin esfuerzo los sucesivos niveles de aquel armazón de madera con la creciente impresión de hallarse prisionero -y de algún modo solidario- en una amplia estructura, infinitamente ramificada, que arrancaba desde el tronco en la corteza rojiza y se desarrollaba en ramas, ramitas, tallos, plúmulas, para concluir en los nervios de las hojas triangulares, punzantes, en forma de escamas y enredadas en espiral en torno a las ramas. A medida que se elevaba, se hacía cada vez más sensible a la oscilación de aquel conjunto de miembros arquitectónicos a través del cual pasaba el viento con un zumbido de órgano. Se acercaba a la copa, cuando de pronto se encontró rodeado de vacío. Quizás a causa de un rayo el tronco se encontraba rajado en aquel lugar, a una altura de unos seis pies. Bajó los ojos para huir del vértigo. A sus pies, un batiburrillo de ramas dispuestas en planos superpuestos se prolongaba hacia abajo girando en una enloquecedora perspectiva. Un terror de su infancia le vino a la memoria. Había deseado subir al campanario de la catedral de York. Después de ascender por la escalera escarpada y estrecha, que daba vueltas en torno a una columnita de piedra esculpida, había abandonado de repente la tranquilizadora penumbra de los muros y había emergido al aire libre, en un espacio que se hacía aún más vertiginoso por la lejana silueta de los tejados de la ciudad. Tuvo que descender de nuevo como un papanatas, con la cabeza envuelta en su capucha escolar…
Cerró los ojos y apoyó su mejilla contra el tronco, único punto firme que disponía. En aquella arboladura, llena de vida, el trabajo de la madera, sobrecargada de miembros y arañando el viento, se oía como una vibración sorda, atravesada a veces por un largo gemido. Escuchó durante largo rato aquel rumor que traía la calma. La angustia aflojaba su abrazo. Soñaba. El árbol era un gran navío anclado en el humus y luchaba, con todas sus velas desplegadas, por iniciar al fin el vuelo. Una caricia cálida envolvió a su rostro. Sus párpados se hicieron incandescentes. Comprendió que el sol se había levantado, pero tardó todavía un poco en abrir los ojos. Se mantenía atento al ascenso en su interior de una nueva alegría. Una ola de calor le cubría. Tras la miseria del alba, la luz salvaje fecundaba con fuerza todas las cosas. Abrió a medias los ojos. Entre sus pestañas estallaron puñados de lentejuelas luminiscentes. Un soplo tibio hizo temblar a las hojas. La hoja pulmón del árbol, el árbol pulmón a su vez y por tanto el viento es su respiración, pensó Robinsón. Imaginó sus propios pulmones, expandiéndose hacia afuera, mata de carne purpúrea, pólipo de coral viviente, con membranas rosas, esponjas mucosas… Agitaría al aire aquella delicada exuberancia, aquel ramo de flores carnales y una alegría púrpura le penetraría por el canal del tronco, henchido de sangre bermeja…
Por el lado de la costa, un gran pájaro de color oro viejo, de forma romboidal, se balanceaba caprichosamente en el cielo. Viernes, cumpliendo su misteriosa promesa, hacía volar a Andoar.
Después de haber atado tres varitas de junco en forma de cruz, con dos brazos desiguales y paralelos, había vaciado una ranura en cada una de sus secciones y había hecho pasar por allí una tripa seca. Después había sujetado aquel marco ligero y sólido a la piel de Andoar, doblando y cosiendo sus bordes a la tripa seca. Uno de los extremos de la varita más larga sostenía la parte delantera de la piel y el otro estaba recubierto por la parte caudal que colgaba en forma de trébol. Los dos extremos se hallaban reunidos por una cuerda bastante floja y a ésta se unía otra cuerda con la que se sostenía y que estaba situada en un punto cuidadosamente calculado para que el carnero-volador adoptara la inclinación adecuada que le proporcionaría la mayor fuerza ascendente. Viernes había trabajado desde los primeros albores en aquellos ensamblajes delicados, y como soplaba a ráfagas una fuerte brisa de suroeste anunciadora del tiempo seco y luminoso, el gran pájaro de pergamino, apenas terminado, se agitaba entre sus manos, como impaciente por emprender el vuelo. En la playa, el araucano había dado gritos de alegría en el momento en que el monstruo frágil, combado como un arco, había subido como un cohete, haciendo resonar todas sus partes libres y arrastrando una guirnalda de plumas blancas y negras.
