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– Éste es uno de sus autógrafos norteamericanos… -aclaró Achille Replinger-. Lincoln le pidió uno, y él envió diez dólares y cien autógrafos, vendidos en Pittsburgh para obras de caridad… -fue mostrándole a Corso los documentos con orgullo profesional contenido pero evidente-. Vea este otro: una invitación a cenar en su casa de Montecristo, la residencia que se hizo construir en Port-Marly. A veces usaba sólo iniciales, y otras recurría a pseudónimos… Aunque no todos los autógrafos que circulan son auténticos. En el periódico El Mosquetero, del que fue propietario, había un tal Viellot capaz de imitar su letra y rúbrica. Y en los tres últimos años de vida, las manos de Dumas temblaban demasiado; tuvo que dictar los textos.

– ¿Por qué papel azul?

– Lo recibía de Lille, fabricado expresamente para él por un impresor que lo admiraba… Casi siempre de este color, sobre todo para las novelas. A veces rosado para los artículos, amarillo para la poesía… Escribía con distintas plumas, según el género. Y no soportaba la tinta azul.

Corso indicó las cuatro hojas blancas del manuscrito; las que tenían anotaciones y tachaduras.

– ¿Y éstas?

Replinger fruncía las cejas.

– Maquet. Su colaborador Augusto Maquet. Son correcciones hechas por Dumas a la redacción original -se pasó un dedo por el mostacho antes de inclinarse para leer en voz alta con gesto teatral-: «¡Horroroso! ¡Horroroso!, murmuraba Athos, mientras Porthos rompía las botellas y Aramis daba órdenes algo tardías para que fuesen en busca de un confesor…». -con un suspiro, el librero dejó la frase en el aire asintiendo, satisfecho, antes de mostrarle la hoja-. Fíjese: Maquet se había limitado a escribir: «Y expiró ante los aterrados amigos de d'Artagnan». Dumas tachó esa línea y puso las otras encima para ampliar el pasaje con más diálogos.

– ¿Qué puede contarme de Maquet?

El otro movió los poderosos hombros, indeciso.

– No gran cosa -de nuevo el tono era evasivo-. Contaba diez años menos que Dumas y le fue recomendado por un amigo común, Gerard de Nerval. Escribía novelas históricas sin éxito. Le llevó el original de una: El bueno de Buvat, o la conspiración de Cellamare. Dumas convirtió el manuscrito en El caballero de Harmental y lo dio a la imprenta con su nombre. Maquet obtuvo a cambio 1.200 francos.

– ¿Puede establecer la fecha en que se redactó El vino de Anjou, a partir de la letra y el tipo de escritura?

– Claro que puedo. Coincide con otros documentos de 1844, el año de Los tres mosqueteros… Las hojas blancas y azules encajan en su modo de trabajar. Dumas y su asociado lo hacían a destajo. Del D'Artagnan de Courtilz sacaron los nombres de sus héroes, el viaje a París, la intriga con Milady y el personaje de la mujer de un figonero, a la que Dumas dio los rasgos de su amante Belle Krebsamer, para encarnar a madame Bonancieux… De las Memorias de la Porte, hombre de confianza de Ana de Austria, salió el rapto de Constanza. Y de La Rochefoucauld y de un libro de Roederer, Intrigas políticas y galantes de la corte de Francia, obtuvieron la famosa historia de los herretes de diamantes… En esta época no sólo escribían Los mosqueteros; también La reina Margarita y El caballero de Casa Roja.

Replinger hizo otra pausa para tomar aire. Se iba acalorando a medida que hablaba, y de nuevo la sangre le afluía al rostro. Las últimas citas las hizo precipitadamente, algo atropelladas las palabras. Temía aburrir a su interlocutor, pero, al mismo tiempo, deseaba complacerlo con toda la información posible.

– Sobre El caballero de Casa Roja -continuó después de respirar un poco- hay una anécdota divertida… Al anunciarse el folletín con el título original, El caballero de Rougeville, Dumas recibió una carta de protesta firmada por un marqués del mismo nombre. Eso le hizo cambiar el título; pero al poco recibió una nueva carta. «Muy señor mío», decía el aristócrata: «dé a su novela el título que guste. Soy el último de la familia y dentro de una hora voy a pegarme un tiro»… Y en efecto, el marqués de Rougeville se suicidó por asunto de faldas.

