– Ah -replicó Magnolio-, yo sí lo sé.
Lo miramos sorprendidos y Magnolio, ufano de haber despertado tanta expectación sobre su persona, nos refirió cómo a la mañana siguiente de la noche aciaga de la traición, Magnolio y el abogado señor Miscosillas habían ido en el coche de Magnolio a recoger a un tercer individuo, encapuchado, y luego los tres juntos a la residencia de Vilassar, de donde se habían llevado al padre de Ivet a un lugar seguro. Allí satisfizo el abogado señor Miscosillas el pago prometido a Magnolio, conminándole al mismo tiempo a no revelar a nadie nada de lo ocurrido, pues si lo hacía la policía lo consideraría cómplice del secuestro y, siendo negro, le atribuiría las peores intenciones.
– Pero ahora -concluyó diciendo Magnolio-, estoy dispuesto a correr cualquier riesgo para rehabilitarme a los ojos de usted, y a los ojos del señor Mandanga y de su esposa, que han sido como unos padres para mí, y a los ojos de la señorita Ivet, que tantas veces me ha proporcionado trabajo y ha confiado en mí, y sobre todo a los ojos de mis antepasados, porque soy animista, para lo cual, si usted quiere, le llevo en mi coche, sin cobrar, al escondrijo donde tienen encerrado a Agustín Taberner, alias el Gaucho, pero sólo hasta la puerta. Debo advertirle, sin embargo, que se trata de lugar peligroso al tiempo que siniestro, siendo su nombre o topónimo Castelldefels.
Asumí el riesgo, felicitaron el señor Mandanga y su esposa, la señora Loli, a Magnolio por aquel cambio de actitud recta y loable, y a mí por mi arrojo, y saliendo ambos de la barra nos abrazaron y nos recordaron que la semana siguiente empezaba un ciclo de Truffaut y se negaron a cobrarme los chicharrones y la Pepsi-Cola, diciendo que eran obsequio de la casa.
7
Era pasada la medianoche cuando Magnolio y yo emprendimos viaje y, siendo el tráfico escaso por la Ronda de Dalt (obra magna), hicimos largo trayecto en tiempo breve. No tanto sin embargo que no pudiera Magnolio hacerme recuento de lo sucedido aquella mañana, al despuntar la cual, como ya había empezado a contarnos en el bar, Magnolio había recogido en su coche, en una de las esquinas de la Diagonal con la calle Muntaner, al abogado señor Miscosillas y a otro individuo de corta estatura y gruesa complexión a quien Magnolio dijo haber reconocido al punto, pues llevaba el rostro cubierto por un caperuzón y hablaba, cuando hablaba, con la voz deformada por un artilugio que, al volverla igual a la del Pato Lucas, hacía ganar a su dueño en misterio lo que le hacía perder en dignidad. Por lo demás, los dos secuestradores poco se habían dicho durante el viaje, sin duda para no poner en conocimiento del chófer (Magnolio) lo alevoso de sus intenciones. Y así, con las vicisitudes propias del tráfico a aquella hora, que Magnolio describió de modo prolijo y yo ahora omito, habían llegado los tres ante la cancela de la residencia de Vilassar ya conocida del lector atento. Magnolio habría preferido quedarse en el coche, siguió diciendo Magnolio, y así se lo hizo saber a sus acompañantes, pero el encapuchado le ordenó que les acompañara por si había que cargar algún paquete. Con esta crudeza se expresó, dijo Magnolio. Ya en el interior de la residencia, un marimacho en funciones de enfermera jefa salió a su encuentro. Debía de haber sido avisada con anterioridad y su voluntad comprada, pues dijo que todo estaba listo, tal como habían quedado, se guardó en un bolsillo del uniforme el cheque que le entregaron y condujo a los tres hombres por un pasillo hasta una habitación en cuyo interior dormía un inválido en una silla de ruedas. Junto a la silla de ruedas del inválido había una maleta cerrada que contenía, según dijo la enfermera jefa, la ropa del inválido y otras pertenencias, también del inválido. El inválido, siempre según la enfermera jefa, había sido preparado para el viaje, con lo que había dado a entender, está vez según Magnolio, que le había sido administrado un específico para dejarlo grogui. Tras este conciliábulo, habían sacado al inválido y su equipaje de la residencia y metido en el coche al inválido y en el maletero la silla de ruedas del inválido y la maleta del inválido y habían partido con el inválido y la impedimenta del inválido. Después de un recorrido, de cuyas incidencias hizo de nuevo Magnolio minuciosa relación, habían llegado a las puertas de un chalet ubicado en una zona residencial de Castelldefels, adonde precisamente llegábamos nosotros a nuestra vez en este punto de la narración.
