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– Purines -dije-, tengo que pedirte un favor, porque me parece que ando metido en un pequeño apuro. Hace un par de noches cometí un robo con escalo. Yo creía que se trataba de un asunto limpio, pero algunos detalles posteriores me inspiran recelo.

– Chico, qué alegría me das -respondió Purines-. Parecías tan formal que dabas miedo. ¿En qué puedo ayudarte?

– Tú estás siempre en casa -dije-. Vigila mi piso y tenme al corriente de si alguien viene en mi ausencia.

– Eso está hecho -dijo ella-. ¿Algo más?

– Sí -dije-, ¿tienes polvos de talco?

– Claro -respondió-, ¿cómo crees que entro y salgo de estos tapujos?

Agradecí a Purines su buena disposición, me despedí de ella, esparcí por el rellano los polvos de talco, me encerré en mi casa, me acosté y me dormí con la rapidez de quien tiene la conciencia sucia, pero está derrengado.

A la mañana siguiente en la capa de polvos de talco del rellano habían quedado claramente impresas las huellas de un par de zapatos masculinos bastante grandes de tamaño, como correspondería a las de un hombre muy alto y robusto o muy mal hecho. Las huellas iban de la escalera a mi puerta y de mi puerta a la escalera. Quienquiera que las hubiera dejado no había querido entrar en el apartamento al advertir que yo estaba allí. Barrí los polvos de talco para no incurrir en las iras de la comunidad y salí de nuevo dejando la puerta entornada a fin de que, cuando volvieran a registrar el piso, no me echaran a perder la cerradura.

En la peluquería, el candado de la persiana metálica había sido forzado, aunque no roto, gracias a Dios, porque valía un congo. Dentro reinaba un orden aparente. En realidad, todo había sido manoseado y vuelto a colocar en su sitio. Sólo mi conocimiento minucioso de las existencias me permitió advertir la sustracción de un frasco de aceite de macasar. A todas luces el registro era obra de un profesional mediocre con cierta predisposición por lo untuoso. Por lo demás, la jornada transcurrió sin incidentes dignos de mención. Más aún: sin incidentes de ningún tipo.

Pero al anochecer, de regreso a casa, tuve la sensación de que alguien me seguía con disimulo. Calculé que se trataba de un hombre muy alto, porque sus pasos resonaban en el silencio de las calles vacías a razón de uno suyo por cada dos míos. Anduve en zigzag y él hizo lo mismo; me detuve ante un escaparate, como a contemplar con sumo interés la mercancía allí expuesta (fajas, plantillas, calzado ortopédico y artículos para la incontinencia de orina) y mi seguidor se detuvo unos metros más atrás. El cristal del escaparate me ofreció el reflejo de su figura, sus rasgos faciales y su atuendo y en todos ellos pude reconocer al chófer negro de la limusina. Seguí caminando y al doblar una esquina me escondí en el retranqueo de un umbroso portal. Cuando mi perseguidor pasó por delante del portal, salí bruscamente del escondrijo y le pregunté:

– ¿Qué quiere usted?

Casi se desmaya. Dio un grito y un salto y se llevó las manos al pecho.

– ¡Esto no se hace, caramba! -exclamó una vez repuesto del susto- De poco me da un infarto.

– Se lo tiene merecido por andarme siguiendo a estas horas -repliqué-. ¿O se cree que a mí me hace gracia caminar por estas calles inseguras, en la soledad de la noche, con un sayón pegado a los talones?

– Yo no le seguía -protestó el chófer-. Yo sólo trataba de darle alcance. Pero usted se ha puesto a zigzaguear y como no veo muy bien y no conozco el barrio, si usted no se llega a parar, habría acabado dándome contra un farol. Además, pensé que no me reconocería.

– Hombre, un negro de dos metros y vestido de chófer no pasa inadvertido -contesté.

