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De este modo obtuve el primer trabajo honrado de mi vida. Huelga decir que puse en el empeño toda la energía acumulada en tantos años de ociosidad, toda la ilusión que me infundía la perspectiva de verme finalmente integrado en la sociedad de los hombres y, a qué negarlo, todo el ímpetu que generaba en mí una sana ambición. Y a fe que mis esfuerzos no se vieron defraudados.

Los primeros días, aprovechando que se prolongaba el hecho casual de no acudir ni un solo cliente a la peluquería, me dediqué a limpiar y a poner orden en el local. Con el mango de la escoba ahuyenté a las ratas que se habían instalado allí, y a puntapiés a los gatos tiñosos que habían llegado con aquéllas a un ignominioso pacto de no agresión. A base de zapatazos constreñí a pulgas, chinches, liendres, cucarachas y escolopendras a cambiar de domicilio. Eliminé las sanguijuelas que habían encontrado acomodo en los bigudíes. Lavé toallas, batas y paños en una fuente pública, amolé las tijeras en el bordillo de la acera, encolé las púas de los peines…, ¿para qué seguir? Trabajaba de sol a sol y mi cuñado, para demostrar que tenía depositada en mí plena confianza, me dejaba solo toda la jornada. A la hora señalada echaba el cierre y lo iba a buscar a uno de los nueve sex-shops que festoneaban la manzana y en cuyos sosegados y umbríos recovecos Viriato proseguía sus estudios de filosofía con tal ahínco que a menudo debía llevarlo a rastras a su casa, pues se hallaba en un estado de meritoria emaciación. Luego regresaba yo a la peluquería, lo disponía todo para el día siguiente y me iba a cenar a un elegante bien que sencillo restaurante aledaño, en cuya cristalera un flamante reclamo anunciaba:

PIZZAS SUCULENTAS

Al horno de leña 400 pesetas

Crudas 200 pesetas

Sin descongelar 50 pesetas

I.V.A. 6 %

Los días festivos complementaba esta exquisita colación con una Pepsi-Cola (tamaño familiar), para reintegrarme acto seguido a la peluquería. Aún me daba tiempo de sacar alguna mota de polvo del espejo. Luego me acostaba, cansado pero feliz, en el colchón que yo mismo me había fabricado con la borra acumulada en el suelo, en las paredes y en el techo. De mañanita levantaba la persiana metálica y salía a la puerta a vocear el producto.

– ¡El Tocador de Señoras! ¡Tintes, postizos, permanentes! ¡Trenzas, crestas, afros! ¡Mechas, tirabuzones, flequillos, rodetes! ¡Vea nuestros precios!

Cuando mis gritos y empujones atraían un cliente o clienta, aquél o ésta era por mí acompañado al sillón, donde le ponía la sobrepelliz, capa o peinador (que de los tres modos se puede llamar el trapo), le rociaba el pelo con un aerosol procurando acertarle en los ojos para que no se fijara mucho en los detalles ambientales, y corría a buscar a Viriato, el cual, bien que mal, remataba la faena.

Como soy de natural emprendedor, pronto encontré la forma de ampliar la oferta y sacarme un sobresueldo. Empecé lustrando zapatos con un estropajo viejo, muy dúctil y expeditivo, y unos betunes que yo mismo obtuve diluyendo alquitrán en aguarrás o, en su defecto, en orujo a granel. Más tarde, habiendo oído referir la historia ejemplar de un prohombre barcelonés que empezó su fortuna vendiendo crecepelo en la Exposición Universal de 1888, quise seguir sus pasos, pero abandoné la empresa después de varias abrasiones. Ofrecía a la clientela infusiones, refrescos o piscolabis que yo mismo corría a buscar al bar de enfrente, percibiendo por este servicio propinas de una parte y comisiones de la otra. Todas estas prestaciones las acompañaba con las más exquisitas muestras de afabilidad y servilismo. Escuchando la conversación de los clientes simulaba entrar en trance y reía sus bromas hasta dar de cabezazos contra el suelo. Estas pequeñas e inocentes lisonjas incrementaban en mucho su liberalidad.

