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En la noche de ayer, es decir, anoche, fue asesinado el conocido hombre de negocios M. P. (Manuel Pardalot), anciano de 56 años de edad, accionista y directivo de la empresa El Caco Español, cuando se encontraba en su despacho, adonde había acudido fuera de horas de oficina, según declaró a este periódico el guardia de seguridad del edificio, con el pretexto de haber olvidado el susodicho Pardalot unos documentos de importancia que, en palabras de éste, dijo aquél, había de necesitar a la mañana siguiente o la otra. Una vez en su despacho, el conocido empresario (Pardalot) resultó muerto de varios disparos que en número de siete le afectaron diversos órganos vitales para la vida de Pardalot. Según fuentes allegadas al muerto, éste fue llevado al hospital, donde ingresó cadáver y fue dado de alta. El ya citado guardia nocturno del edificio, un tal Santi, empleado de una agencia privada de seguridad y ex profesor adjunto de la Universidad Pompeu Fabra, manifestó no haber oído nada, ni haber advertido la entrada de extraños en el edificio, cosa que, afirmó rotundamente el guardia, no habría permitido de ninguna manera, en cumplimiento de sus funciones de guardia de seguridad, consistentes precisamente en eso, aunque sí recuerda haber visto entrar al tantas veces mentado, conocido y ahora difunto hombre de negocios M. P. (o sea, Pardalot) poco después de la medianoche, hora local, y de haber tenido con él unas palabras, de las que no infirió en su momento que aquél fuera a ser asesinado tan en breve, así como tampoco vio salir a nadie. Aunque todavía no hay indicios acerca de la autoría del crimen, la policía ha desmentido que el asesinato de Pardalot guarde relación con el Tour de Francia.

Esta inquietante noticia iba acompañada de una fotografía del muerto, hecha, como se echaba de ver, cuando aún estaba vivo, en su propio despacho, allí donde según la crónica había sido asesinado. Huelga decir que este despacho no era sino el despacho que yo había visitado la misma noche del crimen con el objetivo de sustraer de allí la carpeta azul. Un análisis más meticuloso de la fotografía, efectuado con ayuda de las gafas que pedí prestadas a la señora Eulalia de la mercería, confirmó mis sospechas.

El señor Mariano, que regentaba el quiosco, hizo la vista gorda mientras yo hojeaba el resto de los periódicos locales. En todos aparecía la noticia del asesinato del difunto señor Pardalot, pero ninguno aportaba datos adicionales ni hablaba de mí en relación con el luctuoso episodio. Lo que me alivió un poco, pero no mucho.

Al mediodía cerré y después de efectuar la oportuna consulta en la guía urbana que me prestaron los concesionarios de la librería-papelería La Lechuza (el señor Mahmoud Salivar y la señora Piñol), regresé en autobús al lugar del crimen. Ante el edificio no se aglomeraban los curiosos ni había policías en forma visible. La puerta principal, la de cristal, parecía cerrada, bien por haber declarado la empresa luto oficial, bien por estar las autoridades competentes realizando sus pesquisas en la más estricta confidencialidad. En la parte posterior del edificio, junto a la puerta del garaje, vi a un hombre que examinaba con detenimiento la pared. Me acerqué a él y le pregunté si se sabía ya cuál era el móvil del crimen. Se volvió muy sorprendido y comprendí que no se trataba de un investigador, sino de un transeúnte que estaba orinando. De poco me salpica.

Me aposté de nuevo frente a la puerta de entrada. A través del cristal vi dos individuos discutir acaloradamente. En uno de ellos dos creí reconocer al guardia de seguridad, cuya vigilancia habíamos burlado la noche anterior quien esto escribe y posteriormente el asesino o los asesinos del difunto Pardalot, y a quien los periódicos atribuían el nombre genérico de Santi. No era raro que ahora le estuvieran echando una bronca de mil demonios. Al otro individuo, un caballero maduro y canoso, elegantemente vestido con un terno gris, no lo había visto antes, pero de su porte y actitud deduje que no era un policía, sino un alto ejecutivo de la empresa. De buena gana habría llamado su atención y les habría hecho unas cuantas preguntas, pero ni la prudencia lo aconsejaba ni la buena marcha de la peluquería me permitía seguir ausente de ella. Volví a coger el mismo autobús en dirección contraria y conseguí abrir con sólo diez minutos de retraso sobre el horario anunciado, cosa tan meritoria como inútil, porque ni había nadie esperando ni vino nadie hasta que a las ocho menos cuarto entró la señora Pascuala a que le recortara las puntas, la cual, advirtiendo al cabo de un rato mi hosco silencio y los horribles trasquilones que le estaba haciendo, dijo:

– Muy taciturno te veo.

