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El calabozo de la comisaría, lugar antaño por mí frecuentemente visitado, reflejaba ahora la evolución del país: amplio, limpio, bien ventilado, bien iluminado y provisto de un jergón ergonómico. Dormí un rato. Un guardia vino a despertarme con delicadeza, le pregunté la hora, eran las tres y cinco.

– Ha venido tu abogado, ha depositado la fianza y le está montando un pollo al comisario -me informó.

No dije nada. En el vestíbulo de la comisaría estaba plantado el caballero maduro y canoso a quien había tenido el gusto de conocer en casa de los Arderiu. A pesar de la hora iba impecablemente vestido y calzado. Con la mano izquierda sostenía una cartera de cocodrilo y de ejecutivo. En su mirada no vi amor.

– Andando -dijo.

– ¿Desde cuándo es usted mi abogado, señor Miscosillas? -le pregunté.

– Desde que alguien me paga para serlo -repuso-, y mientras dure la provisión de fondos.

No esperaba que fuera más explícito ni más amable.

En realidad sólo quería saber si su nombre era Miscosillas.

Después de despedirnos del comisario y de toda la plantilla de la comisaría, salimos a la calle el abogado señor Miscosillas y yo. El abogado señor Miscosillas señaló un coche oscuro (BMW Z3) estacionado a unos metros de la comisaría.

– Le está esperando -dijo.

– ¿Usted no viene?

– Voy en moto.

Se alejó sin decir más (ni buenas noches) y yo me encaminé hacia el coche oscuro siguiendo sus instrucciones. Cuando llegué a la altura del coche advertí que no era oscuro, sino claro, pero que parecía oscuro por ser todavía de noche. En el asiento del conductor había una mujer cuyo rostro no me resultaba desconocido. Dentro del coche no había nadie más ni fuera tampoco. La mujer encendió el motor, hizo ademanes imperativos y exclamó:

– Soy Ivet Pardalot. Deja de mirarme como un idiota.

– Ah, sí, por supuesto. La he reconocido de inmediato.

– Qué va. Sube.

Subí. Llevaba un pantalón pirata y un simple jersey de manguita corta.

– ¿Por qué te han detenido? -preguntó.

– Si ha sabido que estaba detenido, también sabrá el porqué -respondí.

– No te hagas el gracioso conmigo -respondió ella-. Un contacto informó a Miscosillas de tu detención y Miscosillas me informó a mí. Por tu vinculación al caso, todo lo que te sucede me concierne. Pero si no me quieres decir la causa de tu detención, no me la digas. Me trae sin cuidado.

– Entonces, ¿por qué…?

– ¿Por qué he hecho que te pusieran en libertad?

– Sí.

– No pretenderás que conteste a tus preguntas cuando tú te niegas a contestar a las mías. Limítate a darme las gracias y a ponerte el cinturón de seguridad: conduzco como una loca.

Era cierto. Recorrimos media ciudad a la velocidad del sonido sin respetar semáforo ni señal vial alguna. Por fortuna el coche era de buena factura y ella conducía como lo que en mis años mozos se llamaba un as del volante. Detuvo el coche en la calle Ganduxer, una calle residencial, ancha y arbolada. Se abrió sola la puerta de un garaje al accionar Ivet el dispositivo destinado a tal fin, entramos, paró el motor, salimos del coche. En un ascensor de latón dorado, alfombra negra, techo de espejo y música cadenciosa subimos hasta un recibidor austeramente decorado con panoplias y cornamentas de ciervo. Le pregunté dónde estábamos.

– En mi casa -respondió-. ¿Tienes miedo?

– Yo siempre tengo miedo -le contesté.

– La servidumbre no está -dijo-. Esta mañana los he despedido a todos o les he dado vacaciones, no recuerdo. Mañana los volveré a contratar. Esta noche quería estar sola.

– Entonces me voy -dije.

– Sola contigo -dijo ella-. Sígueme.

Echó a andar sin volver la vista atrás y yo me demoré dubitativo en el recibidor.

– ¿Puedo saber adonde me lleva? -pregunté.

– A la cama -respondió sin dignarse girar el cuello para mirarme-. Para eso he pagado la fianza y te he sacado de la trena.

