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– Hace poco más de un año Viriato había ido pegando en las paredes y farolas un anuncio que decía: se busca esposa en este barrio, no importa edad, presencia, inteligencia ni posición social, raza, creencia o ideología. Yo respondí diciendo que si de verdad no daba importancia a la figura, al cerebro ni al dinero, yo era la persona que buscaba, pues carecía de las tres cosas, y que si quería verme, me podía venir a recoger de madrugada, a la clausura del curro, en el desmonte que hay detrás del cementerio viejo, sección de ofertas. Y al día siguiente vino y nos casamos.

Interrumpí la ingestión y me quedé mirando a Cándida fijamente a la espera de que prosiguiera, pero ella se limitó a cerrar los ojos, sonreír y exclamar:

– Y eso es todo.

Comprendiendo que formular la pregunta que cruzaba por mi mente en aquel momento habría sido cruel, decidí callar y aguardar a que los acontecimientos le dieran cumplida respuesta.

– ¿Y dónde está ahora Viriato? -me limité a preguntar.

– Trabajando, como es natural -dijo Cándida-. Pero no tardará en venir. Siempre come en casa, en compañía de los suyos. Así ahorra y sigue una dieta equilibrada. Él se ocupa de la compra, cocina y lava los platos. Y a la hora de cenar, lo mismo.

– Y después de cenar, ¿no sale un rato a estirar las piernas?

– ¿Las suyas? No. Viriato es muy hogareño. Después de cenar vemos la televisión si hay algún programa cultural. Si no, jugamos al Monopoly. Pero he aquí que suena el timbre, mamá abre la puerta y ya los pasos varoniles de mi Viriato resuenan en el recibidor. En breves segundos tendréis ocasión de conoceros.

*

Viriato frisaba la cincuentena, era bajo, rechoncho, escaso de pelo, corto de remos, levemente corcovado, y debía de haber sido bizco cuando aún disponía de los dos ojos. Por lo demás, era un hombre de aspecto saludable, no mal parecido, en apariencia bonachón y predispuesto a reír sus propios chistes. Aprehendió mi presencia y condición sin sorpresa ni enfado, reiteró el ofrecimiento que me había hecho Cándida, y no eludió la cuestión que con mucha sagacidad leyó en mis ojos.

– Acompáñame a la cocina y hablaremos mientras preparo el rancho -dijo. Y cuando estuvimos a solas, añadió-: Sin duda te estarás preguntando por qué un individuo como yo, tan parecido a Kevin Costner, se ha casado con una broma de la naturaleza como Cándida. Todo tiene una explicación. Desde muy pequeño deseé llevar una vida retirada, consagrada a la meditación y la filosofía, pero el hecho de haber desaparecido mi padre a los pocos minutos de haberme concebido, llevándose de paso los exiguos ahorros de mi madre, los apuros económicos a que este suceso dio lugar y otros infortunios que no vienen al caso, dieron al traste con mis planes. Durante un tiempo pensé ingresar en un convento, pero me lo impidió no tanto el ser yo un maricón de tomo y lomo como el no poder abandonar a su suerte a mi anciana madre, a la cual aqueja la desgracia, por lo demás muy común, de haber sido anciana desde la más tierna infancia. En vista de lo cual, me dediqué al negocio que actualmente nos proporciona el sustento y en los ratos libres, a mi verdadera vocación. De este modo cumplo con mi deber y ya llevo escritos nueve tomos de un tractatus que en algún momento, si tú quieres, te leeré, con las consiguientes apostillas.

– Nada me haría más feliz -contesté-, pero ibas a contarme lo de Cándida.

– Ah, sí, Cándida -exclamó como si aquel nombre le recordara algo-. Pues resulta que mi madre, en previsión de las afecciones propias de sus años, insistía en que me casara. Ya sabes cómo pueden ser las madres de persistentes y cuántos recursos emocionales son capaces de movilizar en estos casos. Dos veces prendió fuego al piso, una vez se tiró por el hueco de la escalera y por último, habiéndole fallado estos conatos, se fue al zoo y se arrojó a la jaula de los leones, donde aún estaría si éstos no hubieran llamado la atención de su guardián con grandes rugidos y aspavientos. En vista de lo cual, opté por dar gusto a mi madre. Después de considerar varias ofertas interesantes, di con Cándida y me convencí de haber encontrado lo que buscaba. No me equivoqué: a mi madre le cayó en gracia Cándida y Cándida parece congeniar con mi madre. Yo, como buen filósofo, me adapté pronto y sin problemas a la nueva situación. Cándida es servicial y muy sufrida, no se inmiscuye en mis asuntos, saca a pasear a mi madre por la azotea cuando hace bueno, no incurre en gastos suntuarios y limpia casi tanto como ensucia. Sé que un día las mataré a las dos a hachazos, pero entre tanto vivimos bien.

Nada podía yo agregar a estas sensatas palabras y como por otra parte Viriato mientras hablaba había ido preparando unos macarrones con picadillo que no habrían desmerecido en la mesa de un sátrapa, con un enérgico abrazo sellé nuestra amistad y como miembro viril de la familia di mi bendición a aquel venturoso enlace.

Concluida la comida, regada con un delicioso Cabernet Sauvignon de fabricación casera y amenizada por la mamá de Viriato (cuyo nombre no me fue posible deducir de la conversación, pues todos se dirigían a ella con los cariñosos epítetos de «bruja» y «sapo»), la cual, con el don natural de muchas personas ancianas para lo interesante y lo festivo, nos refirió una selección de sus mejores diarreas, me propuso Viriato acompañarle al trabajo, ya que mi hermana le había dicho que yo buscaba empleo remunerado y él, a su vez, andaba necesitado de alguien con quien compartir sus responsabilidades. A la espera de que mis ganancias me permitieran adquirir un guardarropa en consonancia, me prestaron un viejo chándal amarillo con el cual, y salvo cuando la incompatibilidad de su talla con la mía redundaba en fugaces revelaciones, pude pasar casi inadvertido entre mis conciudadanos.

*

El negocio de mi cuñado estaba situado a corta distancia de su domicilio, en una calle no muy ancha ni muy larga ni muy limpia, pero abundante en establecimientos abiertos al público (una calle comercial), y consistía en una peluquería provista de los aparatos necesarios, aunque no los más modernos y sofisticados, así como de un reducido stock de productos cosméticos en diferentes etapas de descomposición. Sobre el dintel, por la parte de fuera, campaba un rótulo en el que, pese a faltarle un porcentaje alto de letras, se podía leer:

EL TOCADOR DE SEÑORAS

Casa fundada en 1985 ú 86

Rapidez y buen gusto a precios de saldo

– Tenemos -dijo Viriato mientras me mostraba las instalaciones con orgullo, aprovechando una ausencia de clientes a su juicio inexplicable- un público numeroso y, lo que es más importante, muy fiel. La peluquería es estrictamente unisex, como su propio nombre indica, pero admitimos por igual a hombres y mujeres. Incluso contamos con algunos capellanes entre nuestros más asiduos visitantes. Ni que decir tiene que nuestra clientela es, sin exagerar un ápice, selecta.

Aunque hablaba en plural y acompañaba sus palabras de ademanes que sugerían una nutrida tropa, pronto colegí que la plantilla de la peluquería se reducía a Viriato, circunstancia que él justificó de este modo:

– En efecto, bien podría emplear a varios auxiliares, habida cuenta de la demanda, pero en los tiempos que corren resulta muy difícil encontrar personas laboriosas y responsables. Hace un año contraté un aprendiz al que hube de despedir en seguida pues, aparte de que no se dejaba dar por el culo, carecía de la finura, la elegancia natural y el don de gentes esenciales en este tipo de actividad. ¿Me comprendes? Ya veo que sí, porque mueves la cabeza de arriba abajo y de derecha a izquierda alternativamente, lo cual me alegra sobremanera. Por supuesto, no te puedo ofrecer un buen sueldo. Ni siquiera te puedo ofrecer un mal sueldo. Al principio tendrás que conformarte con las propinas y con lo que puedas sustraer de los bolsos de las señoras. Más adelante, si la suerte nos sonríe, quizá te permita adquirir acciones preferentes de la sociedad. Te hago esta proposición en virtud de los vínculos familiares que nos unen. No me des las gracias. Detrás de aquella mampara encontrarás una bata, una bayeta y un cubo.

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