Me miró con fijeza, como si dudara entre darme un abrazo o partirme la cabeza de un cosco. Yo le aguanté la mirada, procurando disimular el canguelo, porque visto de cerca todo en él era terrible. Medía mucho más que yo, tanto a lo alto como a lo ancho, y fuera del coche se veía que era definitivamente negro. Tenía cara de pocos amigos y, para colmo de males, del pelo ensortijado y oleoso le resbalaban unos churretes que entrándole por el cuello de la camisa debían de llegarle ya hasta los calcetines, lo que me dio a entender que era aquel individuo quien había entrado en la peluquería, había hurtado el aceite de macasar y se lo había aplicado sin encomendarse a Dios ni al diablo. Y a juzgar por el tamaño de sus zapatos, también debía de ser quien había dejado impresas sus huellas en el talco de mi rellano. No obstante, su actitud, tono de voz y modales no evidenciaban malicia, sino al contrario: una afable inclinación.

– Vaya, yo creía que todos los negros éramos iguales -comentó-. Al menos, en mi poblado es así. Claro que allí no andamos todos vestidos de chófer. ¿Ve?, en eso no había caído. Pero no nos vayamos por los cerros de Uganda. He venido a traerle un mensaje. No mío, claro, sino de otra persona a la que usted conoce.

– ¿Su encapuchado jefe? -pregunté.

– No, la señorita Ivet -respondió-. Ya sabe cuál le digo.

– No sabía su nombre. ¿Por qué no ha venido ella en persona? -dije yo.

– La señorita Ivet no me lo ha dicho. Pero cuando oiga el recado de la señorita Ivet, usted mismo lo deducirá. El recado dice así: Haz lo que yo te ordeno o el individuo que te lleva el recado te retorcerá el pescuezo. ¿Lo ha entendido?

– Sí -dije-, pero preferiría hablar directamente con la señorita Ivet.

– Pues tendrá que conformarse conmigo.

– Si me niego, ¿me retorcerá realmente el pescuezo?

– Le agradecería que no me pusiera a prueba -respondió el chófer-. Yo no soy un salvaje. Yo sólo pienso en el bien común.

– Esta actitud le honra a usted y me complace a mí -dije-. Siempre pensé que era usted una persona cabal. Con mucho gusto escucharé su mensaje y, a mi vez, si usted no tiene inconveniente, le haré algunas preguntas de tipo general y también particular.

– Bueno -respondió el chófer tras una breve vacilación-. Pero he dejado el coche mal aparcado y ya sabe cómo las gastan los de la grúa. Si quiere oír el recado que le traigo y además entablar diálogo, acompáñeme a un sitio donde dejar el coche. Le invito a un trago.

Nada tenía que perder accediendo a su invitación, de modo que le seguí hasta donde había estacionado en doble fila el coche. El cual resultó no ser la limusina de la vez anterior, sino un Seat de aquella época gloriosa en que cada vehículo era bendecido por el obispo y filmado por el NO-DO a la salida de la fábrica. Advirtiendo mi sorpresa y mi decepción, me confesó que la limusina era de alquiler.

– Este cacharro, en cambio, es mío -acabó diciendo-. Nunca lo uso, ¿sabe? En realidad, hoy en día, el coche sólo es un símbolo de estatus, igual que las gafas progresivas o la ropa interior de caballero, dos ítems a los que aspiro acceder tan pronto me lo permitan mis ahorros. Esto de integrarse es un palo.

– Dígamelo a mí -convine.

Subimos al coche, lo puso en marcha, partimos y al cabo de un rato nos detuvimos a la puerta de un local nocturno que parecía ser y era una antigua fábrica, habilitada posteriormente como bar, sin que esta transformación hubiera supuesto su embellecimiento, su limpieza ni su aireación. Antes de entrar le pregunté si conocía el bar y me respondió que no, que nunca había puesto los pies allí, y que lo había elegido porque al pasar había visto en sus proximidades un espacio holgado donde aparcar el coche. Por lo demás, añadió, el bar le parecía acogedor y tranquilo, no obstante el neón en forma de esvástica que refulgía sobre el dintel y la pintada que decía putos negros al paredón, bien porque atribuyera a estos detalles una función puramente decorativa, bien porque fuera tonto y burriciego. Por fortuna a aquella hora no había en el bar otro ocupante que su dueño, un gigante musculoso que lucía en el torso un tatuaje con la efigie del cardenal Goma y que al vernos entrar dejó de trasegar una barrica de cerveza y vino a nuestro encuentro con estas amables palabras:

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