Eché a andar por la calle perpendicular a la carretera por donde había ido y vuelto el taxi y al primer peatón que se cruzó conmigo le pregunté cómo se iba a la residencia. Resultó ser un forastero tan despistado como yo. Los dos siguientes, también. Al final una señora me dijo que fuera subiendo por aquella calle o carretera secundaria, como ya hacía.
– En la primera curva encontrará el Instituto de Formación Profesional; usted siga. Luego encontrará la urbanización El Garrofer. Siga. Luego encontrará el Centro de Asistencia Primaria. Siga. Unos kilómetros más arriba encontrará la Piscina Municipal y el Complejo Deportivo. Siga un kilómetro más, siempre cuesta arriba, y ya verá la residencia.
Animado por esta perspectiva, agradecí a la señora su amabilidad y su exactitud y emprendí la ascensión a buen paso.
*
Por el apelativo que todos le aplicaban (la residencia) y por su privilegiada situación, en lo alto del cerro, rodeada de pinos y de buenas vistas, me había hecho a la idea de estar yendo a un hotel de lujo. Pero cuando sudoroso y derrengado me detuve frente a la cancela, después de una caminata de tres cuartos de hora, advertí que aquella ostentosa denominación encubría un triste asilo de ancianos.
Antes de que mis ojos se acostumbraran a la penumbra del hall percibí el olor, para mí tan familiar, de berzas hervidas, desinfectante a granel y heces fecales. Luego distinguí un mostrador vacío, una peana con una imagen policromada de Songoku y un orinal de loza olvidado en un rincón. Había contemplado una escenografía idéntica demasiados años seguidos y no estaba preparado para introducirme de nuevo en ella por propia voluntad, de modo que giré sobre mis talones y me dirigí a la puerta con el propósito de poner pies en polvorosa. De lo que me disuadió una voz proveniente de la zona más sombría del hall, que entre jovial e intimidatoria me preguntó:
– ¿Buscas a alguien, querida?
Traté de improvisar una evasiva, pero sólo conseguí articular una especie de gorjeo. La persona que me interrogaba se hizo visible: era una enfermera con bata blanca, fonendo y porra. Por su edad, su forma de conducirse y sus bíceps supuse que sería la enfermera jefa. Al copioso sudor de la excursión se sumó otro frío e igual de pestilente.
– No te agobies, querida -añadió al advertir mi confusión-. Es natural sentir un poco de aprensión cuando se franquea este umbral por primera vez y quién sabe si por última vez, ¿verdad? Pero no hay motivo de alarma. Se cuentan tantas cosas de estas residencias…, ay, querida, y todas falsas, créeme, todas falsas… Huy, y qué vestidito tan precioso te han puesto tus familiares para dejarte aquí abandonada. ¿Sabes si ya han pasado por caja?
Me hizo unas mamolas y me pareció advertir que sus colmillos eran desmesuradamente largos, aunque es posible que fuera una ilusión óptica provocada por la incierta luz y la digestión de los pseudodoritos. Por si acaso, di un paso atrás. La enfermera siguió sonriendo.
– No pareces tener la edad mínima para… -dijo-. Claro que siempre podemos hacer una excepción.
– No estoy aquí por mí -conseguí decir.
– Oh, perdona, querida -rió la enfermera-. Un error humano harto comprensible: el vestuario, el comportamiento atrabiliario, los rasgos fisiognómicos, todo hacía pensar en una precoz demencia senil… En fin, dejemos eso y vayamos al grano. ¿Un familiar cercano? ¿Un ser muy querido a quien deseas proporcionar largos años de bienestar en alegre compañía? Sí, querida, sí. Todo es poco cuando una ama de veras y está harta de que se lo hagan todo encima, ¿verdad? Hombre viejo, retablo de duelos. ¿Tu marido, tal vez? Me lo imagino. No hace falta que me cuentes nada. Pobrecita, cuánto habrás sufrido estos últimos tiempos. O quizá desde antes, quizá desde la noche de bodas. Los hombres son unos animales, querida. Animales y además irracionales. Si no fuera por el cipote, ¿de qué servirían? Mi maestro siempre lo decía. No te cases, Maricruz, me decía; pero si te casas, no te cases nunca con un hombre. Mi maestro era un caballero y un gran médico; con un gran cipote. El doctor Sugrañes, psiquiatra eminente, especialista en rehabilitación de psicópatas con tendencias delictivas, hoy felizmente retirado, presidente vitalicio de la Fundación Sugrañes, de quien tuve la suerte de ser aventajada discípula. A lo mejor has oído hablar de él.