Dejamos la autovía dicha de Castelldefels a la altura de un parking-caravaning, asador, gasolinera y centro de exposición y venta de muebles de jardín llamado El Pirata Bujarrón, contorneamos dos o tres rotondas y después de varios intentos fallidos por orientarse Magnolio, nos encontramos circulando por unas calles flanqueadas de chalets que yo no habría vacilado en calificar de «de ensueño», si bien muchos de ellos estaban siendo derribados por la piqueta del progreso para dejar paso a edificios de apartamentos, más grandes y más en consonancia con el gusto actual por el hacinamiento. Ni ser humano ni máquina se movían en los alrededores y ni tan sólo el murmullo cadencioso de las olas del mar al romper en la arena de la playa cercana o el lejano traqueteo de un tren de mercancías rompían el silencio cuando Magnolio apagó el motor, tras haber detenido el coche en una esquina.
– Es aquél -dijo señalando un chalet de dos plantas, con hechura de triángulo escaleno, paredes blancas, postigos verdes y techo de tejas descoloridas, rodeado por un jardín y éste, a su vez, por una cerca de obra enjalbegada de apenas metro y medio de altura-. Le acompañaría con gusto, pero como ve, no hay donde aparcar.
– No se haga problemas de conciencia, Magnolio -le dije-. Este asunto no le concierne y ha hecho usted lo que habría hecho cualquier hombre de bien en sus mismas circunstancias, por no decir más. En realidad, este asunto sólo concierne a unas cuantas personas con las que ni usted ni yo tenemos nada que ver, nada que rascar. Lo nuestro, amigo Magnolio, es la supervivencia, y nuestra supervivencia no pasa por Castelldefels. Y si se está preguntando por qué pensando así me meto en camisa de once varas, le responderé que no lo sé. Alguna razón o instinto habrá. Supongo que en algo influye la señorita Ivet. Y ahora déjeme que sea yo quien le haga una pregunta capital: ¿hay perro?
– Yo no he olido ninguno esta mañana -respondió Magnolio.
Me apeé sin decir más y Magnolio arrancó y se fue. Cuando el petardeo del coche hubo cesado me acerqué con cautela al chalet. La cancela no era más alta que la cerca y se cerraba con un simple pasador: el chalet había sido construido en una época lejana en la que sólo delinquíamos contra la propiedad unos pocos artesanos. De la cancela a la casa corría un sendero de lascas; el resto del jardín estaba alfombrado de césped y salpimentado de macizos de flores. Un almendro, un limonero y una palmera bigotuda completaban el censo botánico del área. Al costado derecho de la casa, según yo estaba, se intuía el principio o el final de una piscina vacía y cuarteada, largo tiempo en desuso; al opuesto, un garaje. Por la parte de atrás el chalet daba a otro chalet idéntico al descrito en este mismo parágrafo. Este segundo chalet estaba a oscuras; el primero dejaba ver una luz a través de los postigos entreabiertos de una ventana de la planta baja. Por si en aquella ventana había apostado un vigía, preferí entrar por el jardín del otro chalet, suponiéndolo vacío. No lo estaba: apenas rebasada la cerca y avanzados unos metros por el césped a gatas oí un jadeo y vi a un palmo de mis ojos las fauces de un terrible mastín, para cuya descripción me remito a la que de esta raza ofrece el Diccionario de la Real Academia Española: «Perro grande, fornido, de cabeza redonda, orejas pequeñas y caídas, ojos encendidos, boca rasgada, dientes fuertes, cuello corto y grueso, pecho ancho y robusto, manos y pies recios y nervudos, y pelo largo, algo lanoso. Es muy valiente y leal, y el mejor para la guarda de los ganados.» La lengua babosa que le colgaba por un lado de la boca y una correa en la que se podía leer su nombre (Churchill) acentuaban lo espantoso de su aspecto. Me di por comido. Sin embargo, al cabo de unos segundos, mientras el cruel depredador se deleitaba alargando mi agonía, recordé que aún llevaba en el bolsillo de la americana el bocata de calamares encebollados que Ivet no se había comido aquel mediodía. Me llevé la mano lentamente al bolsillo, saqué el paquete, le quité el papel de periódico en que venía envuelto el bocata y con gesto templado lo arrojé al interior de la boca de la fiera. La cual cerró la boca, masticó, tragó, fijó en mí una mirada no tanto feroz cuanto taciturna y abrió de nuevo la boca. Cerré los ojos. Cuando los abrí el mastín seguía con la boca abierta. Al cabo de unos segundos emitió un sobrio eructo, cerró la boca, dio media vuelta y se fue.