Como ves he vuelto a Nueva York, de donde nunca tendría que haberme ido, y donde esta vez espero conseguir un trabajo estable en breve, o al menos antes de que se me acaben las joyas de mi difunta madre, gracias a las cuales he podido vivir hasta ahora sin apuros. Llevo una vida ordenada y tranquila. Si entonces me metí en lo de la droga fue porque estaba muy sola. Ahora sigo igual pero no es lo mismo. Quedarme huérfana de padre y madre en una sola noche me ha supuesto un gran alivio. Por primera vez soy dueña de mis actos y no sólo responsable de sus consecuencias. Espero que tú también hayas sacado provecho de las experiencias que vivimos juntos y que te vaya muy bien en la peluquería. Nueva York está mejor que nunca, sobre todo en estas fechas. Te encantarían los escaparates de Sacks.
Cordialmente, Ivet.
Oí un ruido a mis espaldas y casi se me para el corazón. No sé quién pensé que podía ser. En realidad era mi vecina Purines. En mi precipitación por leer la carta había dejado la puerta del apartamento abierta de par en par y Purines me había sorprendido enfrascado en la lectura al volver del supermercado vestida de Santa Claus. La Navidad estaba al caer y sus clientes no podían escapar al influjo de estas fechas señaladas. Ella, personalmente, habría preferido vestirse de pastorcito o de oveja y escenificar la anunciata o cualquier otro episodio de nuestro tradicional pesebre, pero el que pagaba, mandaba, aquí, en Belén y en todas partes, y si lo que les apetecía a sus clientes era vestirse de reno y tirar de un trineo cargado de juguetes, allá ellos con sus lomos, afirmó. Luego dejó en el suelo del rellano las bolsas, se quitó el gorro y dijo:
– Al salir vi el sobre en tu puerta. Carta de USA. ¿Buenas noticias?
– Oh, sí, muy buenas -respondí doblando la carta y metiéndomela en el bolsillo.
Purines se me quedó mirando, levantó del suelo las bolsas de plástico y dijo:
– Oye, estas fiestas son un palo: la clientela no está por la labor y las calles están imposibles. Así que he pensado irme a pasar unos días a un hotelito que me han recomendado, limpio, barato y tal. Y digo yo que, si te animas, nos podríamos ir juntos. Si no conoces Benidorm, te gustará. Un cambio de aires te sentará de miedo… y yo soy muy callada y de buen conformar.
Sin darme tiempo a encontrar una respuesta aceptable a su proposición, agregó:
– Ella no volverá. Y si volviera, no te avisaría.
– Ya lo sé, Purines -dije yo-, pero aun así…
– Entonces -suspiró Purines-, no seas tonto y ve a buscarla.
– ¿A Nueva York? No digas disparates. No sé ni dónde cae. Y aunque fuera, ¿qué haría allí?
– Trabajar. Una amiga que estuvo una semana entera todo pagado me contó que en América se aprecia y se recompensa la iniciativa privada, al revés que aquí. Créeme, si no lo haces, te volverás idiota. Y si aceptas mi propuesta y te vienes conmigo, idiota y gordo.
Purines tenía razón: a pesar de que la peluquería iba mejor (en términos comparativos) gracias al nuevo secador eléctrico y que las fiestas hacían prever un fuerte o al menos un débil incremento (estacional) del trabajo, el entusiasmo de antaño parecía haberme abandonado. Me propuse darme un tiempo para reflexionar y no tomar ninguna decisión hasta fin de año.
*
Una tarde, poco después de la escena descrita en los párrafos anteriores, entró en la peluquería un extraño individuo. Su enmarañada melena y su espesa barba habrían hecho de él un magnífico cliente si el andar cubierto de harapos y descalzo y el ir por las calles pidiendo limosna no hubieran sido índice de escaso poder adquisitivo por su parte. Era el día de los inocentes y arrastraba una estela de llufas. Le dije que no podía darle nada y que si hubiera podido darle algo tampoco se lo habría dado para no fomentar la mendicidad, y respondió él muy dignamente:
– Caballero, yo no soy un mendigo. Si pido limosna es por pura necesidad. Mi verdadero oficio es estrella de la pantalla. Soy Robert Taylor. Por desgracia, hay un loco llamado Cañuto que se cree que soy yo y tiene liadas a las grandes productoras de Hollywood.
Al decir esto apartó la corriente de aire las greñas de su rostro y lo reconocí al punto.
– ¡Cañuto, cuánto tiempo sin saber de ti! -exclamé echándole los brazos al cuello y retirándolos de inmediato-. La última vez que nos vimos fue en una autopista, el mismo día que nos echaron del manicomio, ¿recuerdas? Yo te hacía incrustado en el macadam. ¿Qué ha sido de tu vida?
– Ya ves -repuso Cañuto encogiéndose de hombros-. Como Robert Taylor no me puedo quejar. Pero como Cañuto las paso magras. ¿Y tú?
– Aquí, haciendo de peluquero -dije-. La empresa es de mi cuñado, pero la llevo yo.
– Jolín -dijo Cañuto-, a esto lo llamo yo prosperar.
– Y que lo digas. ¿No has vuelto a robar bancos?
– No, chico -suspiró Cañuto-, con los adelantos de la tecnología las cosas se han puesto complicadísimas. Que si detectores, que si alarmas, que si cristales blindados, que si circuitos de televisión… Están acabando con el oficio.
– Bah, no hagas caso -repuse-. Toda esa tecnología es una chapuza, te lo digo yo. Cuanta más tecnología, más sencillo debe de ser dar el golpe. Todo consiste en encontrarle las vueltas. ¿Tienes prisa?
– No mucha.
– Pues siéntate aquí -le dije- y déjame hacer.
Le lavé el pelo, se lo corté, le afeité, le hice la permanente (con el secador nuevo) y cuando lo tuve hecho un dandi, me puse la bufanda y, aunque todavía faltaban dos horas largas para la del cierre, nos dirigimos de bracete, bajo el llamativo resplandor de los adornos navideños, a la pizzería, donde me proponía obsequiarle con una cena digna de un rajá y, de paso, hablarle de ciertos proyectos que desde hacía unos días me rondaban la cabeza o por la cabeza, porque ya llevaba invertidos en la peluquería ilusión, tiempo y esfuerzos sobrados y si finalmente me decidía a imprimir a mi vida un sesgo nuevo, y quién sabe si a cambiar también de residencia, las habilidades de Cañuto podían resultarme de mucha utilidad.