Hice una respetuosa genuflexión y luego, impostando la voz para imprimirle un timbre femenil y un ligero acento batueco dije:
– Disculpe la ignorancia de esta pobre rucia, pero una servidora no viene para una egresión, sino a visitar un pariente. El pobrecín ha extraviado los anales, pero conocer, conoce. Si me permite allegarme… Le traigo unos Kinder Sorpresa en las pedorreras, pero me paice que se me han fundido con las calores.
La enfermera jefa arrugó la nariz y apartó la vista de mí con patente desagrado.
– Vaya, para esto no hacía falta que me hicieras perder el tiempo -dijo señalando una puerta al fondo del hall-. Ve tú misma. A esta hora los encontrarás a todos revueltos en el jardín.
Una escalera y su correspondiente rampa conducían a un jardín sin árboles ni hierba, cubierto por un cañizo, donde una veintena de guiñapos de uno y otro sexo, unos de pie y otros sentados, todos demacrados, contrahechos y estupefactos, babeaban y retozaban. En una esquina, apartada del grupo, vi a Ivet en compañía de un inválido. Para poder observarla sin estorbo ni suspicacia elegí a un pobre hombre que dormía en una tumbona atracada al muro con un pijama a rayas y una gorra de papel hundida hasta los ojos. La suciedad del pijama y la concreción calcárea de sus mocos daban a entender que nadie desperdiciaba en él tiempo, dinero y cariño. Arrastré hasta su vera una silla de hierro cubierta de orín (y de orina), me senté y compuse una imagen bastante verosímil de la abnegación filial. Huelga decir que aquellas precauciones eran de todo punto innecesarias, porque allí nadie prestaba atención a nadie ni a nada, ni había enfermeras que velaran por los pacientes, ni Ivet tenía ojos para otra cosa que el ser demacrado en cuya compañía estaba. Un examen de éste me indicó que no se trataba en rigor de un anciano, sino de una persona de mediana edad gravemente enferma. Debía de haber sido en tiempos no lejanos hombre guapo y de buena planta, dos cualidades que ahora había trocado por un rostro consumido, de ojos afiebrados y piel amarillenta, y un cuerpo quebrantado, prisionero de una silla de ruedas. Su expresión parecía despierta, unas veces airada, otras, ansiosa. Escuchaba en silencio lo que le contaba Ivet y luego pronunciaba frases cortas. Al cabo de un rato dejó caer la cabeza sobre el esternón y prorrumpió en algo parecido a sollozos o suspiros. Ivet le reprendió. Parecía decirle: no te dejes vencer por el desaliento. O quizá: todavía no te dejes vencer por el desaliento. Pero también en sus ojos se intuía el brillo de las lágrimas. Por último los dos juntaron las cabezas v estuvieron cuchicheando unos minutos, al término de los cuales Ivet se despidió del inválido y se dirigió con paso vivo a la salida. El inválido la siguió con la mirada y cuando ella se volvió desde lo alto de las escaleras para dirigirle un saludo con la mano, alzó la voz para decir:
– Recuerda lo que me has prometido. En ningún caso, ¿queda claro? En ningún caso.
Ella asintió con la cabeza, sonrió y le volvió a saludar, pero él se hizo el distraído, como si no se viera con ánimos de afrontar con entereza la separación. En conjunto había sido una escena tan conmovedora como aparentemente improductiva a los efectos de mi investigación.
Restañé mis propias lágrimas y me levanté con el propósito de seguir a Ivet. Pero cuando me disponía a salir tras ella se despertó el vejete del pijama de cuyo desmedrado bulto me había servido para espiar el encuentro de Ivet con el inválido, y agarrándose a un pliegue de mi falda tiró de él con inusitada energía y gruñó: