– Buenas noches -dijo el joven recepcionista mientras tanto-, ¿me permite su invitación?
Hice como que la buscaba en los bolsillos del traje y finalmente exclamé entre joviales (y estúpidas) risotadas:
– ¡Vaya contrariedad! He debido de dejarla en alguno de los muchos trajes limpios que poseo.
– Lo siento -dijo-, sin invitación no puedo dejarle pasar. Órdenes estrictas de Reinona.
Al decir esto, como si quisiera mostrar su pesadumbre con un gesto, ladeó la cabeza y pude reconocer en el joven recepcionista al guardia de seguridad que la noche del crimen custodiaba o debía haber custodiado las oficinas de El Caco Español. Esta coincidencia, que a mí no se me antojaba tal, me hizo pensar que la intuición me había conducido a un lugar tan acertado para el logro de nuestros propósitos como peligroso para mi propia piel, por lo que tal vez habría emprendido la retirada con la excusa de la invitación si en aquel momento una voz no hubiera preguntado a espaldas del joven recepcionista qué pasaba.
– Nada -respondió éste-, aquí un espabilado que viene a por las croquetas.
Al decir esto se hizo a un lado el joven recepcionista dejando ver, adentro, un caballero maduro y canoso en quien reconocí, por si una coincidencia fuera poco, al caballero maduro y canoso que había visto la víspera en el vestíbulo de las oficinas de El Caco Español hablando con el entonces aún guardia de seguridad, ahora joven recepcionista, con el que en aquel mismo momento, bien que en otro lugar, también hablaba el caballero maduro y canoso. El cual se me quedó mirando.
Antes de que el caballero maduro y canoso, que me examinaba levantando una ceja y frunciendo la otra en una expresión que unía al desconcierto la sospecha, pudiera llegar a ninguna conclusión desfavorable para mí, volví a lanzar una estentórea risotada, abrí los brazos y exclamé:
– ¡Hola, tronco, cuánto me alegro de verte!
El caballero maduro y canoso respondió con frialdad a esta efusión.
– No creo haber tenido el gusto de conocerle a usted -dijo.
– Es posible que sea yo quien sufra una confusión -admití-. A lo largo del año trato a miles de caballeros maduros y canosos. Permita que me presente a mí mismo. Soy el abogado del señor Pardalot, hoy difunto señor Pardalot, con bufete en la Diagonal.
– Qué casualidad -dijo el caballero maduro y canoso-. Yo también soy el abogado de Pardalot y también tengo mi bufete en la Diagonal.
– No quisiera darle un disgusto -repliqué-, pero el señor Pardalot tenía varios abogados, y casi todos con bufete en la Diagonal. Tal vez usted fuera su preferido, pero a mí me encomendaba…, ¿cómo le diría?…, asuntos especiales…
– ¿Qué tipo de asuntos?
– Multas de tráfico… y otro tipo de transacciones… en ultramar…, ya nos entendemos. En cuanto a la invitación -agregué sin pausa, para dejar de lado un tema que no parecía llevarme a puerto seguro-, la recibí hace unos días, con una nota adjunta de puño y letra de Reinona encareciéndome la asistencia.
– ¿Conoce usted a Reinona? -preguntó el caballero maduro y canoso.
– Uña y carne -dije.
El caballero maduro y canoso reflexionó tan largamente que tuve ocasión de ver cómo maduraba un poco más. Finalmente preguntó:
– ¿Ha traído el donativo?
– Sí, por supuesto -dije yo metiéndome la mano en el bolsillo del pantalón-, ¿cuánto se debe?
– Doscientas cincuenta mil por barba.
– Atiza. Y esta bagatela ¿a qué da derecho?
– A una copa de cava de ínfima calidad.
– Me parece justo -dije-. Pero prefiero hacer la postura en presencia del interesado.
– Está bien -dijo el caballero maduro y canoso-. Sígame.
*
Precedido del abogado (seguramente auténtico) de Pardalot y seguido del (seguramente falso) recepcionista, crucé el vestíbulo y entré en un salón suntuoso concurrido por hombres y mujeres de visible prosapia y edades comprendidas entre la madurez y la licuefacción.