A lo que respondí con un gruñido, porque durante la tarde se habían ido condensando en mi cerebro negras nubes de sospecha. En vista de lo cual se levantó de su asiento la señora Pascuala sin esperar a que yo acabara de dejarla pelona y arrojando de sí el peinador salió de la peluquería exclamando:

– Te has vuelto un maniático, un melindroso y un engreído. ¡Quién te ha visto y quién te ve! Tan agradable como parecías cuando llegaste.

La señora Pascuala era la propietaria de la pescadería La Toñina, en la que yo nunca compraba nada desde que una vez, años atrás, ella misma, la señora Pascuala, me vendió, al exorbitante precio de 150 pesetas el kilo, una espléndida lubina que más tarde, puesta por mí con esmero en la sartén, perdió el color, el sabor, las aletas, las escamas, la forma y la textura, conservando únicamente de sus atributos originales una insoportable y persistente fetidez abisal, de la que sólo me libré tras incontables sahumerios. No era esto, sin embargo (agua pasada), lo que había motivado mi actitud huraña con respecto a la señora Pascuala, pero su marcha repentina me impidió darle una satisfacción. Y como a la hora de cenar le refiriera lo sucedido a la señora Margarita, amiga de la señora Pascuala (en cuya tienda se surte de unas anchoas en salmuera que luego, en número de tres y camufladas bajo el tomate, agreden y lesionan la lengua, el paladar y las encías de quien comete la equivocación de pedir pizza napolitana), suspiró aquélla y me contó que a mi llegada al barrio la señora Pascuala se había hecho con respecto a mi persona ciertas ilusiones, que luego mi indiferencia había trocado en despecho.

– Pero esto no es motivo para insultarme -repliqué yo-, y menos aún para darme una lubina soluble.

Ni yo me percaté nunca de su afición, ni aun habiéndome percatado habría variado mi trato: la señora Pascuala no me gusta ni por su físico ni por su carácter ni por ningún otro motivo.

– ¿Y eso qué más da? -repuso la señora Margarita con el sentido común que caracteriza a las mujeres insensatas. Lo que sumó una nueva confusión a las que ya tenía.

*

Antes de entrar en mi casa me cercioré de que nadie merodeaba por las inmediaciones. Hecho esto, me escurrí en el portal, subí las escaleras sin encender la luz y, llegado a mi no por modesto menos amado apartamento, entré en él, vi que todo estaba tal como yo lo había dejado, salí de nuevo al rellano y toqué quedamente a la puerta del apartamento contiguo. Al instante se abrió una rendija, un resplandor bermellón inundó el rellano y en el vano se recortó la silueta de una mujer enfundada en cuero de la cabeza a los pies, que llevaba en una mano un látigo y en la otra una lavativa.

– Hola, Purines -susurré-, ¿molesto?

– No, qué va -respondió mi vecina-. Estaba esperando a un cliente, pero me temo que ya no vendrá, porque tenía cita para las seis y acaban de tocar las diez en la parroquia. ¿Qué se te ofrece?

Durante los años que llevábamos viviendo pared de por medio, siempre hubo entre Purines y yo una excelente relación de vecindad. Yo llevaba una vida regular y en extremo silenciosa. Ella, por el contrario, recibía a todas horas a una selecta clientela de circunspectos caballeros a los que propinaba unas palizas morrocotudas, que ellos soportaban con resignados ayes y coronaban con rugidos de placer y gritos de visca el Barça. Como el tabique que nos separaba no era precisamente de sillería, yo no perdía detalle de estas recias veladas, pero nunca me quejé, pues lo cierto es que, acostumbrado al pandemónium perpetuo del manicomio donde había pasado la mayor parte de mi vida, aquel alboroto no me impedía leer, ni ver la televisión, ni dormir como un bendito. A menudo nos habíamos hecho mutuamente los pequeños servicios habituales entre vecinos: recoger un paquete en ausencia de su destinatario, permitir la reparación de un escape, dar de comer al gato (de ella), prestarnos algún condimento, y cosas por el estilo. Y en una ocasión en que a Purines se le murió un cliente en pleno paroxismo, gustosamente la ayudé a cargar con él y llevarlo hasta un banco de la calle, donde lo dejamos sentadito y haciendo como que leía el suplemento cultural del ABC.

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