Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– ¿De dónde has sacado este disfraz? ¿Y estos lamparones?

Quise explicarle que el alquiler de la ropa después del lavado en seco valía el doble que el alquiler de la ropa antes del lavado en seco, por si había que volverla a desmanchar. En cuanto a la elección del modelo (un sobrio smoking plateado) me seguía pareciendo un acierto. No prestó mucha atención a mis palabras, alegando que aquel lugar repugnante y fétido (la peluquería) siempre le había dado grima, pero que ahora, después de la bomba, la estaba sumiendo en el más profundo abatimiento. Entendí la indirecta y le propuse ir al bar.

Cerré (es un decir) la puerta de la peluquería, fuimos al bar y tomamos asiento en la misma mesa en que había tenido lugar nuestra primera cita. La coincidencia me pareció significativa y le pregunté si podíamos llamar a aquel bar «nuestro bar», a lo que respondió ella que su nombre actual (Hermanos Pezuña) ya le parecía bien. Con mujeres como Ivet no conviene precipitarse, de modo que decidí imprimir un nuevo sesgo a la conversación y le pregunté por el motivo de su inesperada visita.

Respondió que el saber de mi boca mis andanzas de la noche anterior, y yo le conté brevemente lo ocurrido en el edificio de El Caco Español, sin omitir el incidente del contestador y las averiguaciones que a partir de aquél había podido llevar a cabo, finalizando esta recapitulación, que el lector ya conoce, con el plan de introducirme en casa de Reinona.

– Eso es una imprudencia mayúscula -exclamó-. Tú no sabes quién es Reinona ni qué clase de gente habrá en su casa.

– No temas -respondí-, será gente rica y catalana, o sea, inoperante. Por lo demás, no corro ningún peligro: como ves, he adaptado mi apariencia externa a las circunstancias y no me será difícil mezclarme con las élites sin ser apercibido. Por lo demás, siempre me he movido en estas condiciones -añadí con altivez-. En contra de lo que tú crees, soy hombre de recursos. ¡Monada!

– Pues, a juzgar por los resultados, yo de ti cambiaría de método -dijo Ivet.

– No actúo así por afición, sino por falta de alternativas -mascullé-. Pero no tengas miedo por mí. Eres tú la que me preocupa.

Sus ojos se anegaron en lágrimas, bien por mis palabras, bien por el tufo que allí se respiraba y poniéndome una mano (suya) sobre la mía, susurró:

– No quiero que corras peligros por mi causa.

Sentí un nudo en la garganta y no sé qué más habría pasado allí (seguramente nada) si en aquel momento no hubiera hecho nuevamente en el bar su aparición Magnolio, el cual, distinguiéndonos a los dos en la misma mesa y en actitud amartelada, no vaciló en venir a nuestro encuentro y romper el hechizo del momento con el relato de sus andanzas. Pues, según dijo a modo introductorio, habiendo reflexionado sobre mi intención de acudir aquella noche a casa de Reinona y habiendo asimismo considerado el plan en exceso temerario y su actitud para conmigo insolidaria, había decidido reconocer el terreno. Para lo cual se había ido a la dirección suministrada por la florista, había llamado a la puerta de la mansión, pues de tal calificaba la vivienda allí emplazada, y al mayordomo que se la había abierto le había preguntado si aquél era un centro de acogida para senegaleses sin papeles. Tanta astucia no había quedado sin recompensa, porque el mayordomo le había respondido que no, pero que si buscaba un trabajo temporal y mal pagado, le podía ofrecer algo. Naturalmente, Magnolio no había desaprovechado la ocasión y había respondido afirmativamente. Entonces el mayordomo le había dicho que se personara no más tarde de las ocho y media en la mansión, porque se celebraba aquella noche una recepción a la que asistirían bastantes invitados y andaban un poco cortos de personal. Del inesperado curso de los acontecimientos se sentía Magnolio muy satisfecho.

– Y no es para menos -dijo el camarero del bar, que había estado escuchando la conversación-, pero habrá de darse prisa, porque ya son las ocho. En cuanto a ustedes dos, o consumen o prosiguen el galanteo en un meublé.

