Los pocos peatones que aún deambulaban por allí le imitaron en lo de irse y pronto me quedé sin otra compañía que la circulación rodada. En previsión de una larga espera bajo la lluvia, recogí una bolsa del plástico del suelo (había muchas), la abrí por las costuras y la extendí sobre la acera a fin de proteger de la humedad el culo. Sobre esta elemental pero eficaz esterilla me senté, apoyé la espalda en el tronco del árbol añoso, encogí las piernas para quedar todo yo cubierto por el paraguas y fijé mi atención en la ventana de la vivienda de Ivet. Al cabo de un rato el progresivo oscurecimiento del cielo producido por la puesta del sol activó el alumbrado público y los escaparates y rótulos de las tiendas. En muchas ventanas y balcones se encendieron luces. Más tarde cerraron las tiendas las puertas. Disminuyó mucho la circulación rodada y amainó la lluvia. Pensé en la pizzería con añoranza y carpanta. De buena gana habría entrado en cualquiera de los bares que proliferaban en el sector terciario (propicio al ocio) de nuestra ciudad y adquirido un bocadillo de calamares encebollados u otra especialidad, pero no andaba sobrado de fondos y la investigación del caso podía prolongarse varios días, cuando no meses, con la consiguiente acumulación de gastos, siempre difíciles de afrontar y más cuando el capital inicial asciende a casi nada.
A las once o así paró de llover, se abrieron las nubes y compareció la luna en el firmamento. En la ventana del piso de Ivet me pareció distinguir la silueta de la mitad superior de Ivet. Luego desapareció esta silueta y apareció la silueta de la mitad inferior de Ivet. Por un momento pensé que Ivet se proponía dejar constancia ante un observador externo de que seguía entera, pero pronto rechacé esta idea absurda y colegí que debía de estar haciendo gimnasia. Mientras resolvía este enigma desaparecieron las dos siluetas complementarias y se apagó la luz, dejando la ventana a oscuras. Otras ventanas hicieron lo mismo. Pasada la medianoche no quedaban luces en las ventanas de aquel edificio ni en los restantes. Era una noche de recogimiento. Hasta los bares cerraban sus puertas temprano. La tranquilidad reinante me produjo un sueño invencible. Dormí un rato.
Me despertó un estruendo y una sacudida que me hizo dar varias volteretas por la acera. Era un estornudo, con el que mi organismo anunciaba su voluntad de resfriarse a causa de la lluvia, del relente y de que me habían robado el plástico mientras dormía. No así el paraguas, que había tenido la precaución de colgar por el mango de una rama del árbol alta y añosa. Clareaba y circulaban los primeros autobuses. Recogí el paraguas y en uno de aquéllos emprendí el camino de regreso a mi apartamento.
Antes de entrar llamé a la puerta de al lado. Abrió Purines, a quien pregunté si durante mi ausencia había pasado algo digno de mención.
– Nada de tu incumbencia -respondió-. Tú, en cambio, vienes hecho un san Isidro labrador. Calado, ojeroso, pálido y tiritando. ¿Te has echado al mar?
– No es nada, Purines -quise decirle. Pero un estornudo, que me lanzó al otro extremo del rellano, desmintió mi diagnóstico.
Conque me hizo entrar en su piso, aprovechar el agua de la bañera que había utilizado un cliente y aún guardaba su tibieza y propiedades para darme un baño de espuma, relajante y profiláctico, y ponerme ropa limpia y seca, mientras ella me preparaba un té. El baño me dejó como nuevo, pero la ropa que me prestó, cuando me la vi puesta en el espejo, me alarmó un tanto.
– Oye, ¿de qué voy vestido? -quise saber.
– ¡De Edita Gruberova en La filie du régiment! -respondió a gritos desde la cocina.
– ¡No sé qué es eso!
– ¡Ni falta que te hace! ¡Tu ropa está en el tendedero y con esta humedad no se secará hasta dentro de unas cuantas horas! ¡Y con la que llevas no podrás golfear!
Como por nada del mundo quería ofender a Purines (ni abusar de los signos de exclamación, que detesto), volví a mirarme al espejo y pensé que no había mal que por bien no viniese y que aquel disimulado atavío era muy adecuado para mis planes. De modo que me bebí tres tazones de té (no me gusta) que me calentaron el estómago pero no engañaron el hambre, y luego, tras reiterar mi gratitud a Purines y sacar el polvo de mi apartamento, me fui a la peluquería, adonde llegó también, con admirable puntualidad, Magnolio.
