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– Buenas tardes. Soy el señor Pardalot y tengo encargado un ramo de flores para casa de Reinona en su tienda, ¿verdad?

– No, señor. No sé de qué me está hablando -respondió al otro extremo de la línea un individuo, de profesión florista.

– Pues yo tampoco. Adiós.

Mantuve el mismo diálogo cuatro veces más en otros tantos intentos. Al quinto, una mujer en cuya voz creí reconocer la del contestador telefónico de Pardalot exclamó:

– ¿Es usted el señor Pardalot?

– Sí, señora.

– Pues espero que le haya gustado la corona que enviamos a su entierro.

– Ah, señora -me apresuré a decir-, no soy el llorado señor Pardalot, sino su albacea testamentario. De ahí que utilice el nombre del difunto, pues lo represento, por así decir, en esta tierra. Y precisamente ha sido revisando con esmero sus papeles que he visto el nombre de su establecimiento y el encargo de unas flores con destino a casa de Reinona. Si no me equivoco.

– No se equivoca usted -dijo la florista-. Precisamente ayer llamé a la oficina, para pedir instrucciones al respecto y, no habiendo respondido nadie, dejé un recado en el contestador. El propio señor Pardalot llamó el viernes para encargar dos docenas de rosas rojas. Pero ahora, dadas las tristes circunstancias, supongo que habrá que anular el pedido.

– De ninguna manera, señora -dije-. Es mi deber dar fiel cumplimiento a las últimas voluntades del difunto. Envíe usted las flores sin tardanza. Yo sólo llamaba para verificar la dirección del legatario.

– ¿De quién?

– De Reinona.

– La de siempre.

– ¿Le importaría recordármela? Es sólo a efectos de inventario.

– No faltaría más, tome nota -dijo la florista-: Polvoalegre, veintisiete.

– Muchas gracias, señora -dije y colgué.

Devolví el callejero y el bolígrafo a la librería-papelería y permuté de nuevo con el camarero del bar nuestras respectivas posiciones. Al mediodía cerré, me dirigí otra vez al bar, saludé al camarero, me senté en una mesa y me hice servir la otra mitad del bocadillo de calamares encebollados. Iba a infligirle el primer mordisco cuando entró en el bar Magnolio. Al verlo, el camarero echó mano de la escopeta de perdigones, pero yo le tranquilicé diciendo que Magnolio era amigo mío y que yo respondía de su buena conducta. Mientras tanto, ajeno a esta negociación, Magnolio examinaba detenidamente las viandas que fermentaban en el mostrador.

– Póngame una ración de ensaladilla rusa con pan integral, amable camarero -dijo sentándose a mi mesa.

Le pregunté el motivo de su inesperada presencia allí y se le iluminaron los ojillos tras las gruesas lentes de sus antiparras.

– No soy tonto -dijo-, he estado pensando y me he dado cuenta de lo que usted se propone.

– Yo sólo me propongo comerme este medio bocadillo en paz -dije.

– Ja, ja -replicó Magnolio-, a mí no me la da con queso de búfala. Usted se propone descubrir al verdadero asesino del señor Pardalot. No lo niegue. En su situación yo haría lo mismo. La alternativa es el trullo, ja, ja. Pero déjeme decirle algo: en solitario, si tiene suerte, no conseguirá nada; y si no tiene suerte, conseguirá que le metan un balazo. Ja, ja.

– Y eso a usted ¿qué más le da?

– Me da. Todos somos hermanos.

– También el asesino de Pardalot. Váyase a comer con él.

– No es lo mismo -dijo Magnolio-. Yo soy un hombre honrado, como usted. Usted y yo militamos en el mismo bando, aunque con distintas banderas. La de mi país es como la senyera, pero con un mandril en medio. Si los hombres honrados no nos unimos, los granujas se apoderarán del mundo. Es posible que ya lo hayan hecho.

– No veo razón alguna para fiarme de usted -repliqué.

