Sacó una pluma estilográfica Montblanc y me la ofreció. La situación era seria: si persistía en mi negativa a firmar, aquel exaltado podía pegarme un tiro pero si firmaba, habiendo conseguido él su propósito, aún era más probable que me liquidara. Pensé de prisa.
La lámpara que en aquel momento alumbraba la escena había sido adquirida, como buena parte del mobiliario y menaje de mi hogar, en los contenedores de basura del barrio y tanto su aspecto externo como su conformación interna adolecían de ciertas imperfecciones. Decidí jugar esta baza. Me incliné sobre el papel, como si me dispusiera a estampar allí mi firma, y tapando con el hombro los movimientos de la mano metí la plumilla de la estilográfica entre los cables repelados del cordón eléctrico confiando en que fuera de metal y no de plástico. Hubo una mansa explosión y nos quedamos a oscuras. Quise hacerme a un lado, pero Santi fue más rápido. Sentí aumentar la presión de la pistola en mi cráneo, se oyó un chasquido y brilló la tenue llamita de un encendedor.
– ¡No se mueva! -masculló-. ¿Qué ha pasado?
– Nada, nada -balbucí-. Han debido de saltar los fusibles por sobrecarga en la red. Y sin luz no puedo firmar. Subiré la persiana. Ya es de día y entrará luz a raudales.
– Ni hablar. Al primer movimiento le dejo seco.
– Vale, vale, no me muevo -me apresuré a decir-. Pero si yo no me muevo y usted tampoco, nadie subirá la persiana, se nos harán las tantas y encima se le acabará la carga del mechero.
– Firme a ciegas -propuso.
– No puedo. Soy medio analfabeto: con luz ya me cuesta un triunfo firmar; imagínese así. Además se me ha caído el papel al suelo y no lo encuentro.
Santi meditó en silencio.
– Está bien. Yo subiré la persiana. Usted quédese aquí y no haga ninguna tontería. Al menor movimiento, disparo a bulto y seguro que le doy. Con esta lucecita me sobra para hacer diana.
Desapareció el duro contacto del arma y vi alejarse lentamente la llamita.
– Por favor -dije-, tenga cuidado con el televisor.
– Cállese y no se mueva.
– Yo no me muevo -dije-. Es usted el que se mueve y por eso le parece que estoy más lejos. ¿Ha encontrado la correa de la persiana? No tire muy fuerte: la correa está podrida, y la madera de la persiana, también.
– Sé subir una persiana perfectamente -dijo Santi.
Para demostrarlo, tiró con suavidad de la correa y la persiana fue subiendo al compás de sus tirones. La luz de la mañana irrumpió en el apartamento. Al mismo tiempo se oyó una detonación y Santi se desplomó sin decir oste ni moste.
*
Yo también me eché al suelo. Allí esperé un rato y luego, como el ataque no se repetía, repté con extrema cautela, procurando no entrar en el ángulo de visión del francotirador ni tropezar con el televisor, hasta llegar junto al cuerpo de Santi.
– Santi -susurré-, ¿está vivo?
– Naturalmente -respondió con gallardía-, sólo es un rasguño. Pero me parece que estoy malherido. ¿Ha sido usted?
– No. Alguien ha disparado desde la azotea de la casa de enfrente creyendo que la silueta en la ventana era la mía.
– Qué mala suerte -comentó-. Asómese y mire si ese cabrón sigue ahí.
Me asomé esforzándome por no ofrecer más blanco que el estrictamente necesario y escudriñé el edificio en cuestión hasta que un vecino airado me gritó:
– ¡Si continúas espiando a mi mujer en la ducha, te rompo la crisma, degenerado!
Comprendí que la ciudad se había despertado e iniciaba su épica andadura cotidiana y que, de resultas de ello, el francotirador debía de haber huido inmediatamente después del atentado. Me incliné para darle a Santi la buena nueva. Se había desvanecido y un charco de sangre se extendía por la moqueta. Me indigné. De todas las personas que aquella noche se habían dado cita en mi apartamento, Santi era el que menos había hecho para congraciarse conmigo, pero aun así no me producía ningún regocijo la visión de sus despojos y la idea de tener que deshacerme de ellos.
Cavilaba sobre este punto cuando sonó el timbre del interfono.
