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La puerta estaba cerrada. Por fortuna la cerradura era de máxima seguridad, que son las que cuestan menos de abrir. Siempre llevaba en el bolsillo dos horquillas, un peine y unas tijeras, por si había de ejercer mi profesión de peluquero en una emergencia. Con este material y mi habilidad, en pocos segundos estuve dentro.

El despacho estaba a oscuras, con las persianas bajadas. El ruido procedente del exterior me indicó que la ventana debía de dar a la fachada principal y, por consiguiente, a la Vía Augusta. La penumbra no impedía apreciar la suntuosidad del mobiliario. En una fotografía noblemente enmarcada se veía un caballero distinguido vestido de frac estrechar con efusión la mano de otra persona que le estaba imponiendo una medalla. Se les veía contentos. Seguramente había más cosas que me habría gustado contemplar, pero no podía perder tiempo. Consulté el reloj, que con el sobo de la sincronización se había parado de modo irreversible, y procedí a ejecutar la última parte de mi misión. Abrí el cajón de la derecha. Allí estaba la carpeta azul, rebosante de papeles. Debajo de la carpeta azul había otras carpetas, pero llevadas una a una junto a la ventana demostraron no ser ninguna de ellas de color azul, de manera que las volví a colocar en su sitio. Al hacer esto se quedó la carpeta azul al fondo del cajón y hube de llevarlas todas nuevamente a la zona iluminada para distinguirla de las demás carpetas. Los minutos iban pasando con la fluidez que les es propia. Individualizada sin duda la carpeta azul, la puse a un lado, cerré el cajón, saqué del bolsillo trasero del pantalón una especie de crustáceo que otrora había sido un pañuelo y con él borré las huellas dactilares que había dejado y que la grasa inmunda del garaje hacía por demás patentes, cogí la carpeta azul y salí de allí.

La carpeta tenía las gomas rotas y me vi obligado a abrazarla para que no salieran volando los documentos por el pasillo, por lo que me costaba bastante caminar y aún más orientarme. Tardé un rato en dar con la puerta de la escalera de emergencia, y descendiendo por ella, por más que puse cuidado, no pude evitar que se me cayera rodando un par de veces la maldita carpeta. A oscuras tuve que recoger los documentos y volverlos a meter allí sin orden ninguno. Por culpa de estos percances, gané finalmente la calle en estado de total confusión y hube de dar dos vueltas a la manzana para encontrar el lugar de la cita, adonde llegué sudando de mala manera.

Allí no había coche ni nada parecido. Esperé un rato con la carpeta en los brazos, tratando de poner orden en los documentos que por causa de mi torpeza asomaban entre las tapas y de eliminar con saliva y el vigoroso frotamiento de la manga las manchas de grasa, hasta que se detuvo junto a mí un taxi, se abrió la ventanilla del usuario y asomaron por ella la cara, cuello y extremidades superiores de la chica de siempre.

– Disculpe -dije acercándome a ella- los desperfectos y, en la medida en que le pueda afectar, la sudadera, pero he resbalado en el garaje y este mamotreto se las trae. Quizá encuentre los papeles un poco desordenados pero a oscuras…

– Bah, no importa, no importa -atajó ella mis excusas-, lo esencial es que hayas salido indemne de la prueba y conseguido la carpeta. Más lo segundo que lo primero. Anda, dámela, ¿a qué esperas? No es hora ni situación para pelar la pava.

– ¿Y el enmascarado? -pregunté.

– Ha preferido no venir, por razones de prudencia elemental. Ruega le disculpes.

Le entregué la carpeta, ella la cogió con fuerza, la colocó sobre su regazo y empezó a cerrar la ventanilla.

– Oiga -alcancé a gritar-, ¿y mi remuneración?

– Mañana, mañana -respondió una voz incierta, que quedó flotando en el lugar donde segundos antes había estado el taxi.

Perseguirle habría sido inútil, de modo que me quedé donde estaba, solo y progresivamente invadido por la ingrata sensación de haber sido víctima de un engaño

burdo y algo peor: merecido. Por lucirme delante de aquella chica que ahora no habría dudado en calificar de pérfida, había cometido el más imperdonable de los lapsos morales: no cobrar por adelantado. Gracias a este sistema me había quedado sin el dinero y sin la chica. En un gesto de aflicción levanté los ojos al cielo y, no hallando allí cosa alguna que mereciera la pena mirar, los bajé de nuevo al suelo y eché a andar por la Vía Augusta hasta dar con una parada de autobús y sumarme a la cola de parias que esperaban el nocturno.

3

Llegué a mi casa poco antes de clarear la aurora, sano, salvo y cansado. Me reintegré en el pijama ya descrito y antes de acostarme traté de restituir con un quitamanchas el traje a su estado anterior a mi caída en el garaje. A continuación, vencido por la fatiga y aletargado por los efluvios tóxicos del quitamanchas, me quedé dormido.

Al cabo de una hora me desperté sin necesidad de despertador (es una habilidad que poseo y que me ha ahorrado una fortuna en pilas), me lavé la cara, me peiné, me puse el traje, del cual, a costa de un severo encogimiento y algún que otro orificio, habían desaparecido las manchas casi por completo, y acudí con puntual ejemplaridad a la peluquería.

Por fortuna, la mañana transcurrió sin incidentes, al menos para mí, que me la pasé durmiendo como un leño. Poco antes del mediodía me despertó una mujer para preguntarme si podía teñirle de rubio el husky. Le dije que sí, pero cuando me enteré de que era un perro monté en cólera y la eché con cajas destempladas. Cuando se hubo ido, vi que había olvidado sobre la repisa donde tengo los aerosoles en impecable formación el periódico que al entrar traía bajo el brazo, bien con la intención de leerlo, bien con la más cívica de remediar los desaguisados de su perro, pues es sabido que el instinto lleva a muchos animales a demarcar el territorio por medio de zurullos y que los perros son muy dados a practicar esta inoportuna forma de cartografía tan pronto salen a la calle.

Debo confesar, no sin vergüenza, que no soy lector asiduo de periódicos, los cuales desperdician conmigo lo mejor que tienen, es decir, la periodicidad. Y no porque los haga de menos. Antes al contrario, yo opino que los periódicos pueden ser una fuente de información, siempre y cuando se lean con la atención debida y en un lugar adecuado. Es ésta, por desgracia, una práctica de la que yo carezco, porque al manicomio sólo llegaban números sueltos e indefectiblemente atrasados de algunos diarios, y aun éstos eran objeto de pillaje, trifulca y altercado, porque nada despertaba tanto interés, entusiasmo y agresividad entre los internos como las noticias y comentarios sobre el Tour de Francia, que todos se empeñaban en suponer perpetuo y no, como en rigor es, limitado a unas pocas semanas de julio, de resultas de lo cual el contenido íntegro del periódico era interpretado como alusivo al Tour de Francia y de ello se seguían, como es obligado cuando prevalece la obcecación sobre la cordura, vivas discusiones hermenéuticas, agresiones de palabra y obra y a la postre la decidida intervención de nuestros cuidadores y sus cimbreantes estacas. Y allí era entonces el salir todos en pelotón, pedaleando sin bicicleta, quién a la manera de Alex Zulle, quién a la de Indurain, quién, más modestamente, a la de Blijevens o a la de Bertoletti, y quién, por razón de su edad, a la de Martín Bahamontes o a la de Louison Bobet. Y ésta no es forma de leer el periódico con aprovechamiento.

Todo lo cual, sin embargo, no impidió que al verme yo en posesión del que había quedado por olvido en la peluquería, y no habiendo en aquel momento ningún apremio, le echara un vistazo, yendo mi vista a tropezar, en una de las páginas interiores, con una noticia que a continuación transcribo en su total integridad.

ASESINATO DE UN POBRE HOMBRE DE NEGOCIOS

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