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– Muchacho -le respondí-, no tengo un real. Pero te hago un trato. ¿Qué edad tienes y cómo te llamas?

Me respondió que pronto cumpliría veintiún años, pero que de momento sólo tenía ocho, y que podía llamarle Jamín, contracción de Jaime en catalán aljamiado.

– Está bien Jamín -le dije-, ahora escucha. Si sabes dónde vive Cándida, dímelo y quizá algún día te pueda pagar este favor. Si no me lo dices, acudiré a la policía y le diré que te he violado. A mí me dejarán en libertad y a ti te encerrarán en un reformatorio.

Era listo, aunque le faltaba experiencia y mundología. Echó a andar a paso vivo, y yo le seguí sin ocultar mi admiración por aquel genuino producto de la reforma escolar. Al cabo de poco se detuvo ante un edificio que había escapado al plan de embellecimiento e higienización a que parecía sometido el barrio entero: la fachada aún rezumaba hollín y del portal surgía un invicto pestazo a sardina frita, excremento y gas Lebón. Jamín señaló aquel negror y masculló antes de alejarse:

– Tercero segunda.

Con el ánimo hinchado por la esperanza y pinchado por la incertidumbre, subí los escalones resbalosos y llegué a lo que la claridad que dejaban entrar las grietas del muro me indicó ser la presunta vivienda de mi hermana. Pulsé el timbre y esperé un buen rato. Finalmente mis oídos percibieron el sensual deslizarse de unas zapatillas viejas por los baldosines desencolados de un piso en ruinas. Se abrió una mirilla, pero al no llegar la persona que la había abierto al agujero, se volvió a cerrar la mirilla y una voz cascada dijo:

– Aquí no hay nadie, ¿quién va?

– Busco a una señorita llamada Cándida -respondí-. Le traigo buenas noticias. Y un ramo de flores. Y un lote de productos alimenticios. Y la posibilidad de ganar muchos premios más.

– No siga, joven -dijo la cascada voz-. Cándida no puede atenderle. Está ocupada.

– Señora -amenacé-, si no me abre ahora mismo, echo la puerta abajo.

Sonaron aldabas, rechinaron goznes y por un resquicio asomó el rostro de una viejuca mientras yo introducía en él el pie, más por dar impresión de firmeza que con fin práctico alguno, pues iba descalzo y si aquella cacatúa hubiera optado por cerrar, habría tenido que batirme en retirada dejando en el interior del piso mis cinco deditos. Por suerte la cacatúa parecía demasiado aturdida para advertir su ventaja táctica.

– ¿Quién es usted?

Los dos habíamos formulado al mismo tiempo la pregunta, pero fui yo quien respondió, en parte por cortesía y en parte porque es inútil razonar con las personas de edad.

– Soy el hermano de la señorita Cándida.

– Cándida nunca me dijo que tuviera un hermano -replicó la cacatúa.

– No le gusta alardear. ¿Está en casa?

– ¿Quién?, ¿yo?

– No, Cándida.

– Ah. ¿Y usted por qué va en paños menores, joven?

– Para una visita familiar opté por un atuendo informal -dije a modo de excusa-. No soy un esclavo de la moda. Ni usted tampoco, señora, a juzgar por la bata astrosa que lleva.

– Sí, pero yo estoy en mi casa.

– ¿Su casa? -dije-. ¿Vive usted con Cándida?

– No, señor -replicó la cacatúa-. Cándida vive conmigo.

– ¿Puedo preguntarle en calidad de qué? -pregunté yo.

– Cándida -respondió la cacatúa- es mi nuera. Mi hijo y su esposa, esto es, mi nuera y su esposo, viven en mi casa y a costa de mi modesta pensión. Pero no son en puridad dos parásitos: mi hijo tiene un negocio floreciente y Cándida hace lo que puede, que no es mucho.

– O sea -exclamé más para mí que para los obturados oídos de la cacatúa- que al final la pobre Cándida se acabó casando. Nunca lo habría imaginado.

– Es raro que siendo usted su hermano no lo sepa -dijo la cacatúa-. Si ella no le participó el casamiento en su día, razones habrá tenido. Y ahora, si me lo permite, voy a cerrar la puerta, con fractura o sin fractura de los huesos del pie, según usted elija.

