– La cosas no salen siempre como uno desearía -le dije-, pero todo se arreglará. Ve a tu casa y espérame allí. No salgas ni recibas a nadie. No contestes al teléfono ni hagas llamadas. Como sabes, no puedo disponer de las horas del día, pues me reclaman graves obligaciones, pero en cuanto cierre la peluquería te llevaré algo de comer y te pondré al corriente de lo sucedido.
El marido de Reinona estaba en estado cataléptico. Le puse el abrigo y lo saqué al rellano.
– Baje la escalera por los peldaños, salga a la calle y coja un taxi. Si está libre, mejor. No hace falta que salude a la portera: es muy hosca.
– Gracias por todo -dijo él-. Una velada deliciosa. Verdaderamente deliciosa.
Reinona también salió algo contusa de debajo de la cama.
– Me parece que se me ha sentado encima un elefante -comentó.
Le devolví las chinelas, no sin pesadumbre, porque eran de una gran comodidad y para estar por casa me habrían venido de perlas. Luego le mostré el anillo de brillantes.
– Esto -dije- es suyo. No sé cómo, vino a parar a mi bolsillo.
– Yo lo puse -admitió-. Guárdalo en lugar seguro y no permitas que nadie se apodere de él. Cuando lo necesite, enviaré a alguien a buscarlo. Este anillo es vital para mí.
Se fue con el taconeo cansino de quien a su edad, con su belleza, su inteligencia, su posición y su clase, se ve obligada a confiar en un tipo como yo.
Sólo quedaba Magnolio. Lo zarandeé hasta que recordó dónde estaba y quién era. Le pregunté qué planes tenía para la jornada a cuyo inicio estábamos asistiendo y dijo que trataría de reanudar la vida ordenada y el digno oficio de chófer de alquiler.
– Eso puede esperar -le dije-. Todavía necesito su ayuda.
– Ni por pienso -protestó-. Entre pitos y flautas llevo varios días sin currar y por ende sin ver un chavo.
– No exagere. Acaba de ganar un buen pellizco en casa de la señora Reinona. Usted mismo me lo ha dicho. Y de lo nuestro puede depender la vida de la señorita Ivet.
– Ah, en este caso…, dígame qué he de hacer.
– Es muy sencillo: vigilar la casa de la señorita Ivet. Instálese delante del edificio y tome nota de quién entra y quién sale y de cualquier incidente, episodio o circunstancia, por insignificante que sea. Si la señorita Ivet, contraviniendo mis instrucciones, sale a la calle, sígala adonde vaya sin que ella se dé cuenta. Y mire de vez en cuando hacia atrás: es probable que no sea usted el único seguidor. Yo iré a relevarle cuando acabe.
– Descuide -repuso el chófer.
Al salir había una ambulancia parada frente a la casa y un par de enfermeros entraban en la portería empujando una camilla. Magnolio y yo nos hicimos a un lado para dejarlos pasar, nos despedimos en la acera y echamos a andar en direcciones opuestas.
No llevaba ni media hora en la peluquería cuando entró Viriato hecho una furia. Había hablado con Cándida, ésta le había referido su visita a mi apartamento y ahora él exigía una explicación cumplida. Procurando quitar importancia a lo ocurrido, le referí el atentado y cómo había salido yo indemne del mismo por error y cómo nos habíamos desembarazado de la víctima, pero él me interrumpió diciendo que todo aquello le traía sin cuidado y que en realidad venía a conocer mi opinión sobre el bizcocho.
– Oh, exquisito -mentí-. Has de darme la receta.
– Bueno, los cocineros, ya sabes…, improvisamos un poco sobre la marcha… En arte cuenta más la intuición que la ciencia. Dos y dos no siempre suman cinco.
Manifesté mi total conformidad con sus afirmaciones y mi desmedida admiración por sus dotes, y cuando lo tuve a punto de caramelo, le pedí un favor. No supo negármelo y partió al trote a cumplir su cometido.