Tenía razón. La seguí por un pasillo amplio y suntuoso. Conforme avanzábamos por él iba encendiendo las luces. Ante una puerta cerrada de dos batientes se detuvo un instante, hizo una profunda aspiración y abrió. Esta vez no encendió ninguna lámpara. La luz del pasillo permitía ver una cama antigua, grande y algo recargada de ornamentación, con balaustres y garras de águila en vez de patas. En conjunto, un mueble estrafalario. La mueca del santocristo de talla que pendía sobre la cabecera parecía reflejar la misma opinión. Al entrar advertí que el aire de aquella habitación estaba impregnado de un olor empalagoso, como de caramelo chupado. Ivet guardaba un silencio tenso. Por romperlo, dije:

– ¿Es su cuarto?

– El suyo de él -aclaró-. De mi difunto padre.

– ¿De Pardalot?

– Sí. Mi dormitorio está en otra ala. La casa es grande. Vivíamos juntos, pero con independencia. Ésta es su habitación y su cama. La cama a la que me he referido hace un momento. No habrás pensado que te invitaba a la mía.

– De ningún modo. ¿Y su madre?

– Mi madre y mi padre se separaron hace muchos años. Mi madre se fue de Barcelona. Yo estaba en un internado y la ciudad no le ofrecía aliciente alguno. Amigos le aconsejaron un cómodo exilio en París o Londres, pero ella prefirió establecerse en Jaén, donde reside. Mi padre se volvió a casar varias veces más, pero todos sus matrimonios acabaron en otros tantos fracasos.

Mientras iba desgranando su historial familiar había entrado en la triste alcoba y encendido las velas de un candelabro. A la luz vacilante de las velas mejoraba su aspecto pero en sus ojos había destellos de demencia. Se sentó en el borde de la cama y me hizo señas para que me reuniera allí con ella.

– No creo que deba -me disculpé-. En el calabozo puedo haber cogido ladillas.

Ivet Pardalot se encogió de hombros y fijó la vista en la pared tapizada de seda carmesí.

– Mi padre -dijo- fue un hombre muy desgraciado. Por este motivo hizo desgraciada a mi madre, y ambos me hicieron desgraciadísima a mí. Toda una familia catalana sumida en la desgracia por culpa de una sola persona. Esta persona todavía vive. Y aunque ha pagado parte del mal que nos hizo, todavía le queda mucha deuda por saldar.

– Escuche -dije aprovechando una pausa en su disertación-, yo soy peluquero, no psiquiatra. Para mí no tiene sentido alimentar rencores cuando ya es tarde para remediar las cosas. Bastante difícil es ganarse los garbanzos cada día, luchar contra los achaques y tratar de darse un gusto cuando se presenta la ocasión. Usted es joven, inteligente, rica y, a la luz de las velas, hasta resulta agraciada. Si quisiera, podría conseguir cualquier cosa: un marido, un amante, un maromo. Incluso varios, si le gusta la bulla. Una vida sentimental satisfactoria no implica necesariamente una goleada. ¿No ha visto aparearse los caracoles y otros fósiles en los documentales de la televisión? Uno los ve y piensa, yo con ésa no lo haría. Pero a ellos se los ve felices. Es lo que cuenta, y todo lo demás, perder el tiempo. Bien sé que estos consejos son vulgares. En modo alguno cubren el monto de la fianza y los honorarios del letrado. Si supiera cómo saldar el resto de la deuda, lo haría sin renuencia ni demora, pero no tengo nada ni creo que lo vaya a tener a corto, medio o largo plazo. Ya le he dicho que la encuentro atractiva, y aún la encontraría más si en lugar de hacerse mala sangre alegrara esa cara. Incluso es posible que no desdeñara un revolcón, aunque no en este escenario truculento. Ahora bien, si lo que pretende es hacer de mí un instrumento de su venganza, la respuesta es no. Búsquese a otro.

Un largo silencio siguió a estas ponderadas razones. En la quietud de la noche se oía el lejano tictac de un reloj, el crujido de las maderas, el susurro del viento y el acongojado trasiego de las ánimas benditas del purgatorio.

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