Consciente de la importancia de causar una grata impresión, me teñí las canas incipientes y, de paso, toda la cabellera de un delicado color azafrán. Con los primeros ahorros y aprovechando las rebajas de enero, me vestí de acuerdo con mi nuevo estado, procurando al mismo tiempo resaltar mi apostura y esbeltez, algo menoscabadas por el consumo de tanta mozzarella, prosciutto y peperoni. Así, gradualmente y no sin dispendio, me convertí en un señor de Barcelona.

Mi cuñado se portó muy bien conmigo. Poco a poco me fue enseñando los rudimentos de su oficio y al cabo de unos meses, mucho empeño y un moderado derramamiento de sangre, ya pude desempeñarlo con relativo éxito, lo que le permitió a él dedicarse a sus cosas y aparecer sólo al final de la jornada a vaciar la caja. Gracias a esto agregó a su tractatus un nuevo volumen en el que demostraba de modo irrefutable que el agua de un río nunca pasa dos veces por el mismo punto, salvo en el Llobregat. Esta aportación al mundo de las ideas, el cuidado de su anciana madre y un joven administrativo de la Caixa que le sacaba los cuartos por mamársela de uvas a peras lo tenían ocupado a todas horas.

La clientela de la peluquería no estaba integrada por lo más granado de nuestra aristocracia, pero no carecía de posición y ringorrango. Ya he dicho hace unas páginas que el barrio, otrora bajo, había sido sometido a lo largo de esta década (feliz) a un proceso de saneamiento y reordenación. Añadiré ahora que este proceso no se detenía, como habría sucedido de haber sido nuestras instituciones desidiosas o venales, en las apariencias externas: también las apariencias internas habían sido atendidas por medio de un instituto de enseñanza primaria, un ambulatorio y un gimnasio, de los cuales y en forma gratuita todo el mundo salía instruido, curado, fortalecido y con hongos. Se hicieron calles peatonales para uso exclusivo de vehículos a motor, se pavimentaron de nuevo aceras y calzadas y a trechos fueron plantados unos risueños arbolitos que a mediados de los años noventa, cuando el inicio de esta historia tuvo lugar, ya habían perdido las hojas, las ramas y los troncos, y se habían integrado a la perfección en el paisaje urbano. El aire era más limpio, el cielo más azul y el clima más benigno. Nos invadía el orgullo de vivir allí.

Huelga decir que con mi diligencia y mi honradez, mis prendas y mi donaire, encajé sin el menor problema en este sano ambiente. Era conocido, respetado y muy apreciado en el barrio. Los padres me pedían consejo sobre el futuro de sus hijos, los comerciantes sobre la marcha de sus empresas, los pensionistas sobre la forma de invertir sus haberes. Aprovechando una buena ocasión, alquilé un apartamento algo angosto y mal ventilado, pero cercano a la peluquería. Más tarde adquirí de segunda mano una nevera y un televisor. Para recuperar tantos años de atraso, me suscribí a unos cursos de cultura general por correspondencia. Cada mes me enviaban unos apuntes fotocopiados, una lista de preguntas y, por un módico suplemento, también las respuestas. Desprovisto del hábito del estudio, a menudo me desanimaba advertir el escaso rendimiento de mis esfuerzos. En estos casos, una vez más, mi cuñado Viriato me brindaba el sostén de su sabiduría.

– No te desanimes, hombre -me decía-, y estudia sin fijarte demasiado. Piensa que sólo te hará provecho lo que no entiendas.

Me inscribí en varias asociaciones vecinales y si alguna vez había que llevar el viático a un moribundo, yo lo precedía agitando sin cesar la campana y el paraguas. De este modo me pulí por dentro y por fuera y colmé mis necesidades materiales, mis ambiciones sociales y mis aspiraciones intelectuales. En cuanto a las mujeres, hacia quienes en otras épocas había sentido una inclinación rayana en la licantropía, habían dejado de interesarme. Las trataba con especial respeto, y procuraba con ahínco eliminar de nuestros mutuos contactos cualquier asomo de atrevimiento. Con este proceder conseguí tener tantas como quería, es decir, ninguna.

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