– Quédese donde está -dijo el caballero maduro y canoso apenas cruzado el umbral del suntuoso salón señalando con el dedo una baldosa-. Yo iré a buscar a Reinona.
Me dejó en compañía del joven recepcionista y su pelo canoso se confundió en aquel mar de canas, del que de cuando en cuando, entre la bruma azulada de las tagarninas, emergían rutilantes calvorotas insulares. Aprovechando la pausa, busqué con la mirada a Magnolio. Al pronto no lo vi, porque no estaba, pero en seguida entró en el salón por una puerta lateral. Le habían puesto un uniforme de camarero (o frac) que seguramente había pertenecido antes a otro u otros camareros y que, siendo Magnolio como era, le venía muy estrecho y muy corto de mangas, de perneras y de tiro. Con una mano sostenía cuanto en alto le permitía la sisa una bandeja de copas de champán. Al verme amagó un gesto amistoso y se le cayeron al suelo dos o tres copas. Yo me hice el longuis para que nadie notara que nos conocíamos; precaución innecesaria, pues la concurrencia estaba enfrascada en tantas conversaciones como personas la integraban. Regresó entonces el caballero maduro, canoso y abogado de Pardalot, despidió con un ademán al joven recepcionista y me rogó con otro que le siguiera. Sorteando la gente y las columnas cruzamos el concurrido y suntuoso salón y llegamos al otro extremo, donde algo retirados del resto de la manada había dos hombres y una mujer. Los dos hombres, también maduros y canosos, estaban enzarzados en una acalorada discusión, a la que pusieron punto final o postergaron para mejor ocasión al advertir nuestra presencia. El abogado de Pardalot me señaló a su atención y dijo:
– Éste es el que dice ser abogado de Pardalot y haber recibido una invitación personal de Reinona.
Pensé que me agredirían, pero no sólo no fue así, sino que uno de los dos hombres me sonrió y me tendió la mano. Animado por esta muestra de cordialidad lo abracé y le propiné violentas palmadas en el dorso mientras gritaba:
– ¡Puñeta, Reinona, estás fenomenal!
– Me parece que se confunde usted -respondió el objeto de mi afección desprendiéndose del abrazo-, porque yo no soy Reinona ni creo haberle visto a usted jamás.
– Pues yo en cambio te tengo a ti muy visto, chato -dije yo.
– Es que soy el alcalde de Barcelona -dijo él.
Tal vez no habría salido airoso de la situación si la mujer, que hasta aquel momento se había limitado a contemplar la escena con la altivez con que las personas guapas, ricas y educadas ven al prójimo meter el remo, no hubiera intervenido para decir:
– Yo soy Reinona. Pero no hace falta que me salude con tanta efusividad.
Me fijé entonces en ella con la atención que merecían sus palabras y vi que se trataba de una mujer de gran belleza y distinción. Sin ser madura, como parecía ser obligatorio allí, tampoco se la podía calificar de joven, al menos según mi baremo, algo estricto. En cuanto a las canas, nada concluyente se podía decir, toda vez que llevaba el pelo teñido con un tinte de excelente calidad, muy distinto, ay de mí, al que yo me había aplicado un par de horas antes, y que a aquellas alturas, de resultas del calor, me estaba dejando la cara como la de un supporter del Chelsea. Su indumento (vestido largo de raso con tirantes y ribetes de tul) sin duda procedía de las mejores pasarelas de París o Milán, llevaba alrededor del cuello una gargantilla de rubíes y en el dedo un anillo con enormes brillantes que centelleaban al reflejarse en ellos las lámparas del salón. Algo cohibido murmuré:
– Señora…
Atribuyendo a otras razones mi confusión, me atajó y dijo:
– Puede hablar sin reserva delante de estos caballeros. A uno de ellos ya lo conoce, pues él mismo acaba de presentarse y sale a diario en los periódicos. El otro es mi marido, Arderiu. ¿Le importa que le llame Pedro?
– No. Por mí puede usted llamar a su marido como le dé la gana.