– ¿Y ahora? -pregunté con un deje de irritación en la voz.
Una voz conocida dijo:
– Soy Cándida. ¿Molesto?
Abrí sin contestar a una pregunta tan estúpida. Al cabo de nada Cándida introducía en mi apartamento su aparatosa forma. En la mano traía algo envuelto en un pañuelo de hierbas. La noche antes, me dijo, Viriato había hecho un bizcocho y le había salido tan bien que no quería que yo me quedara sin probarlo. En el pañuelo de hierbas venía un trozo.
– Se puede comer solo, pero es mejor si lo dejas reblandecer en agua media hora o tres cuartos…
Dejó la frase colgada al ver junto a la ventana el cuerpo exánime de Santi, la sangre y la Beretta 89 Gold Standard calibre 22. Gruesas lágrimas inundaron sus ojos.
– Oh, no, otra vez no -dijo con un hilo de voz-. Me habías prometido…
– No nos pongamos retóricos, Cándida -la atajé-. Todo esto tiene una explicación muy sencilla. Y muy divertida. Te vas a reír mucho. Pero antes, ayúdame a sacar de aquí este espécimen.
Cándida dejó el envoltorio sobre la mesa y se acercó modosamente al objeto de nuestra conversación.
– ¿Lo has matado tú? -preguntó.
– ¿Cómo puedes imaginar una cosa semejante? -la reprendí-. Un desaprensivo le disparó desde la azotea de la casa de enfrente. Y ni siquiera sabemos si está muerto.
– Sería una lástima -comentó-. Es joven y bien parecido. Y aún respira. Pero de un modo lento, y como desganado. Habría que trasladarlo con urgencia al hospital.
– No puede ser, Cándida -dije-. Me harían dar unas explicaciones que, aun siendo sencillas, como te acabo de decir, preferiría ahorrarme por ahora. Lo llevaremos a una farmacia de guardia y allí le darán curso. ¿Dispones de algún vehículo?
– El carrito de la compra. No sé si servirá: parece corpulento. Y si lo sacamos a cuestas, llamaremos la atención.
En vez de escuchar el parloteo de mi hermana, yo iba pensando. Finalmente le hice callar y le pregunté si se había cruzado con alguien en la escalera. Respondió que no.
– Entonces quítate la ropa -le ordené-. Y no hagas preguntas. El tiempo apremia.
La pobre Cándida se quedó en refajos mientras yo desvestía a Santi. Luego le pusimos a Santi la ropa de Cándida y a Cándida la de Santi. Como con los zapatos no había manera, consentí en que cada cual conservara los suyos. Con el pañuelo de hierbas que envolvía el bizcocho hicimos una toquilla que tapaba las facciones viriles del recepcionista. Lo sentamos en la silla y con grandes esfuerzos lo bajamos hasta el zaguán y lo dejamos en una zona umbría. Si uno no se fijaba mucho, parecía la portera. Le dije a Cándida que esperara media hora y diera aviso de haber visto al pasar frente a un portal una mujer indispuesta.
– Vestida de hombre no sé si me harán caso -objetó.
– Ay, Cándida, ¿por qué te empeñas siempre en complicarme la vida? -le reconvine.
– Está bien, haré como tú dices -dijo con un suspiro de resignación- Y recuerda: es mejor remojar el bizcocho antes de hincarle el diente. A Viriato se le fue un poco la mano con el gluten.
Salió a la calle y se alejó rodeada de una hilaridad no mayor de la habitual y yo volví a subir a mi apartamento a la carrera. Escondí en la nevera la pistola, la pluma estilográfica y el bizcocho (daba asco) y rompí en mil pedazos la confesión que Santi me había querido hacer firmar.
En el aseo dormía Purines sentada en el bidet, con la cabeza del señor alcalde en el regazo. Los desperté con delicadeza y les insté a evacuar. Se intercambiaron papelitos con sus respectivos teléfonos directos y el señor alcalde prometió enviarle dos invitaciones para el Festival de Música Papú. Apenas se hubieron ido, saqué del armario al teniente coronel y a Ivet. Ivet le devolvió la casaca, el fajín y el tricornio, y el teniente coronel, después de despedirse con laconismo castrense, se fue. Ivet se puso el vestido y me miró con una mezcla de cansancio y melancolía.