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Encontré otra vez el apartamento vandalizado. Purines, a quien pregunté al respecto, dijo haber oído ruidos a media mañana, pero no haber hecho indagaciones por precaución. Le devolví el vestido y ella a mí mi traje seco y planchado (era de fibra) y nos reintegramos cada uno a su hogar. Del inventario del mío sólo eché en falta la Beretta 89 Gold Standard calibre 22 de Santi. Lamenté no haberla escondido bien, no tanto porque deseara tener una pistola (me dan miedo) como por las huellas digitales u otros indicios que hubieran podido resultar de un examen pericial. En cambio no habían encontrado el anillo de brillantes de Reinona, que yo había incrustado en la ciclópea masa del bizcocho de Viriato. Lo extraje de allí, me lo eché al bolsillo y salí a la calle.

Aún había luz en el taller de la relojería del señor Pancracio. Di unos golpes al escaparate con los nudillos y a la llamada acudió el señor Pancracio, me reconoció, descorrió el cerrojo y me invitó a pasar.

El señor Pancracio era un viejecito menudo y humilde. Tenía una tienda pequeña, muy limpia y ordenada, llena de relojes de cuco, que a las horas y las medias le obligaban a salir a la acera. El señor Pancracio había dedicado su vida a la relojería, pero en las últimas décadas, desde la aparición de los relojes de cuarzo, su actividad había disminuido mucho. Ya no había piezas que reponer ni maquinarias que ajustar y engrasar para que funcionaran con exquisita precisión. Ahora su trabajo consistía en sustituir pilas gastadas y correas rotas y en ayudar a los tontos a cambiar la hora dos veces al año, cuando tocaba. Sin embargo, como había enviudado, sus hijos habían emigrado a América y sus costumbres eran por demás frugales, lo poco que ganaba en la relojería le bastaba para vivir con decoro. Y para apostar en las peleas de perros se sacaba un dinero extra haciendo de perista.

– Una señora cuyo nombre desea mantener en el anonimato me ha rogado poner a la venta este anillo de brillantes de incomparable grosor, perfección y voltaje.

El señor Pancracio se ajustó la lupa y examinó brevemente el anillo de Reinona.

– Culos de botella -dictaminó arrojando la alhaja sobre el mostrador y clavando en mí su ojo, que a través de la lupa se veía muy pequeño y lejano, como si la persona que en aquel momento tenía yo delante se hubiera dejado el ojo en casa.

– Imposible -repliqué-, la señora en cuestión pertenece a uno de nuestros más ilustres y antiguos linajes. Y me consta que necesita el dinero en forma acuciante.

– Ni siquiera de vidrio, hijo -insistió con suavidad el señor Pancracio-. Botellas de plástico. Aquí lo dice bien claro: agua mineral natural, envase reciclable. Yo por mí, con mucho gusto ayudaría a esta amiga tuya, pero los polacos con los que estoy en tratos no tienen ningún sentido del humor. ¿Te lo llevas o lo tiro yo mismo a la basura?

Volví con la baratija a mi apartamento, me serví un vaso de agua del grifo, me tumbé vestido en el camastro y dejé pasar varias horas contemplando las grietas del techo y tratando de poner orden en los sucesos del día. De este arrobamiento me sacó el timbre del interfono. Respondí molesto y extrañado: no esperaba visitas aquella noche. Una voz cantarina dijo ser Raimundita, sirvienta de los señores Arderiu y objeto de las atenciones del ambicioso Magnolio. La dejé entrar y al cabo de un minuto estaba siendo sometida por mí a una severa inspección ocular, de la que no quedé mal impresionado. Era graciosa de rasgos, actitud y movimientos sin perder por ello la compostura propia de su condición de doncella (en una casa buena) y parecía alegre de carácter. Al abrir la boca mostraba muchos dientes blancos, y al cerrarla fruncía los labios en un simpático mohín. Ante mí, y ajena al escrutinio, alternaba ambas posturas de la boca (abierta y cerrada) como suele hacer la gente al hablar. En su caso diciendo que se disculpaba por haberme venido a importunar a horas tan avanzadas, pero que se trataba de un asunto importante.

– Ya le he dicho a Magnolio que en la peluquería me basto y me sobro -dije en tono taxativo.

