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Pero si mi compañero eolio me atrae así hacia él, ¿no es acaso para que me vuelva hacia ti? Sol, ¿estás contento de mí? Mírame. ¿Mi metamorfosis se realiza suficientemente en el sentido de tu llama? Mi barba, cuyos pelos vegetaban en dirección a la tierra, como otras tantas raíces geotrópicas, ha desaparecido. En contraposición, mi cabellera riza sus bucles ardientes como una hoguera que tiende hacia el cielo.

Soy una flecha dirigida hacia tu foco, un péndulo, cuyo perfil perpendicular define tu soberanía sobre la tierra, el estilete del cuadrante solar sobre el que una agujita de sombra inscribe tu marcha.

Soy tu testimonio, de pie sobre esta tierra, como una espada templada en tu fuego.

Log-book.- Lo que más ha cambiado en mi vida es el transcurso del tiempo, su rapidez e incluso su orientación. Antaño cada jornada, cada hora, cada minuto estaba de algún modo inclinado hacia la jornada, la hora o el minuto siguiente y todas juntas eran aspiradas por el esbozo del momento cuya inexistencia provisional creaba como un vacuum. De este modo el tiempo pasaba de prisa y útilmente tanto más de prisa cuanto más útilmente era utilizado, y a sus espaldas dejaba un amasijo de monumentos y desperdicios que se llamaba mi historia. Quizás aquella crónica en la que yo estaba embarcado habría terminado, tras miles de peripecias, por «girar» y regresar a su origen. Pero esa circularidad del tiempo seguía siendo el secreto de los dioses y mi corta vida era para mí un segmento rectilíneo cuyos dos extremos apuntaban absurdamente hacia el infinito, del mismo modo que nada en un jardín de pocas áreas revela la esfericidad de la tierra. Sin embargo, algunos indicios nos enseñan que existen claves para la eternidad: el almanaque, por ejemplo, cuyas estaciones son un eterno retorno a escala humana, e incluso el modesto paso circular de las horas.

Pero para mí, a partir de ahora, el ciclo se ha comprimido hasta el punto de que se confunde con el instante. El movimiento circular se ha hecho tan rápido que no se distingue de la inmovilidad. Se diría, como consecuencia, que mis jornadas se han enderezado. Ya no corren las unas tras las otras. Se mantienen de pie, verticales, y se afirman con orgullo en su valor intrínseco. Y como no están diferenciadas por las etapas sucesivas de un plan en vías de ejecución, se parecen de tal modo que se superponen exactamente en mi memoria y me parece que revivo, sin cesar, la misma jornada. Desde que la explosión destruyó el mástil-calendario no he sentido ninguna necesidad de medir mi tiempo. El recuerdo de aquel memorable accidente y de todo lo que lo preparó se mantiene en mi espíritu con una vivacidad y una frescura inalterables, prueba suplementaria de que el tiempo quedó fijado en el mismo momento en que la clepsidra voló por los aires en mil pedazos. Desde ese momento, ¿acaso no estamos Viernes y yo instalados en la eternidad?

No he terminado todavía de asimilar todas las implicaciones de ese extraño descubrimiento. Conviene, en primer lugar, recordar que esta revolución -por repentina y literalmente explosiva que fuera- había sido anunciada y quizás anticipada por algunos signos precursores. Por ejemplo, la costumbre que yo había tomado, para escapar al calendario tiránico de la isla administrada, de detener la clepsidra. Fue primero para descender a las entrañas de la isla, como uno se sumerge en lo intemporal. Pero ¿no es precisamente esa eternidad adujada en las profundidades de la tierra la que ha sido arrojada hacia afuera por la explosión y ahora extiende su bendición a todas nuestras costas? O mejor aún, ¿no es la explosión, la eclosión volcánica de la paz de las profundidades, primero prisionera de la roca, como un grano enterrado, y ahora dueña de toda la isla, como un árbol que extiende su sombra sobre un área cada vez más extensa? Cuanto más pienso en ello, más me parece que los toneles de pólvora, la pipa de Van Deyssel y la inoportuna desobediencia de Viernes no son más que un rosario de anécdotas que encubren una necesidad fatídica que hacía su labor desde el momento mismo del naufragio del Virginia.

Otro ejemplo todavía: aquellos breves momentos de alucinación que yo tenía a veces y a los que denominaba -no sin intuición adivinatoria-«mis momentos de inocencia». Entonces me parecía entrever durante un breve instante otra isla oculta bajo el armazón de construcción y explotación agrícola con que yo había cubierto a Speranza. A aquella otra Speranza he sido transportado y en ella estoy instalado para siempre en un «momento de inocencia». Speranza ya no es más una tierra agreste que hay que hacer fructificar, ni Viernes es un salvaje al que debo amonestar. Tanto la una como el otro requieren toda mi atención contemplativa, una vigilancia maravillada, porque me parece -no, tengo la certeza- que a cada instante les descubro por primera vez y que nada empeña jamás su mágica novedad.

Log-book.- Sobre el espejo húmedo de la laguna, veo a Viernes que viene hacia mí con su paso calmo y regular y el desierto del cielo y del agua es tan vasto en torno suyo que no hay nada que proporcione su escala, de modo que igual podría ser un Viernes de tres pulgadas colocado en el hueco de mi mano el que se encuentra allí, que un gigante de seis toesas situado a una media milla de distancia…

Hele aquí. ¿Sabré yo alguna vez caminar con parecida majestad? ¿Puedo escribir sin ser ridículo que parece vestido en su desnudez? Marcha llevando su carne con una ostentación soberana, llevándose hacia adelante como una custodia de carne. Belleza evidente, brutal, que parece crear la nada en torno suyo.

Abandona la laguna y se aproxima a mí, que estoy sentado en la playa. Desde el momento en que ha comenzado a pisar la arena sembrada de conchas trituradas, desde que ha atravesado por en medio de ese montón de algas malvas y de aquella roca, devolviendo así un paisaje familiar, su belleza cambia de registro: se convierte en gracia. Me sonríe y hace un gesto hacia el cielo -como algunos ángeles en los cuadros religiosos- para señalarme sin duda que una brisa de sudoeste expulsa a las nubes, que se habían acumulado desde hacía varios días y que se va a restablecer durante largo tiempo la absoluta realeza del sol. Esboza un paso de danza que realza el equilibrio de plenitud y delicadeza de su cuerpo. Cuando llega cerca de mí, no dice nada…, taciturno compañero. Se da la vuelta y contempla la laguna por donde caminaba hace sólo un momento. Su alma flota entre las brumas que envuelven la caída de un día incierto, mientras deja su cuerpo plantado en la arena sobre sus piernas separadas y abiertas. Sentado a sus espaldas, observo esa parte de la pierna que está situada detrás de la rodilla -y que es exactamente la corva-, su palidez nacarada, la H mayúscula que allí se dibuja. Hinchada y pulposa cuando la pierna está tensa, esa garganta de carne se ahueca y se hace tierna cuando se dobla.

Aplico mis manos a sus rodillas. Hago de mis manos dos rodilleras atentas a experimentar su forma y a recoger su vida. La rodilla, dada su dureza, su sequedad-que contrasta con la ternura de la nalga y de la corva-, es la clave de bóveda del edificio carnal que él lleva en equilibrio viviente hasta el cielo. No hay temblor, impulso, duda que no arranque de esas tibias y móviles bisagras y que no regrese a ellas. Durante varios segundos, mis manos han podido apreciar que la inmovilidad de mi compañero no era la de una piedra, sino, muy por el contrario, la resultante inestable, sin cesar implicada y recreada de un juego complejo de acciones y reacciones de todos sus músculos.

Log-book.- Camino en el crepúsculo al borde del pantano, donde los tallos se entrechocan hasta el infinito, cuando veo que se acerca trotando a mi encuentro un cuadrúpedo que me recuerda a Tenn. Reconozco inmediatamente que se trata de una gran hembra de jutía. El viento está a mi favor y el animalillo -naturalmente miope- avanza con tranquilidad, sin sospechar mi presencia. Me hago tronco, roca, árbol, y espero que cruce ante mí y prosiga su camino. Pero no. Cuando se halla a cinco pasos, se queda quieta, con las orejas alzadas y la cabeza vuelta para observarme con su gran ojo brumoso. Después, como un relámpago, se da media vuelta y escapa como una exhalación, no por entre las cañas, en donde podría haber desaparecido inmediatamente, sino a través del sendero por el que antes avanzaba y ya no es más que una sombra saltarina, cuando todavía puedo escuchar sus pasitos resonando en las piedras del camino.

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