Lo de la prisa era bien cierto, y como Ivet no tenía apetito ni yo dinero, nos fuimos los tres. Quedamos Magnolio y yo en vernos de nuevo en casa de Reinona, y él se fue. Sin hacer caso de la grosera sugerencia del camarero del bar, que Ivet no parecía inclinada a seguir por el momento, le propuse acompañarla a la parada del autobús. Alegó padecer una mezcla de claustrofobia y agorafobia que le impedía utilizar nuestra magnífica red de transportes públicos, pero no puso reparo en que la acompañara a buscar un taxi libre. Anduvimos hasta una arteria (o calle) principal, en silencio, pues aunque soy locuaz de natural y por razón de mi oficio y mis lecturas no me faltan temas con que suscitar el interés de las mujeres (la osteoporosis y otros), en aquel raro momento de intimidad me sentía cohibido, por no decir amedrentado, y tan raro en mi mismidad que no reconocía mi propia imagen (por suerte) cuando de reojo la veía reflejada en algún escaparate en compañía de aquella chica tan etérea y con la que, tal vez por ir yo muy bien vestido, creía formar buena pareja. Este inolvidable paseo duró un tiempo que se me hizo a la vez breve y eterno, pero que en realidad fue breve, porque, a aquella hora y estando la economía del barrio como estaba, había taxis libres a barullo. En uno de los cuales subió Ivet, yéndose.

Su ausencia me había dejado triste pero no inapetente, de modo que decidí hacer tiempo en la pizzería. Luego pensé que en casa de Reinona, según la descripción hecha por Magnolio, servirían una cena copiosa (fue un error), y decidí que, si había de correr un riesgo cierto, lo menos que podía hacer era sacarle algún partido. Entré en la pizzería a excusar mi ausencia y luego me instalé en la parada del autobús, pues si bien era temprano para acudir a la recepción, el lugar adonde me dirigía estaba en la otra punta de la ciudad, y me esperaba, si todo iba bien, un dilatado periplo.

*

A eso de las diez y media, y después de hacer a pie la última y más empinada etapa del trayecto, llegué a las inmediaciones de mi señalado objetivo. La noche era calurosa pero en Pedralbes soplaba una brisa fresca saturada de aroma de jazmín. Esta embriagadora sensación, sin embargo, no dulcificaba el hosco aspecto de unos hombres que, apostados junto a lustrosos automóviles, montaban guardia a lo largo de la empinada y recoleta callejuela por la que ascendí con fingida indiferencia hasta coronar la cuesta. Su presencia allí en crecido número me dio a entender que los invitados a la recepción en casa de Reinona ya debían de estar allí (en sus puestos). Al llegar frente a una cancela me detuve, comprobé la dirección, abrí la cancela, entré en el jardín, recorrí el sendero de grava que entre arrayanes conducía a la puerta principal de la casa y pulsé el timbre. Mientras aguardaba examiné el lugar. La casa estaba hecha de los materiales más robustos dispuestos en un estilo arquitectónico que aunaba equilibradamente lo antiguo y lo moderno y respondía sin reservas al calificativo de mansión que Magnolio le había aplicado al describirla. Constaba de planta baja y un piso. El piso disponía de una terraza o balcón corrido desde el cual se podía saltar y rezar para que el césped amortiguara el batacazo. A juzgar por su extensión, el jardín que rodeaba la casa debía de comunicar con la calle de atrás, de la que lo separaba un muro de piedra de no más de dos metros de altura en su segmento más bajo, posiblemente escalable. Algunos pinos y un cedro soberbio ofrecían en sus ramas refugio temporal contra perros y fieras. Un esbelto ciprés no servía para nada. En los macizos de flores abundaban los rosales y otros pinchos.

Habría continuado el reconocimiento del terreno con gusto y provecho si no se hubiera abierto la puerta y en el vano no se hubiera recortado la silueta de un hombre joven cuyas facciones no pude distinguir por estar él a contraluz y darme a mí la luz de lleno en las mías, lo que me hizo lamentar no estar provisto de un abanico con que defenderlas de su curiosidad.

20
{"b":"100496","o":1}