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– Es una tienda muy bonita. Librería Replinger, dice. Autógrafos y documentos históricos. Y está abierta.

Le había hecho un gesto negativo al empleado del café y se inclinaba un poco hacia Corso, sobre la mesa, en la terraza de la Rue De Buci. La transparencia líquida de sus ojos reproducía, a modo de espejo, las escenas de la calle que, a su vez, se reflejaban en el escaparate del local.

– Podríamos ir ahora.

Se habían encontrado de nuevo durante el desayuno, cuando Corso leía los periódicos junto a una de las ventanas que daban a la plaza del Palais Royal. Ella dijo buenos días, sentándose a la mesa para devorar con apetito las tostadas y los croissants. Después, con un cerco de café con leche sobre el labio superior, como una niña satisfecha, miró a Corso:

– ¿Por dónde empezamos?

Y allí estaban, a dos manzanas de la librería de Achille Replinger, que la chica se había ofrecido a localizar en descubierta mientras Corso tomaba la primera ginebra del día, presintiendo que no iba a ser la última.

– Podríamos ir ahora-repitió ella.

Corso aún se demoró un instante. Había soñado con su piel morena en las sombras de un atardecer, llevándola de la mano a través de un páramo desolado en cuyo horizonte emergían columnas de humo, volcanes a punto de hacer erupción. A veces se cruzaban con un rostro grave, soldado con armadura cubierta de polvo que los miraba en silencio, distante y frío como los hoscos troyanos del Hades. El páramo oscurecía en el horizonte, las columnas de humo se espesaban, y había una advertencia en la expresión imperturbable, fantasmal, de los guerreros muertos. Corso quiso escapar de allí. Tiraba de la mano de la joven para no dejarla atrás, pero el aire se volvía espeso y caliente, irrespirable, oscuro. La carrera concluyó en una caída interminable hacia el suelo, semejante a una agonía proyectada a cámara lenta. La oscuridad quemaba como un horno. El único vínculo con el exterior era la mano de Corso, unida a la de ella en el esfuerzo por seguir adelante. Lo último que sintió fue la presión de esa mano aflojándose mientras se convertía en cenizas. Y ante él, en las tinieblas cerradas sobre el páramo ardiente y sobre su conciencia, unas manchas blancas, trazos fugaces igual que relámpagos, dibujaban la silueta fantasmal de un cráneo desnudo. No era agradable recordarlo. Para limpiar de su garganta las cenizas y de sus retinas el horror, Corso apuró la copa de ginebra y miró a la chica. Estaba pendiente de él, esperando tranquila, colaboradora disciplinada en demanda de instrucciones. Increíblemente serena, asumido con naturalidad su extraño papel en el relato. Incluso había en su expresión una lealtad desconcertante, inexplicable.

Cuando Corso se puso en pie, colgándose al hombro la bolsa de lona, ella lo imitó. Bajaron sin prisas hacia el Sena. La chica iba por el lado interior de la acera, y de vez en cuando se detenía ante los escaparates de las tiendas, llamando su atención sobre un cuadro, un grabado, un libro. Lo miraba todo con ojos muy abiertos, intensa curiosidad y un punto de nostalgia en las comisuras de la boca que sonreía reflexiva. Parecía buscar huellas de sí misma en los objetos antiguos; como si, en algún lugar de su memoria, el pasado convergiese con el de aquellos pocos supervivientes traídos hasta allí por la deriva, tras cada naufragio inexorable de la Historia.

Había dos librerías una frente a otra, a cada lado de la calle. La de Achille Replinger era muy antigua, con el exterior de madera barnizada y un elegante escaparate bajo el rótulo: Livres anciens, autographes et documents historiques. Corso le dijo a la chica que aguardase afuera, y ésta obedeció sin protestar. Cuando caminaba hacia la puerta miró el cristal del escaparate y la vio reflejada en él, sobre su hombro, de pie en la otra acera, observándolo.