– Mire -dijo Magnolio sin perder la calma-, sin mala intención por mi parte, yo he colaborado al embrollo en el que estamos metidos todos. No quisiera tener su muerte sobre mi conciencia. También temo por la señorita Ivet, a quien conozco y aprecio. Es una señorita buena y tierna, en el sentido figurado de la palabra, y muy frágil y desvalida. A veces, yendo con ella en coche, de recados, la he visto llorar por el espejo retrovisor. Quiero decir mirando por el espejo retrovisor. Otras veces evidencia síntomas de confusión, fatiga, depresión y ansiedad. Yo no entiendo de psicología, pero me atrevería a afirmar que la señorita Ivet está bajo el influjo de un espíritu negativo o papus. Necesita protección y por ahora sólo nosotros podemos brindársela. Pero esto no es lo único. También me mueven motivos personales que ahora no le voy a exponer, pues sería largo y no ha lugar.

Calló y se puso a comer su ensaladilla con pausada delectación y exquisitos modos. Mientras lo hacía me dediqué a observarlo con atención y un punto de envidia, pues aunque conservo, gracias a Dios, todos los dientes y procuro no hablar mientras mastico, no consigo terminar la comida sin dejar un muestrario completo del menú en la mesa, el suelo y las paredes, por no hablar de la ropa y los zapatos. Por este motivo y otros de orden general, no me caía mal el personaje. Ni era cosa de despreciar un poco de ayuda, sobre todo de la que podía prestarme semejante armatoste. Además tenía coche. Decidí aceptar su ofrecimiento y así se lo hice saber.

– Ha tomado usted una sabia decisión -dijo él con una inclinación de cabeza-. Como dicen en mi tierra, entre todos lo haremos todo. Traducido pierde mucha gracia. Ahora cuénteme quién es Reinona.

Mientras él daba cuenta de la ensaladilla y el pan y pedía de postre una naranja, que mondó y se comió con tenedor y cuchillo para asombro y diversión de los clientes habituales, acostumbrados a llevarse la sopa a la boca con las manos, le conté lo del mensaje telefónico y lo que había averiguado llamando a la floristería. Cuando hubimos acabado, se limpió escrupulosamente los labios con la servilleta, la dobló, la dejó sobre la mesa y dijo:

– Todo esto está muy bien, pero hasta el momento sólo una cosa podemos sacar en claro: que Pardalot no asistirá a esa cena, que, siendo hoy martes de la semana, es esta misma noche.

– Pardalot -repuse- no asistirá, pero yo sí. Y seguramente también asistirá la persona que lo mató o lo hizo matar. Ya va siendo hora de que nos enfrentemos cara a cara. No hace falta decir que la empresa es arriesgada. ¿Puedo contar con su ayuda?

– No, señor -respondió.

– Entonces pague las consumiciones -dije yo.

Hice señas al camarero del bar para que trajera la cuenta (incluidas las llamadas telefónicas) y la pusiera discretamente ante las narices de Magnolio. Pagó él, salimos ambos y nos despedimos en la acera con toda suerte de reverencias y solemnidades.

4

Como aún faltaban unos minutos para abrir la peluquería, di la vuelta a la manzana y me detuve frente a una tienda cuyo rótulo rezaba así:

RAMACHANDRA SAPASTRA

Tintorería de ropa

sursen calsetines

SE: echan remiendos

modifican rotos

La tintorería estaba cerrada, golpeé el cristal y de la trastienda salió el señor Ramachandra en pañal y babuchas, con un plato de bodrio en una mano y una cuchara en la boca. Le expliqué que aquella noche me habían invitado a una fiesta de campanillas y quería ir hecho un brazo de mar, me hizo entrar y elegimos entre las prendas que los clientes le habían confiado, un traje que se ajustara a mi hechura, a mi presupuesto y a las conveniencias sociales, unos guantes de cabritilla y un fular. Le pagué mil pelas por adelantado y volví a la peluquería.

A las ocho menos cinco, cuando se fue el último cliente (que aquel día resultó ser también el primero), me teñí el pelo de un intrépido azabache. A continuación me hice una barba con un moño postizo, pero tras varias probaturas renuncié a ella porque me daba un aspecto montaraz poco tranquilizador. Me habría gustado pasar por casa para asearme un poco, porque tanto mi camisa como yo dejábamos bastante que desear en cuanto a pulcritud, lozanía y fragancia, pero cuando me disponía a salir, apareció inopinadamente Ivet. Estaba muy guapa y parecía agitada. Mientras yo me fijaba en estos detalles, ella me dio un somero repaso y preguntó:

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