5
En toda la mañana sólo tuve dos trabajos: lavar y desenmarañar el pelo de unos mellizos para que pudieran vivir por separado y expulsar un ratón, al que sorprendí pimplándose un bote de leche corporal al PH5 (estabiliza el manto ácido de la piel, le da flexibilidad y tersura y gusta mucho a los ratones), a escobazo limpio. Esto y pensar en lo sucedido me tuvo ocupado hasta la hora de comer.
Me habría gustado ir a la pizzería, porque había faltado la víspera a la cena y habría sido considerado por mi parte compensar este abandono haciendo allí las dos pitanzas del día, pero no me pareció prudente alejarme de la peluquería, de modo que acudí al bar de enfrente, me senté junto a la vidriera, a través de la cual y después de rascar la grasa acumulada podía ver la puerta de la peluquería e incluso sus inmediaciones, y pedí al camarero un bocadillo de calamares encebollados. Mientras esperaba acertó a pasar Viriato por la acera, lo llamé y se reunió conmigo. El camarero regresó diciendo que se les habían acabado los calamares encebollados, así que hube de conformarme con un bocadillo (también muy bueno) de bacalao encurtido con salsa de tomate. Viriato pidió un pepito con mejillones.
– Te advierto que vamos a escote -dije.
Refunfuñó por lo bajo y alzando la voz ordenó al camarero suprimir de su comanda los mejillones. Luego dijo:
– Me he pasado la mañana trabajando para ti y tus crímenes. Podrías tener un detalle, leñe.
*
Efectivamente, Viriato había estado haciendo indagaciones, como yo le había pedido, acerca de la empresa del difunto Pardalot, y el resultado de estas indagaciones se podía resumir del siguiente modo:
La empresa denominada El Caco Español, S.L figuraba inscrita en el Registro Mercantil (con un número que no viene a cuento) desde hacía únicamente cinco años. Sin embargo, con anterioridad, el propio Pardalot había fundado, inscrito y disuelto otras seis sociedades de las mismas características. Los socios de estas sociedades habían sido siempre los mismos, a saber, Manuel Pardalot, ahora difunto Pardalot, un tal Horacio Miscosillas y un tal Agustín Taberner, alias el Gaucho, ambos vecinos de Barcelona. Adicionalmente, Viriato había podido averiguar que el llamado Horacio Miscosillas era un abogado de cierto prestigio, con bufete en la Diagonal, probablemente el caballero maduro y canoso que se había presentado a sí mismo como abogado de Pardalot la noche anterior en casa de Reinona, aunque el Registro Mercantil no recogía ningún dato referente a su madurez ni a la tonalidad de sus cabellos ni a lo que había hecho la noche anterior ni a nada de interés, de resultas de lo cual, dicho sea de paso, el índice de lectura del Registro Mercantil es y seguirá siendo bajísimo. El otro socio, llamado, como queda dicho, Agustín Taberner, de sobrenombre el Gaucho, de quien Viriato no había podido averiguar nada, había dejado de serlo (socio) en la última de las sociedades inscritas en el Registro, esto es, El Caco Español, S.L., siendo sustituido en el accionariado por Ivet Pardalot, la hija del difunto Pardalot, a la que no había que confundir con la falsa Ivet Pardalot, con la que unas horas antes yo había estado a punto de pasar a mayores, aunque al final todo había quedado por desgracia en agua de borrajas.
En cuanto al objeto social de las sucesivas empresas, siempre al decir del Registro Mercantil, continuó Viriato, era invariable y, a juicio de Viriato, un tanto vago, a saber, la comercialización de actividades diversas con ánimo de lucro. En realidad, nadie sabía, ni en el Registro Mercantil ni fuera del Registro Mercantil, de dónde procedían los ingresos de las empresas de Pardalot, si bien todos daban por hecho que habían sido cuantiosos. Tampoco se conocían los motivos de las reiteradas transformaciones regístrales de lo que de hecho era una misma empresa, siendo los resultados buenos, aunque todo parecía indicar un deseo manifiesto de no permanecer demasiado tiempo en escena sin cambiar de identidad. Fraude fiscal, blanqueo de dinero, tráfico ilegal de personas o cosas o una mezcla de todo lo antedicho, en opinión de Viriato.