– Vaya con el modelito -exclamó al verme-. No le sabía estas aficiones.
– No piense mal -dije-. Es un disfraz. ¿Ha desayunado?
– Sí, señor. Opíparamente.
– Ah, por eso se le ve tan risueño.
– Por eso y por otro motivo no menos importante -dijo Magnolio.
Acto seguido y en tono confidencial me refirió que aquella mañana se había levantado temprano, había limpiado el coche y lo había aparcado a la puerta de la mansión de los señores Arderiu con la esperanza de trabar contacto con una de las dos criadas dominicanas de dichos señores, pues a su paso fugaz por aquélla (casa) alguien le había dicho que la encargada de ir a comprar el pan y los cruasanes para el desayuno de los señores Arderiu era precisamente Raimundita, por quien Magnolio sentía, como me había confesado con anterioridad el propio Magnolio, una afición muy acorde, por lo demás, con nuestros intereses. La suerte había favorecido a Magnolio y a eso de las seis horas y cuarenta y ocho minutos Raimundita en persona había salido a la calle con una bolsa de tela, a la sazón vacía, en la que, según todos los indicios, luego confirmados, se proponía meter el pan y los cruasanes. Entonces Magnolio había salido del coche y, dejando la puerta abierta, así como el capó, para que ella pudiera admirarlo en su totalidad, la había saludado con sobria dulzura y le había preguntado adonde iba. Ella, que casualmente se protegía de la serena con una caperucita roja, había respondido que iba a la panadería a comprar pan y cruasanes para sus amos (los señores Arderiu) como todas las mañanitas. ¿Y no le daba miedo andar sola por aquellas calles solitarias etcétera, etcétera? No; sólo se asustaba cuando le salía al paso un negrazo chango, canilludo y tutumpote. Y él: que no fuera malpensada, m'hija, que sólo había venido a acompañarla en coche por si llovía, no se fuera a mojar.
– ¿Le importaría dejar las estampas costumbristas para mejor ocasión y decirme si ha averiguado algo pertinente al caso? -le interrumpí.
– Pues la verdad es que nada -respondió un poco dolido-. Tampoco era cosa de propasarme en nuestra primera cita. Sólo, platicando de esto y de aquello, me contó Raimundita que anoche los señores Arderiu no salieron y que recibieron la visita del abogado señor Miscosillas, hombre maduro y canoso, a quien ella conocía de haberlo visto en la casa otras veces. El señor Arderiu y el abogado señor Miscosillas estuvieron hablando un buen rato, a solas. También durante el día habían recibido una invitación del señor alcalde para un mitin preelectoral, aunque este dato es poco significativo, ya que todos los censados en Barcelona hemos recibido la misma invitación para el mismo mitin.
– Poco es, en efecto -admití-, pero no está mal. Lo importante es que tenemos acceso a la casa a través de Raimundita.
– Perdone: el acceso lo tengo yo -atajó Magnolio-. Mi Raimundita no es un llavín. Claro que así vestido no parece usted un rival temible. ¿Para qué dice que se ha vestido?
– Aún no se lo he dicho -repliqué-, ni se lo voy a decir por ahora. Pero mi plan me exige abandonar la peluquería durante unas horas y había pensado que usted podría reemplazarme.
– ¿Reemplazarle yo? -exclamó Magnolio-. ¡Amos, anda! Yo no sé nada de peluquería. Y los clientes no me conocen y no se pondrán en mis manos: tengo pinta de caníbal.
– No menosprecie su sex-appeal. Ya ve qué buenos resultados le ha dado con Raimundita.
Protestó un rato pero acabó cediendo como hacía siempre. Era un encanto de persona. Pensé que si yo fuera Raimundita no dudaría en casarme con él, tanto si él me lo proponía como si no. Pero el tiempo iba pasando y había mucho por hacer, de modo que postergué para mejor ocasión estas consideraciones y me limité a iniciar a Magnolio en los secretos del corte, el marcado y la mise en plis, dejando para más adelante otros trabajos de más fuste.