– Por favor, señora -le supliqué-, necesito hablar con Cándida. Mis intenciones no son malas, pero sí resueltas. Si usted no me deja entrar, me sentaré en el felpudo y aguardaré a que salga si está dentro o a que entre si está fuera, y cuanto más tarde en ocurrir eso, más probabilidades hay de que me vean los vecinos practicando una parodia de budismo.

Viendo la vieja que me disponía a cumplir mi amenaza y que al adoptar la posición del loto se me rasgaban los calzoncillos por la parte posterior, abrió la puerta de par en par y me invitó a pasar a un recibidor angosto pero amueblado con sencillo mal gusto, adonde a poco, convocada por los gritos de la cacatúa, desembocó mi hermana procedente de las simas de aquella porqueriza.

*

Hay mujeres sobre cuya apariencia física un cambio venturoso de estado civil produce un efecto casi mágico, una auténtica transfiguración. No era éste el caso de Cándida, a quien encontré, por decir lo menos, francamente empeorada, como si los años transcurridos desde nuestro último encuentro le hubieran ido propinando a su paso fieras coces.

– Hola, Cándida -musité-, estás preciosa.

Contra todo pronóstico, Cándida hizo un visaje que en un primate habría podido pasar por sonrisa y respondió:

– Tú también tienes muy buen aspecto. Pero no te quedes en el recibidor. Pasa y ponte cómodo. Estás en tu casa.

Al pronto, y habiendo visto en la televisión películas e incluso reportajes reales sobre el tema, pensé que la pobre Cándida había sido objeto de abducción por parte de algún alienígena, y su forma mortal suplantada por éste. Luego me dije que ningún alienígena en su sano juicio se habría posesionado de semejante cascajo como paso previo a la conquista o destrucción de nuestro planeta, y que si, a pesar de todo, algún extraño ser de otra galaxia había tenido aquel capricho, por fuerza el cambio me había de resultar beneficioso. De modo que me deshice en mieles y la seguí al interior del piso, que constaba de dos dormitorios, cocina, baño y living room, según pude colegir del mobiliario, la decoración y otras emplastaduras.

– Como ves -dijo Cándida cuando hubo concluido el recorrido-, aquí vivimos divinamente yo, Viriato y mamá.

– ¿Mamá es este pimpollo nonagenario y vesánico? -pregunté.

– De Viriato, mamá -aclaró Cándida-, y de mí, mamá política. Viriato es mi media naranja. Te encantará Viriato: en la medida de lo posible es más joven que yo, atractivo, despierto e inteligente, y de muy apacible y liberal disposición.

– ¿Y tú crees que a él también le encantaré yo?

– Estoy convencida de ello. ¿A que sí, mamá?

Por suerte la cacatúa se había dormido o muerto en el ínterin volcada sobre el paragüero, y no pudo responder a esta capciosa pregunta.

– Oye, Cándida -dije-, me parece que deberías empezarme a contar esta historia desde el principio. Antes, sin embargo, y previéndola larga, te agradecería que me dieras algo de comer. Debo advertirte, a fuer de sincero y por si no lo has notado, que mi situación dista de ser próspera. Pero no temas nada: una vez saciados mi apetito y mi curiosidad, o incluso sólo lo primero, me iré por donde he venido. En modo alguno mi presencia enturbiará tu bienestar conyugal.

– No digas tonterías -replicó mi hermana-. El negocio familiar va viento en popa, gozamos de una posición acomodada y precisamente estamos necesitados de gente joven, ambiciosa y emprendedora para aumentar nuestra capacidad de expansión empresarial. Los tiempos han cambiado, hombre. Éstos no son los años setenta, que tú conocías, ni los ochenta, que pasaste encerrado. Estamos a mediados de los noventa. A las puertas de no sé qué siglo. Quédate con nosotros y tendrás trabajo, un buen sueldo y un brillante porvenir.

Y mientras decía esto abrió un cajón del secreter y sacó de él un trozo de queso y de otro cajón un mendrugo de pan no demasiado duro, que de inmediato fueron víctimas de mi avidez. Y como mientras yo comía Cándida seguía hablando, me perdí buena parte de su relato, aunque no lo sustancial, que decía así:

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