– Ah, no señor, no es por eso -se apresuró a decir Raimundita-. Yo vengo de parte de mi ama, la señora Reinona, a pedir que le devuelva el anillo de brillantes que la señora Reinona le dejó en depósito. La señora Reinona le dijo a usted que enviaría a alguien a buscarlo cuando lo necesitara. Ahora la señora Reinona lo necesita y ese alguien soy yo.

– Ah, el anillo -murmuré como si me costara recordar la existencia de la joya que acababa de someter a tasación y aún llevaba en el bolsillo-. ¿Y no ha dicho para qué lo quiere en este preciso momento?

– La señora Reinona me dijo que le pidiera el anillo, no que le diera explicaciones -replicó Raimundita.

– Ciertamente no es de mi incumbencia -admití-. Sólo lo he mencionado porque, según tengo entendido, hace unos años hubo un asunto en casa de los señores Arderiu relacionado con el robo de una alhaja. En aquella ocasión las sospechas recayeron sobre la cocinera, aunque al final todo se aclaró satisfactoriamente.

– Sí -reconoció Raimundita-, conozco la historia, pero sólo de oídas. Cuando sucedió este sucedido yo todavía no había entrado a servir en casa de los señores Arderiu.

– Bueno -dije-, esto a nosotros no nos concierne.

Le di el anillo y le pregunté cómo pensaba volver a casa de los señores Arderiu llevando encima un objeto tan valioso. Se coloreó levemente su pigmentación y confesó que Magnolio la estaba esperando en la calle para llevarla en coche.

– No ha querido subir porque dice que usted le tiene tirria -dijo Raimundita-. Él, en cambio, le tiene a usted mucho cariño y mucha admiración. Y también un poco de lástima, porque lo ve muy solo y muy pendejo. No le diga que yo se lo he dicho.

– Descuida -dije, y acto seguido, debilitada mi firmeza por aquella revelación, añadí-: Dile a Magnolio que si le viene bien, le espero en la peluquería mañana por la mañana. Puntual como un clavo, porque las clientas lo reclaman. Del prorrateo, ya hablaremos.

Al irse ella volví a mi anterior postura y actividad (mirar al techo) sin desvestirme, en lo que hice bien, pues no tardó en sonar nuevamente el timbre del interfono. Eran, dijeron, los dos agentes de la policía (nacional a nivel del Estado y autonómica) que ya me habían visitado la antevíspera con el propósito de llevarme preso por el robo del anillo de Reinona, hallado en mi poder. Subieron y me mostraron una orden judicial debidamente estampillada.

– Vamos a registrar su guarida hasta encontrar el anillo -dijo el mosso a quien el otro, en su anterior personamiento, había llamado Baldiri-. Si nos dice dónde está escondido, nos ahorraremos la faena de buscarlo y así lo haremos constar en el atestado.

– Como cosa buena -apostilló el otro.

– Ahórrense el registro y la palabrería -dije-. El anillo ya no está en mi poder.

– Entonces lo arrestaremos igual por ocultación de pruebas -dijo Baldiri.

– En virtud de la legislación vigente -apostilló el otro.

Me volvieron a esposar y se me llevaron a la comisaría. Allí se inhibió Baldiri y entró el otro conmigo y me dejó a cargo de un funcionario de paisano. Éste leyó dos o tres veces el mandamiento judicial y preguntó si había sido informado de mis prerrogativas como ciudadano y como reo. El guardia dijo habérseme señalado la parte pertinente del código penal y de la ley de enjuiciamiento y la jurisprudencia básica y se fue a continuar su ronda de noche. El funcionario de paisano me abrió ficha, tomó mis huellas dactilares y con una Polaroid me retrató de frente y de perfil.

– Antes de ingresar en el calabozo -me dijo- puede efectuar una llamada telefónica. Si es interprovincial o a un teléfono erótico, con cargo a su VISA.

Le di las gracias, pero decliné el ofrecimiento: no quería implicar en el asunto a quienes ninguna relación tenían con él, y menos aún a quienes estaban directamente relacionados con la aventura del anillo. Siempre estaba a tiempo de repartir responsabilidades. En cambio la intervención de la policía en el caso, por demás tímida y tardía, abría nuevas perspectivas que ardía en deseos de explorar.

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