Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Quien concluyó su informe diciendo que la sede social había ido cambiando con cada empresa, habiendo adquirido la última el edificio por mí conocido, de cinco plantas y garaje, con un total, según constaba inscrito en el Registro de la Propiedad (otro rollo de mucho cuidado), de 1.830 metros cuadrados, que al precio actual de mercado de 250.000 el metro cuadrado en aquella zona, tirando por lo bajo, arrojaba el suculento guarismo de pesetas 457.500.000, imputables al activo inmovilizado de nuestra (por así decir) empresa.

– Hum, ¿qué deduces tú de todo esto, Viriato? -le pregunté cuando hubo acabado.

Abrió la boca para mostrar a un tiempo su perplejidad y el conjunto de alimentos allí triturados a la espera de la deglución y dijo:

– Yo, nada, ¿y tú?

– Tampoco -respondí-. Pero no hemos de dejarnos confundir por estos datos. Cuando lleguemos al final adquirirán sentido. Hasta entonces, muchas gracias. Has sido tan amable como eficaz. Si tuviera dinero, te invitaría a comer, pero ya sabes cómo van las cosas últimamente por la peluquería. ¿De veras no crees que valdría la pena ampliar el negocio?

– ¿Abortos?

– No, yo estaba pensando en algo más moderno: liposucción, amniocentesis. O, cuando menos, un secador eléctrico.

– No me compliques la vida -repuso-, que bastante tengo ya con tu hermana, mi madre y mi tractatus. Anda, vuelve al trabajo y no te pases de la raya, que bastante hago con dejar que te ganes el sustento a mi costa.

*

Regresé a la peluquería y aproveché la escasa afluencia de parroquianos para descabezar un sueñecito. Me desperté con la boca seca y pastosa y la sensación de llevar ausente del mundo mucho rato. Fuera estaba oscuro. Salí a preguntar la hora a un viandante y descubrí que había dormido menos de una. Era pronto y la oscuridad se debía a haberse cubierto el cielo de nubarrones mientras yo dormía. Me acordé de Magnolio, que en aquel momento montaba guardia a la intemperie, y deseé que no se pusiera a llover o que si en contra de mis deseos se ponía a llover, no se le ocurriera abandonar su puesto.

A eso de las seis entró una clienta. Era una mujer joven, vestida con un traje camisero de corte depurado, algo fea. Le dediqué la mejor sonrisa que permitía mi boca seca y pastosa, pasé el plumero por el sillón y le ofrecí asiento mientras doblaba obsequioso el espinazo. Ella se sentó y se me quedó mirando como si hubiera olvidado el motivo de su presencia allí.

– ¿Estilismo? -le propuse.

– Lo que sea -respondió con desánimo.

– Déjelo en mis manos y por un precio muy ajustado cuando salga de aquí no la reconocerá ni su padre.

– Yo no tengo padre -repuso- y a mí no me reconoce nadie, empezando por ti. Soy Ivet Pardalot, la verdadera hija del difunto Pardalot. Tú me abordaste en mitad del entierro de mi padre para decirme no sé qué impertinencias.

– Excuse mi despiste inexcusable -me excusé-. Tenía puesta toda la atención en su voluptuosa cabellera, a la que, sin embargo, no le vendría mal un tratamiento cosmetológico.

– Es igual -atajó-. De sobra sé que no valgo nada. Físicamente, quiero decir. Desde otros puntos de vista, el panorama es muy otro. Soy multimillonaria, pero éste no es mi único atractivo: también soy una mujer inteligente y tengo una sólida formación académica. Al ser hija única, mi padre me preparó para llevar sus empresas cuando él se retirara, como acaba de hacer prematura e involuntariamente. Estudié en varias universidades, aquí y en el extranjero, hablo seis lenguas, puedo ir sola por el mundo y nada me asusta ni me escandaliza, salvo aquel asqueroso ratón amorrado a un bote de leche corporal.

Suspiró mientras yo le daba escobazos al ratón y continuó luego en los siguientes términos:

– Pero todos estos méritos, ¿de qué me sirven? Los hombres no se fijan en mí o se fijan primero y luego lo lamentan. Sólo mi padre me encontraba la más agraciada de las mujeres. Pero ahora él ya no está y me he quedado sola. Con mis millones, mis diplomas y mis lenguas.