Cuando Robinsón llegó para reunirse con él, se hallaba tumbado sobre la arena con las manos cruzadas bajo la nuca y la cuerda del carnero-volador anudada a su sandalia izquierda. Robinsón se tendió a su lado y ambos contemplaron durante largo rato a Andoar que vivía en medio de las nubes, cediendo a bruscos e invisibles ataques, atormentado por corrientes contradictorias, debilitado por una repentina calma, pero conquistando de nuevo, en un impulso vertiginoso, toda la altura perdida. Viernes, que participaba intensamente en todas aquellas peripecias eólicas, se levantó al fin y con los brazos en cruz imitaba entre risas la danza de Andoar. Se encogía como una bola sobre la arena, luego se desplegaba, proyectando hacia el cielo su pierna izquierda, daba vueltas, vacilaba como si de pronto estuviera privado de energía, dudaba, se lanzaba de nuevo, y la cuerda atada a su sandalia era como el eje de aquella coreografía aérea, porque Andoar, fiel y lejano jinete, respondía a cada uno de sus movimientos con cabezadas, vueltas y descensos en picado.
La sobremesa estuvo dedicada a la pesca de peces voladores. La cuerda de Andoar fue sujeta a la parte trasera de la piragua, mientras que un cable de la misma longitud -unos ciento cincuenta pies aproximadamente- que partía de la cola del carnero-volador terminaba en un anzuelo que rozaba relampagueando la cresta de las olas.
Robinsón remaba lentamente contra el viento, siguiendo las lagunas de la costa oriental, mientras que Viernes, sentado detrás, y dándole la espalda, vigilaba las evoluciones de Andoar. Cuando un pez volador se arrojaba sobre el cebo y cerraba de manera inextricable su pico puntiagudo, erizado de dientecitos, en el anzuelo, el carnero-volador, como la boya de una caña de pescar, acusaba la captura con sus desordenados movimientos. Robinsón daba entonces media vuelta y, remando en el sentido del viento, alcanzaba deprisa el cabo del sedal que Viernes recogía. Al fondo de la piragua se amontonaban los cuerpos cilíndricos con los lomos verdes y los flancos plateados de los peces.
Cuando atardeció, Viernes no pudo decidirse a bajar a tierra a Andoar durante la noche. Le ató a uno de los pimenteros, donde antes había colgado su hamaca. Andoar, como un animal doméstico atado a su correa, pasó de este modo la noche a los pies de su amo y le acompañó también durante todo el día siguiente. Pero en el transcurso de la segunda noche, el viento cesó de repente y hubo que ir a recoger al gran pájaro de oro en el centro de un campo de magnolias donde se había posado despacito. Tras varios intentos infructuosos, Viernes renunció a colocarle de nuevo al viento. Pareció olvidarle y se refugió en el ocio durante ocho días. Entonces volvió a recordar la cabeza del macho cabrío que había abandonado en un hormiguero.
Las activas y diminutas obreras rojas habían trabajado bien. De los largos pelos blancos, de la barba y de la carne no quedaba nada. Las órbitas y el interior de la cabeza habían sido perfectamente limpiadas y los músculos y los cartílagos tan perfectamente ingeridos que el maxilar inferior se desprendió del resto de la cabeza en cuanto Viernes lo tocó. Era una noble cabeza de carnero con el cráneo marfileño, los fuertes cuernos negros anillados y en forma de lira, lo que blandió en su brazo como trofeo. Como había encontrado en la arena el cordoncillo de colores vivos que había estado anudado al cuello del animal, lo ató a la base de los cuernos, junto al rodete abultado que forma el pedestal córneo alrededor de su eje óseo.