Sonó una campanilla al empujar la puerta. Había una mesa de roble, libros antiguos en las estanterías, bastidores con carpetas de grabados y una docena de viejos archivadores de madera. Cada uno tenía letras en orden alfabético, cuidadosamente caligrafiadas en sus casillas de latón. Sobre la pared, en un marco, un texto autógrafo y una leyenda: Fragmento de Tartufo. Moliére. También tres buenos grabados: Dumas entre Víctor Hugo y Flaubert.

Achille Replinger estaba de pie junto a la mesa. Era corpulento, de tez rojiza; una especie de Porthos con espeso mostacho gris y gruesa papada sobre el cuello de una camisa con corbata de punto. Vestía ropa cara, con descuido: chaqueta inglesa deformada en torno a la excesiva cintura y pantalones de franela un poco caídos, llenos de arrugas.

– Corso… Lucas Corso -sostenía la tarjeta de presentación de Boris Balkan entre los dedos gruesos y fuertes, fruncido el ceño-. Sí, recuerdo su llamada telefónica del otro día. Algo sobre Dumas.

Corso puso la bolsa sobre la mesa y sacó la carpeta con las quince hojas manuscritas de El vino de Anjou. El librero las extendió ante sí, enarcando una ceja.

– Curioso -dijo en voz baja-. Muy curioso.

Resoplaba al hablar, entrecortado y asmático. Extrajo del bolsillo superior de la chaqueta unas gafas bifocales y se las puso tras echar un breve vistazo al aspecto de su visitante. Después se inclinó sobre las páginas. Al levantar la vista sonreía, embelesado.

– Extraordinario -comentó-. Se lo compro en el acto.

– No está en venta.

El librero pareció sorprendido. Arrugaba la boca, a punto casi de hacer un puchero.

– Yo creía entender…

– Se trata sólo de un peritaje. Abonándole el costo, naturalmente.

Achille Replinger movió la cabeza; el dinero era lo de menos. Parecía confuso, y un par de veces se detuvo para observarlo con desconfianza, sobre la montura de sus gafas. De nuevo se inclinaba sobre el manuscrito.

– Lástima -dijo al fin, y le echó a Corso otra curiosa ojeada. Parecía preguntarse de qué modo había llegado aquello a sus manos-. ¿Cómo lo consiguió?

– Herencia. Una vieja tía difunta. ¿Lo ha visto antes?

Todavía suspicaz, el otro miró a espaldas de Corso, a través del escaparate y hacia la calle, como si alguien que pasara por allí pudiera darle razón de aquella visita. O tal vez buscaba una respuesta apropiada. Al fin se tocó el mostacho, igual que si fuese postizo e intentara asegurarse de que seguía en su sitio, y sonrió evasivo.

– Aquí, en el Quartier, nunca sabe uno cuándo ha visto algo y cuándo no… Siempre fue un barrio propicio para los vendedores de libros y grabados… La gente viene a comprar y vender, y todo termina pasando varias veces por las mismas manos… -hizo una pausa para tomar aire: tres cortas inspiraciones antes de dirigirle a Corso una mirada inquieta-. Creo que no -concluyó-. Que nunca vi antes este original -miró de nuevo hacia la calle; la sangre le afluía al rostro enrojecido-. Lo recordaría bien.

– ¿Debo entender que es auténtico? -inquirió Corso.

– Bueno… En realidad sí -el librero resoplaba acariciando las hojas azules con las yemas de los dedos; daba la impresión de que se resistía a tocarlas. Por fin cogió una entre el pulgar y el índice-. Letra semi-redondilla, de medio grosor, sin interlineados ni tachaduras… Apenas hay signos de puntuación, con inesperadas mayúsculas. Sin duda es Dumas en plena madurez, hacia la mitad de su vida, cuando escribió Los mosqueteros… -se había ido animando poco a poco. Ahora calló de pronto alzando un dedo, y Corso pudo verlo sonreír bajo el mostacho; parecía haber tomado una decisión-. Espere un momento.

Anduvo hasta un archivador marcado con una D y extrajo unas carpetas de cartulina color hueso.

– Todo de Alejandro Dumas padre. La letra es idéntica.

Había allí una docena de documentos, algunos sin firma o con las iniciales A.D.; otros mostraban la firma completa. En su mayor parte eran pequeñas notas a editores, cartas a amigos, invitaciones.

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