– Cuidado con las orejas -dije a modo de colofón-; siempre aparecen donde uno menos las espera. Y no se meta en camisa de once varas: si le lían con los tintes, écheles agua y dígales que vuelvan mañana. En la pared está la lista de precios, pero sólo son indicativos. Procure cobrar el doble y no acepte menos de la mitad. Las propinas son para usted.
– Y el sesenta por ciento de la recaudación.
– ¿Está loco? El treinta y va que arde.
– Pongamos el fifty-fifty y no discutamos más.
– Está bien.
*
Por precaución decidí no devolver el paraguas (el cielo seguía cubierto) hasta el regreso y así provisto, pero sin desayunar, me dirigí a la Plaza de Cataluña y me situé frente a la boca de la estación subterránea de ferrocarril «Plaza de Cataluña» por la que la tarde anterior, conforme al relato de Magnolio, había entrado Ivet. Para evitar ser visto de ella cuando llegara, hice como que miraba con detenimiento (y persistencia) un escaparate de El Corte Inglés, cuya bruñida superficie me permitía vigilar por reflejo la boca de la estación (y por transparencia la mercancía) sin llamar la atención de los apresurados viajeros (al tren) que por aquélla apresuradamente entraban. La plaza estaba muy animada y también del almacén entraba y salía una febril muchedumbre adquisidora.
La espera se me hizo angustiosa. El té resulta ser diurético y yo, sin saberlo, me había bebido tres tazas colmadas en casa de Purines. Este problema, de suyo molesto, venía agravado en la ocasión por una vestimenta cuyo procedimiento me era ajeno y por la afluencia de turistas que, so pretexto de retratar tal o cual edificio, pretendían animar con una instantánea de mis frecuentes desahogos la insoportable vaciedad de sus álbumes de fotos. En estas escaramuzas andábamos cuando vi cruzar a Ivet la Ronda de San Pedro en dirección a la estación y a mí. Con la punta del paraguas me abrí paso y la seguí escaleras abajo, a corta distancia para no perderla y confiando en que el disfraz le impidiera reconocerme aunque me viese, pues soy de la opinión (aunque ellas lo nieguen) de que las mujeres, de los hombres, se fijan sobre todo en la ropa y en el pelo. Ivet, por lo demás, iba con prisa y sin recelo. De cuando en cuando echaba una ojeada a su reloj de pulsera y aceleraba el paso. Al pasar frente a un quiosco compró un periódico. Yo la seguía por la estación muy de cerca, sin prestar atención al cambio experimentado por aquel noble recinto, otrora museo de la cochambre y ahora rutilante centro de ocio, cultura y comunicaciones, provisto de una variada y aceitosa oferta gastronómica. Tan cerca de ella iba que estuvimos a pique de tropezar cuando se paró a comprar en la máquina expendedora un billete de ida y vuelta a Mataró. Mi peculio sólo alcanzaba para un billete de ida, provisto del cual, y siempre pisando los talones de Ivet, obtuve acceso al andén y luego al tren de cercanías allí puesto. Apenas hecho esto, se cerraron las puertas y arrancó el tren. Si no me agarro, me caigo.
A aquella hora el tren no iba lleno, si bien en el vagón al que subí no había ningún asiento libre ni nadie me cedió el suyo, a pesar del baño de sales, el vestuario y mi actitud recatada. Este detalle y el no haber recibido en todo el día ni un piropo me hicieron pensar que si de repente, por un capricho de los genes, me convirtiera en mujer, las cosas no me irían mejor, porque la vida no ofrece a nadie una segunda oportunidad y si la ofreciera, siendo los mismos que somos, no nos serviría para nada.