Boqueó otra vez, falto de aire. Sonreía imponente y rubicundo, cual si pidiera excusas. Una de sus fuertes manos se apoyaba en la mesa junto a las hojas azules. Parecía un gigante agotado, se dijo Corso. Porthos en la gruta de Locmaría.

– Boris Balkan no le hizo justicia; usted es un experto en Dumas. No me extraña que sean amigos.

– Nos respetamos. Pero yo sólo hago mi trabajo -Replinger inclinaba la cabeza, un poco cohibido-. Soy un alsaciano concienzudo, que trabaja con documentos y libros anotados o con dedicatorias autógrafas. Siempre autores del xix francés… Sería incapaz de valorar lo que llega a mis manos si no conociese bien por quién fue escrito, o en qué circunstancias. No sé si me comprende.

– Perfectamente -repuso Corso-. Es la diferencia entre un profesional y un vulgar trapero.

Replinger le dirigió una mirada de agradecimiento.

– Usted es del oficio. Salta a la vista.

– Sí -torció la boca-. Del oficio más viejo del mundo.

Rió el librero, para terminar en otro estertor asmático. Corso aprovechó la pausa orientando la conversación hacia el asunto Maquet:

– Cuénteme cómo lo hacían -pidió.

– La técnica era complicada -Replinger movía las manos hacia la mesa y las sillas, como si la escena hubiera ocurrido allí-. Dumas trazaba el plan de cada obra y lo discutía con su colaborador, que buscaba documentación y escribía un esbozo de historia, o una primera redacción: las hojas blancas. Después Dumas reescribía en las hojas azules… Trabajaba en mangas de camisa, por la mañana o por la noche; casi nunca por la tarde. No bebía café ni licores; sólo agua de Seltz. Tampoco fumaba apenas. Llenaba páginas entre apremios de los editores reclamando más y más. Maquet remitía el material en bruto por correo, y él se impacientaba con los retrasos -extrajo una cuartilla de la carpeta y la puso en la mesa delante de Corso-. Aquí tiene la prueba: una de las notas cruzadas entre ellos durante la redacción de La reina Margarita. Como ve, Dumas se queja un poco: «Todo marcha perfectamente, a pesar de seis o siete páginas de política que nos tragaremos para que renazca el interés… Si no vamos más aprisa, querido amigo, es culpa vuestra: desde ayer a las nueve estoy mano sobre mano»… -hizo alto para llevar aire a sus pulmones e indicó El vino de Anjou-. Sin duda estas cuatro hojas blancas con letra de Maquet y anotaciones de Dumas fueron recibidas por él con muy poco tiempo, momentos antes de que Le Siécle cerrara la edición, y hubo de conformarse con reescribir algunas y hacer correcciones apresuradas de su puño y letra sobre otras, en el mismo original.

Volvía a meter los papeles en sus carpetas, para reintegrarlos al archivador de la letra D. Tuvo tiempo Corso de echar un último vistazo a la nota en que Dumas reclamaba páginas a su colaborador. Aparte de la letra, que se correspondía trazo a trazo, el papel era idéntico -azul y con fina cuadrícula- al utilizado en el manuscrito de El vino de Anjou. Un folio cortado en dos; la parte inferior aún se veía más irregular que las otras tres. Quizá todas aquellas hojas estuviesen juntas sobre la mesa del novelista, en la misma resma.

– ¿Quién escribió realmente Los tres mosqueteros?

Replinger, ocupado en cerrar el archivador, tardó en responder:

– No puedo aclararle eso; la pregunta es demasiado tajante. Maquet era hombre de recursos, conocía la Historia, leyó mucho… Pero le faltaba el genio del maestro.

– Creo que terminaron mal.

– Sí. Una lástima. ¿Sabe que viajaron juntos a España cuando la boda de Isabel II?… Dumas publicó incluso un folletín, De Madrid a Cádiz, en forma de cartas… En cuanto a Maquet, con el tiempo exigió ante los tribunales que se le declarase autor de dieciocho de las novelas de Dumas, pero los jueces dictaminaron que su trabajo fue sólo preparatorio… Hoy se le considera un escritor mediocre, que aprovechó la fama del otro para ganar dinero. Aunque no falta quien lo ve como una víctima explotada: el negro del gigante…

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