– Oh, vamos, no diga estas cosas.

– Lo que yo diga no tiene importancia -replicó-. Lo que cuenta es lo que dicen los demás, o lo que piensan, aunque no lo digan. Mira tu caso. La falsa Ivet es falsa, como su nombre indica, te ha engañado, no ha dejado de meterte en líos y aun te meterá en más. Pero cuando te mira, tú te derrites. Por mí, en cambio, no moverías un dedo aunque ejecutara la dansa de Castelltersol sólo para tus ojos.

– Señorita Pardalot -respondí cuando hubo finalizado la filípica precedente y antes de que pudiera poner en práctica su velada amenaza-, yo no sé si sus problemas, que comprendo, le han permitido a su vez fijarse en mí. Si lo ha hecho habrá advertido que no me parezco precisamente a Tom Cruise, por citar sólo un ejemplo de donosura. Además estoy en la miseria. Siempre lo he estado y, al paso que llevo, siempre lo estaré. De modo que si ha venido a buscar conmiseración, se ha equivocado de local y de persona. En El Tocador de Señoras se lava, se marca, se corta, se hacen mechas y masajes y, en términos generales, se saca el máximo partido de lo que a cada cual le sale del cuero cabelludo, sea lo que sea, y sin hacer remilgos. Todo esto a usted seguramente le trae sin cuidado, porque usted no ha venido a poner en mis manos su pelambrera. Usted sin duda va a los salones de cuafur más caros y elegantes de Barcelona, o incluso se desplaza a París, a Milán o a Londres para un moldeado, un crepado o un flequillo. Pues bien, señorita Pardalot, déjeme decirle una cosa: no se lo hacen mejor. Y ahora, si quiere hablar del otro tema, hablemos.

Me miró de hito en hito, como si le costara un esfuerzo asimilar aquel duro alegato y finalmente dijo:

– Para ser el presunto asesino de mi padre, podrías tratarme con más respeto.

– Yo no lo maté. Y usted lo sabe. Por eso ha venido.

– No -replicó-. He venido porque esta mañana un tipo muy raro, de nombre Viriato, y casado por más señas con la petarda de tu hermana, ha estado metiendo las narices en el Registro Mercantil, el Registro de la Propiedad, el Registro de Patentes y Marcas, la Sociedad General de Autores y otros centros de inscripción y asiento con el propósito no disimulado de fisgonear las empresas de mi padre, ahora mías. Por supuesto, los funcionarios me lo han comunicado sin tardanza, por si deseaba dar parte de esta intrusión a la policía o, por si, contrariamente, prefería no dar parte de esta intrusión a la policía, según y cómo.

– Ah -dije.

– Yo no sé -continuó- si verdaderamente mataste a mi padre o no. Hasta no disponer de pruebas irrefutables he decidido no hacer al respecto juicios precipitados que no conducirían a nada. De las correrías de tu cuñado deduzco que andas investigando y esto me hace suponer que no debes de ser tú el asesino, aunque tus actividades bien podrían responder a otro objetivo. A efectos prácticos y en forma provisional, consideraré, de todos modos, que no eres culpable y que tienes tanto interés como yo en descubrir al auténtico culpable. Por eso he venido.

– ¿A decirme esto?

– A proponerte un trato.

– Me imagino el trato -repliqué-. Yo le cuento lo que he averiguado y usted me cuenta lo que sabe y de este modo los dos avanzamos a pasos agigantados por el camino de la verdad. Pues no, señorita Pardalot, no hay trato. Y no lo hay porque si lo acepto yo le contaré lo que sé, pero usted no soltará prenda. Una vez me haya sonsacado, me soltará cuatro embustes en el mejor de los casos, y en el peor, enviará a Santi a que me elimine. O a otro Santi si el Santi original todavía sigue en la UVI.

– Me infravaloras -dijo ella-. Yo no venía a pactar contigo. Yo venía a ofrecerte dinero a cambio de información. Y no sé quién es Santi, ni qué está haciendo en la UVI, aunque me lo puedo imaginar.

Reflexioné unos instantes apoyado en el mango de la escoba. Luego dije:

32
{"b":"100496","o":1}