Y así, recostado contra la puerta y arrullado por esta filosofía, me quedé dormido mientras el tren circulaba por el subsuelo de la ciudad. Me despertó la luz del día al salir el tren del túnel. Ivet seguía en su asiento, enfrascada en la lectura del periódico. En el cristal vi transcurrir el paisaje sobre la transparencia de mi cara mustia. El tren circulaba junto a un muro corrido de unos dos metros de altura, totalmente cubierto de graffiti de colores. Detrás del muro se veían almacenes de ladrillo rojo, vacíos y desvencijados. Las paredes de estos almacenes también estaban cubiertas de graffiti. No había un palmo de pared sin graffiti. Ponderé con respeto la diligencia y constancia de una generación dedicada a pintarrajear todo el trayecto de Gibraltar a la frontera. En la suave cadena de montículos, bloques de viviendas destinados a la cría del pobrete violentaban el horizonte. En todas las ventanas había ropa tendida. Al cabo de un rato avistamos el mar. Como el cielo seguía opaco, en la playa no había nadie. Aparté la vista, porque el mar me deprime. La montaña también. En general me deprime el paisajismo. Todo lo que está a más de diez metros de distancia me produce desasosiego. Por suerte, al otro lado de la vía discurría la carretera y, más allá, la autopista. Con esto me distraje un poco. Los almacenes vacíos dejaron paso a desmontes y pilas de detritus. Luego fueron apareciendo urbanizaciones y centros comerciales entre espacios verdes. Unas veces había grandes bloques de apartamentos, todos iguales, otras veces, casitas bajas, también iguales, dispuestas en forma lineal o caprichosa, como si la organización general del territorio se hubiera ajustado a varios planes, todos distintos entre sí, todos malos y todos dejados a medio hacer. En los trozos no construidos, donde antes había habido huertos en bancales con higueras y almendros y una carretera sinuosa que subía por la ladera hasta llegar a una torre vigía o una ermita, ahora había césped, palmeras, pozuelos de alabastro y riegos de aspersión, en un intento de convertir aquel otrora honesto paraje suburbano en una California de segunda mano.
De esta apática contemplación me sacó inesperadamente Ivet, al levantarse, dirigirse a la puerta del vagón y salir por ella al parar el tren en una estación anterior a Mataré, denominada Vilassar. Tuve que brincar como una rana para que la puerta no se cerrara y el tren continuara viaje conmigo adentro, dejándola a ella atrás y afuera.
En la estación, abierta a la playa, cuyas arenas hollaba, soplaba un viento que de poco se me lleva la cofia de encaje. Me ajusté las cintillas y seguí a Ivet, que cruzaba la vía por un paso subterráneo alfombrado de arena y tapizado de salitre. Salimos al andén opuesto. Otro pasadizo de análogas características nos permitió cruzar la carretera sin parar el tráfico ni ser muertos por él.
Ivet caminaba por la acera de la carretera deteniéndose aquí y allá, como si, sabiendo adonde quería ir pero no cómo, buscara un punto de referencia u orientación. Al doblar la primera esquina se abría una plazuela inhóspita, expuesta al viento húmedo del mar, en un extremo de la cual había una fila de taxis con las puertas abiertas y los taxistas fuera charlando entre sí. Ivet subió al primer taxi, el cual partió al punto enfilando una calle perpendicular a la carretera que llevaba monte arriba. Como yo no tenía dinero para hacer seguir el taxi a otro taxi (conmigo adentro), hube de tomar nota mental de la matrícula, licencia y características del vehículo usado por Ivet y esperar a que volviera a la parada con o sin ella.
Mientras esperaba di una vuelta por la plazuela y sus inmediaciones. Había algunas casas nuevas y altas, junto a otras antiguas, de una sola planta. En éstas, donde a juzgar por algunos distintivos debía de haber habido antiguamente un herrero, un zapatero y un carpintero había ahora una agencia inmobiliaria, una tienda de souvenires y un barucho que llevaba por nombre El Carajillo Jovial. Como la actividad económica de la población estaba íntegramente consagrada a los meses de verano, ahora, fuera de temporada, todo parecía fruto de una grave equivocación.
En el barucho pregunté qué me darían por las doscientas pesetas a que ascendían mis posibles. Me dieron una bolsa de virutas de porex con sabor a gallinejas que me supieron a gloria. Salí de nuevo a la plazuela. El taxi de Ivet aún no había regresado. Un moro que regaba concienzudamente las plantas me dejó aplacar la sed bebiendo de la manguera. Luego me senté a la sombra de un árbol para resguardarme del viento húmedo y a ratos arenoso hasta que regresó el taxi que había llevado a Ivet. Entonces me acerqué al taxista, le pregunté de dónde venía y él me respondió que de la residencia. No pregunté más para no despertar sus recelos.